Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
KIOSCO12


CRONICA DE LA NOCHE EN QUE SE GESTO LA REBELION POPULAR
La chispa que encendió la mecha

Empezó en la noche del miércoles, apenas terminó el discurso de De la Rúa. Primero fue el ruido de latas, después la gente se asomó a la calle. Grupos cada vez más grandes empezaron a confluir en Plaza de Mayo. Cuando la plaza estuvo llena se lanzó la represión, los gases, la desbandada. Y lo que era una histórica rebelión pacífica se convirtió en campo de batalla.

Por Luis Bruschtein

Había terminado el discurso del presidente Fernando de la Rúa por cadena, el miércoles, y primero fue un patético ruidito de latas. Después, con timidez, las mujeres se asomaron con sus cacerolas a las ventanas y vieron que había más. En San Telmo, Parque Patricios, Caballito, Chacarita, San Cristóbal y en todos los barrios de Buenos Aires, el ruidito de latas se multiplicó como una gotera que se hace lluvia. “Cuando me asomé y vi a otros vecinos, bajamos para encontrarnos en la calle”, dice una atractiva morena de San Telmo. Se encontraron en la esquina y eran varias decenas. Desde algún edificio, otro vecino les tiró un huevo pero nadie hizo nada. Decidieron ir a la plaza Dorrego. Allí ya eran cientos, mujeres batiendo cacerolas, hombres en shorts y camisetas, jóvenes y niños. “¿Adónde vamos?” se preguntaron y alguien dijo: “A Plaza de Mayo”. Y la misma pregunta con la misma respuesta se repetía como por arte de magia en todos los barrios. Así empezó el movimiento de rebelión civil más importante de los últimos 50 años en la ciudad de Buenos Aires.
“Me pasé todo el día llorando frente al televisor viendo a la gente desesperada por la comida, peleándose entre ellos, viendo las colas de los viejitos jubilados –dice la misma morena–; cuando escuché que De la Rúa hablaba como si nada, me rayé, escuché a la vecina que golpeaba las cacerolas y empecé yo también con mis hijas y cuando me quise acordar estaba a la cabeza de una manifestación de tres cuadras marchando hacia la Plaza.” La gente los veía pasar, aplaudía y se sumaba. Los vecinos de San Telmo fueron los primeros en llegar a la Plaza antes de la medianoche.
Los relatos de los vecinos eran parecidos: escucharon las latitas y salieron. El ruidito apagado de las cacerolas era la guía que los reunía. Donde escuchaban que había un poco más de ruido, hacia allá se dirigían y así los grupos fueron creciendo y las plazas de los barrios se convirtieron en los puntos de concentración naturales. No había convocatoria, ni estructuras partidarias, ni siquiera transportes y tampoco información. La noticia comenzó a aparecer en la televisión cuando ya los grupos de vecinos eran grandes y marchaban hacia el centro, lo cual atrajo más gente.
Primero las consignas fueron “¡Que se vayan, que se vayan!”, con insultos a Domingo Cavallo, Carlos Menem y Fernando de la Rúa, y poco a poco se fueron haciendo más ingeniosas y complejas. “Qué boludo, qué boludo, el estado de sitio, se lo meten en el culo” o “Borombombón, borombombón, el que no salta es un ladrón” y siguieron “Si este no es el pueblo, el pueblo donde está” o la vieja “¡El pueblo, unido, jamás será vencido!” que era rematado por un estentóreo “¡Argentina!” “¡Argentina!”. Las mujeres y sus cacerolas fueron el disparador, las que rompieron el termómetro y los hombres se sumaron.
Los de San Telmo, que eran varios cientos, llegaron a la Plaza, abrieron el vallado que está detrás de la pirámide de Mayo y llegaron hasta la calle Balcarce, algunos se subieron al monumento a San Martín con banderas argentinas y se dedicaron a gritar y golpear sus cacharros. Entonces empezó a llegar más gente. Otros barrios se dirigieron primero al Obelisco, otros al Congreso. Cuando la televisión mostró que había gente en la Plaza de Mayo, todos empezaron a marchar hacia allá. Se formaron caravanas de taxis y automóviles, los colectiveros hacían sonar sus bocinas para saludar a los marchantes. La gente parecía imbuida de un profundo sentimiento ciudadano, con alegría y hasta con alivio, más que con bronca, como si hubieran encontrado una forma de expresarse sin intermediarios y reencontrarán su identidad a través del ejercicio de sus derechos. Se saludaban entre ellos y se estimulaban para hacer más ruido y gritar más fuerte.
Poco antes de la medianoche, una verdadera muchedumbre ingresaba interminablemente a la Plaza por las diagonales y Avenida de Mayo. No había políticos, ni legisladores, ni carteles, solamente esas banderas argentinas que se guardan en la casa para los días de fiesta o cuando juega la selección. Era raro estar en una manifestación tan imponente en la Plaza sin el acostumbrado sonar de los bombos. Era una muchedumbre sin carteles y con un ridículo ruidito a lata de fondo.
Los vecinos no dejaban de llegar a la Plaza y hasta ese momento no se habían producido problemas con los efectivos policiales que se encontraban en la puerta de la casa de Gobierno. Un muchacho empezó a treparse al mástil para colgar una bandera argentina y cuando llegó a la mitad, la gente le empezó a gritar que bajara. De alguna manera se hizo un poco de silencio y empezaron a cantar el Himno Nacional gritando la última estrofa a todo pulmón.
La plaza ya estaba llena, incluyendo las calles laterales, y había mucha gente dispersa por Avenida de Mayo. En ese momento, cerca de la una y sin que realmente mediara ninguna provocación, la Guardia de Infantería comenzó a tirar gases. Se produjo una desbandada, la mayoría era gente que no había participado en manifestaciones y había muchos chicos. Los que habían quedado del lado de adentro del vallado se apretujaron en el humo, llorando y vomitando, sin poder salir. Era una desbandada. Varias granadas de gas estallaron en lo alto de una palmera y la incendiaron. Finalmente la Plaza se fue despoblando y toda la superficie quedó cubierta por ojotas, sandalias y zapatos, cacerolas, asaderas y cacharros abandonados en la desesperada huida. La gente se ayudaba prestándose pañuelos, había una chica que lloraba porque había perdido a su hermana de 16 años. Eran del interior y cuando vieron la protesta decidieron sumarse pero en la corrida se habían separado y no conocían la ciudad.
El grueso de los manifestantes marchó por Avenida de Mayo, esta vez con mucha bronca, hacia el Congreso y destruyó a su paso los teléfonos públicos y los vidrios de bancos, AFJP y Mc Donalds. Hubo peleas entre algunos que quisieron saquear dos kioscos y otros que se lo impidieron. Las corridas se sucedieron en la Plaza y volvieron a repetirse en el Congreso, pero aquí fueron los manifestantes que trataron de ingresar y la policía los repelió, en algunos casos con sus armas reglamentarias. Lo que había empezado como una rebelión civil pacífica se había convertido en un campo de batalla.

