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Así nos miran, así nos ven
Por Rodrigo Fresán

UNO. “Pon YA la CNN”, me ordena un amigo español por teléfono. No dice otra cosa y cuelga (supongo que tiene que llamar a cientos de personas, no le sobra el tiempo) y yo me quedo ahí, con el auricular en la mano. Recordando que la última vez que mi amigo español (aparentemente en permanente contacto con las agencias informativas, como un cyber-personaje de William Gibson que se tragó varios chips o algo así) me lanzó semejante orden, yo fui corriendo, apreté ON y ahí estaba una torre del World Trade Centre en llamas y en seguida, live, un avión entró por el lado izquierdo de la pantalla del televisor y ¡presto! otra torre en llamas. Así que corro, voy, aprieto y otra vez llamas y gente corriendo y primero no se entiende lo que ocurre pero enseguida yo descifro esos uniformes de la policía y esas camisetas de fútbol y esas marcas de botellas arrancadas a los supermercados y esos políticos y esas calles y esas cacerolas y esa plaza y ese acento con que la gente grita y que mi amigo español de vez en cuando imita tan pero tan mal y no, no, no: no es Kabul.

DOS. La cosa empieza –como casi siempre– en los suplementos de economía impresos en papel y deferente o en los canales especializados como Bloomberg donde la gente habla sin parpadear mirando a cámara y por abajo pasan –como corriendo, como cabalgando, arriba y abajo– las cotizaciones de las empresas y todo eso. Ahí empezó a hablarse y a escribirse, otra vez, de la Argentina. Ahí aparecieron los gráficos y las infografías -futuras piezas de museo a decodificar por los arqueólogos cuando nada de esto ya exista– y el “riesgo país” y el “default”. Ahí comenzó a elaborarse el idioma técnico de la catástrofe, su teoría, su dialéctica un tanto mastropiero. La práctica de esa teoría es lo que –después, enseguida– salta a las primeras planas y a las primeras noticias y, por unos días, en otra parte, algunos siguen buscando a Osama bin Laden, sí. Pero todo eso es menos interesante que todo esto.

TRES. Todo esto es lo que, de golpe, se convierte en carne y tema de esos programas de media hora que suelen superar a una ronda de noticias de otra. Gente que habla –a veces grita– alrededor de una mesita. Especialistas, oráculos, nombres que saben o que dicen que saben. “El Enigma Argentina”, claro, no es tema fácil de acorralar y volverlo sintético. Los columnistas de edad avanzada hablan de “peronistas” y los de edad media los corrigen: “justicialistas”. “No importa”, dice el Anciano Brujo, “es la misma historia” y suelta frase terrible como una maldición: “La Argentina hoy no sólo es un país de desesperados sino que es una desesperación de país”. Se conversa mucho, se elaboran hipótesis apoyadas en la nada porque “la Argentina es un caso aparte”. Terminan hablando de la Argentina como de la Atlántida: de un continente perdido del que alguna vez zarparon hacia la España hambreada barcos cargados de trigo y carne y hacia el que navegaron miles de españoles en busca de santuario y futuro. La idea romántica se quiebra ante la frialdad de lo que más importa: la situación de las empresas españolas en Argentina, qué pueden esperar los accionistas de algo así, de todo esto, ¿eh? Se esfuman los rostros especializados y quedan las voces en off sobre las imágenes del pueblo enfurecido jamás será vencido. Buenos Aires se ve rara porque –en la distancia, vaya uno a saber por qué– una la recuerda siempre en un otoño dorado y no en este verano caliente de palmeras en llamas frente a una casa que, por televisión, se ve todavía más rosada y menos rozagante.

CUATRO. Para NBC, BBC, SKY, FOX, EURONEWS somos una curiosa nota al pie. Pero en CCN España estamos en todas partes y –ante las pesadillescas postales de gente asaltando almacenes que le regaló su noticiero de la noche anterior– mi almacenero de mi esquina (español pero no gallego) me pide explicaciones. Muchas. Al principio yo intenté sonar coherente, didáctico. Pero ante su insistencia e inconformidad voy elaborando historias cada vez fantásticas. Así, Buenos Aires ya parece parte de la Tierra Media de El señor de los anillos. A mi almacenero le gusta más así y me interrumpe para comentarme casi en un susurro de Gollum: “Yo no sé, pero esa gente que le robaba al pobre almacenero coreano estaba muy gordita, ¿no?”.

CINCO. Calamaro es argentino, pero cada vez menos. La top-model Martina Klein parece más catalana que porteña. Cecilia Roth, Juan Diego Botto, Héctor Alterio y Federico Luppi hacen de argentinos o españoles, da igual. Darío Grandinetti (mito local de El lado oscuro del corazón, película todavía hoy de culto en las medianoches de los cines) es protagonista de la nueva de Almodóvar, y Leo Sbaraglia hace suspirar con zeta a las adolescentes y no tanto de por aquí. Borges, Bioy y Cortázar son próceres; Aira y Piglia y Fogwill son favoritos de la crítica y cada vez se editan más libros de los que en Argentina son “escritores jóvenes” y aquí son solo “escritores”. Todos piensan que Francisco Porrúa –el legendario editor de García Márquez y Tolkien– es argentino, pero lo cierto es que nació en Galicia. Saviola es “El Pibito”, Quino es Dios y Maitena es Diosa. Tinelli y Pergolini fracasaron, y durante el verano hubo que aguantar a King Africa y a La Mosca; pero el verano ya pasó. La sensación es que nos quieren y nos respetan pero también les intrigamos. Igual que esos primos lejanos que, una noche de tormenta, llegan a las primeras páginas de una novela gótica. Somos raros, imprescindibles, y el otro día le conté a alguien que Gardel era francés y estuvo riéndose, sorprendido, durante cinco minutos y después, secándose las lágrimas, me dijo: “Joder, colega, ahora entiendo todo”.

SEIS. Al final, por ahora, todas las predicciones locales resultaron erradas, Rodríguez Saá se ha salido del guión y hay, otra vez, desconcierto en suplementos, informativos y empresas españolas. Sigamos conversando. ¿Qué va a pasar? ¿Cómo sigue? Mi almacenero me pide explicaciones y yo le hablo de un paisaje maravilloso que, en otra dimensión, sigue siendo sexta potencia mundial mientras aquí y ahora un tipo raro no puede prenderle fuego a su zapato en un avión de pasajeros y yo desenchufo el teléfono, por las dudas, por un ratito, por favor.

 

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