 

En los barrios
La música de la bronca

Por Andrea Ferrari

–Alfa 3 en Córdoba y Callao. Evitar la zona. También en Santa Fe y Scalabrini Ortiz. Y en Gascón y Sarmiento.
La voz de la operadora sonaba alterada. En el peculiar léxico de radiotaxi, Alfa 3 es zona congestionada: tránsito intenso. Pero esta vez la congestión no era de autos sino de pura bronca. Pasaba la medianoche y la bronca había copado Buenos Aires. Recorrer la ciudad a esa hora era meterse en una especie de road movie fantasmal. Una de Solanas podía ser, por el humo.
En las avenidas la gente había encendido llantas, barriles, lo que encontraba a mano, y las columnas de humo blanco crecían al compás de la música de cacerolas, latas y cucharas. La música de la bronca.
Era una bronca exasperada la de ese hombre gordo de musculosa y shorts que en Córdoba y Riobamba golpeaba su cucharón contra un poste de luz. Una bronca que se le escapaba por los ojos desorbitados cuando gritaba, ya casi sin voz: “¡¡Que se vayan!! ¡¡Que se vayan!!”.
Era en cambio melancólica la bronca de esa pareja cincuentona en Cabrera y Mario Bravo, ella de vestido de entrecasa, él de pulcro pantalón celeste. Una bronca que hablaba de años invertidos en ese negocio que ahora se les caía con un soplido de Cavallo. Para dejarlos así, sin nada, ni esperanzas siquiera.
Desesperada era la bronca de una mujer en Córdoba y Scalabrini Ortiz, cuando contaba que su marido estaba sin trabajo y ahora temía que también a su hija la echaran. Y entonces con qué iban a comer, con qué.
La más oscura era la bronca de esa señora parada en la puerta de su edificio, sobre Mansilla, sin disimular que cuando decidió bajar estaba ya en camisón y apenas había amagado a tirarse algo encima, un saquito que no llegaba a taparla. Daban ganas de llorar sus ojos perdidos y su manera de pegarle sin fuerzas a esa cacerolita machucada mientras gritaba como una letanía “Basta. Basta. Basta. Basta”.
Era casi alegre, sin embargo, la bronca de ese grupo parado sobre Honduras. Hombres y mujeres, también algunos chicos, bailaban al ritmo carnavalero que habían logrado arrancarle a sus cacerolas para acompañar una canción de dos versos repetidos al infinito: “Cavallo, hijo de puta/ la puta que te parió”. Era una alegría que se contagiaba por otras calles y avenidas: la pura felicidad de la descarga, la posibilidad de escupir la puteada atragantada durante tantos días.
De vuelta en el taxi, la operadora desesperaba.
–Evitar Corrientes. Y Santa Fe. Y Córdoba. Evitar todas las avenidas.
Pero, como ya había descubierto el Gobierno a esa hora, no había modo de evitarlo. La bronca estaba en todos lados. No sólo en las avenidas y las plazas. También en las calles más pequeñas. Y en las puertas de las casas. Y en los balcones, y en las terrazas.
Al llegar a Federico Lacroze y Alvarez Thomas, a la bronca la acompañaban cohetes y cañitas voladoras. Es que, en realidad, todo tenía un aire a fin de año. A esas madrugadas de primero de enero cuando la gente camina por las calles sin importarle la hora. A ese estado un poco pasado, un poco desinhibido, aunque ahora no era el alcohol lo que intoxicaba sino el hartazgo.
Por eso, algunos habían pensando en lanzar esos cohetes comprados para las fiestas. A fin de cuentas, sentían estar despidiendo algo. No el año, sino el ministro, el gobierno, con suerte el modelo.
Olga, una señora de sesenta y pico bien mantenidos, se tapó los oídos para el último estallido y decidió que era hora de volver a casa. Había gritado y golpeado con fuerza su asadera vieja. Ahora se sentía un poco mejor, dijo, menos angustiada. Tenía una pequeña esperanza. Una sensaciónde que tal vez cuando despertara al día siguiente las cosas habrían cambiado. Que habría otro país. Otra vida.

 

OPINION
Por Sandra Russo

Nosotros

Fue tan lenta y brutalmente que la política se alejó de la gente, que el miércoles, cerca de la medianoche, cuando la imagen de un patético Fernando de la Rúa se esfumó de la pantalla, cuando instantáneamente el estruendo de las cacerolas empezó a hacer resonar su eco metálico en decenas de miles de balcones, cuando poco después todos salieron de sus casas y en cada esquina y en cada avenida los vecinos empezaron a confluir en la termita indignada que forzó la renuncia de Cavallo, cada uno sintió que aquello no alcanzaba, que tampoco alcanzará la renuncia del gabinete ni la de De la Rúa. Cada uno lleva sobre sus hombros la sensación de que hay que empezar todo de nuevo. De que hay que refundar.
La visión de los saqueos durante todo el día, la amenaza de las tristes batallas de pobres contra pobres, el caldo de cultivo para que nazcan serpientes de estos huevos, la certeza de que allá, intramuros, en algunos despachos, otra vez –¡otra vez!– había quienes intentaban pactar alguna innoble repartija sobre los cuerpos calientes de los muertos y sobre los cuerpos todavía más calientes de los vivos, todo eso y mucho más afloró en la conciencia colectiva. Nos han robado, nos han estafado, nos han mentido, nos han manoseado, pero anoche pareció que así y todo no nos han destruido.
¿Será ahora? ¿Será ahora que podamos barajar y dar de nuevo? En la madrugada del jueves, las multitudes, repartidas en manzanas, en barrios, en esquinas, estaban sorprendidas de sí mismas. Una fuerza superior y más potente que cada quien estaba operando ese hecho histórico. No hubo consignas más allá de aquellas que mandaron al carajo a estos tipos. No hubo otras banderas más que la azul y blanca. No hubo atropellos ni desquicio, salvo contados incidentes seguramente atribuibles o bien a gente arrancada o bien a gente al servicio de la confusión. Los ciudadanos se reconocían entre sí. Azorados de sí mismos, de ser tantos, de estar tan bien sincronizados con el arma inocua pero atronadora de sus tenedores y sus tapas de olla, de pertenecer, ahora sí, por fin, nada más y nada menos que a un pueblo que ha dicho basta, a un pueblo que aspira a la revolución que significa sacarse de encima a los ladrones, a los charlatanes, a los miserables. Un pueblo que está agotado de los males menores. Es con ese cuento que hace años que nos vienen violando.
Esas multitudes espontáneas desparramadas por todo el país siguen sorprendidas de su propia magia: sin consignas ni banderas ni líderes ni nada más que esta atronadora presencia en la calle, empezó a tomar forma la palabra nosotros. Si nos salvamos, será pronunciándola.

 

PRINCIPAL