Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH LAS/12
secciones

Recuerdos implantados

Por Pablo Capanna

Durante su campaña presidencial de 1980, Ronald Reagan solía contar una emotiva historia de guerra para tocar la fibra patriótica de sus oyentes. El piloto de un bombardero seriamente averiado por el fuego enemigo ordena a la tripulación arrojarse en paracaídas. Pero al descubrir que el artillero está malherido –contaba Reagan conteniendo las lágrimas– exclama: “¡No importa! ¡Volaremos juntos!”. Pronto los periodistas descubrieron que la historia no sólo no era cierta sino que estaba en una película de 1944. Reagan, hombre de Hollywood al fin, había llegado a creérsela.
Los escépticos argentinos que seguramente evocarán al epígono riojano de Reagan –que solía recordar las novelas de Borges y los tratados de Sócrates– podrán dudar que el célebre vaquero obrase de buena fe, pero así era. En realidad, a todos nos ha pasado alguna vez algo similar, y quien esto escribe ha sido descubierto más de una vez proclamando alguna Gran Verdad que no recordaba haber leído en otra parte.
Hasta una persona tan objetiva como Jean Piaget, el padre de la psicología cognitiva, creía recordar que a los dos años había sufrido un intento de secuestro. Solía dar detalles precisos, como los rasguños de la niñera o el bastón blanco del policía. Años más tarde la propia niñera les confesó a sus padres que había inventado el episodio para ocultar un descuido. Pero el pequeño Jean había escuchado a los adultos contar tantas veces la historia que se había armado toda una seudomemoria.
En casos así, cuando descubrimos que ese recuerdo que hemos estado aderezando durante años es una fantasía, todos empezamos a dudar de la fidelidad de nuestra memoria.
En la literatura fantástica, Philip K. Dick es quien mejor ha explotado esta duda. Para la sensibilidad de personas como Kafka o Dick, esas dudas que todos tenemos alguna vez se hacían obsesivas.
Hace casi cincuenta años, quizás influido por las historias de “lavado de cerebros” durante la guerra de Corea, Dick imaginó que era posible implantar en el cerebro falsos recuerdos y hasta una falsa identidad. Sus personajes solían descubrir que no eran quienes creían ser, o que ellos mismos resultaban ser el enemigo más temido. En el cuento “Podemos recordarlo todo para usted” (1966), que luego fue llevado al cine con el impávido Schwarzzenegger como protagonista, una agencia ofrecía implantar experiencias ficticias a clientes que no estaban en condiciones de afrontar el gasto de un viaje turístico.

Editando los recuerdos
Los mecanismos con los cuales “editamos” los recuerdos (embelleciendo, añadiendo o magnificando algún núcleo real) no están plenamente esclarecidos. En esa franja disputada que se extiende entre la psicología y las neurociencias se discute el concepto freudiano de “represión”, el recurso defensivo capaz de enterrar en las áreas más recónditas de la memoria los recuerdos traumáticos.
Aunque no todos aceptan la teoría freudiana, se diría que buena parte de la polémica ha sido suscitada por aquellos que alardean tener un acceso demasiado fácil a las áreas reprimidas. El propio Freud se hubiera indignado con los abusos que en su nombre cometen aquellos que descubren vidas anteriores, secuestros por extraterrestres o abusos sexuales infantiles reprimidos. Actualmente, entre quienes promueven estas “investigaciones alternativas” están John Mack, el psiquiatra de Harvard a quien la revista Time bautizó como “el hombre del espacio” y el Dr. Brian Weiss, que le disputa adeptos para su causa, la evocación de vidas anteriores.
Cualquiera que haya tenido que hacer un informe o simplemente deslindar responsabilidades en un accidente de tránsito, habrá descubierto que a medida que transcurre el tiempo los testimonios se distorsionan. Cuanto más lenta es la justicia, más cuesta establecer qué es lo que realmente vieron los testigos; y esto sin entrar a considerar las presiones y las coacciones que suelen viciar tantos sumarios.
Algunas experiencias clásicas de la psicología social muestran que, si se deja interactuar libremente a los testigos de un hecho pueden llegar a convencerse, por el “efecto Sheriff”, de que todos vieron algo que nunca ocurrió. Ante una presión activa ejercida por el grupo, cualquier Galileo puede llegar a desconfiar de sus propias percepciones (efecto Asch). Ciertos sujetos dominantes, por fin, también pueden llegar a persuadir al grupo de un error, aun a pesar de la evidencia de los sentidos (efecto Faucheaux & Moscovici).
La disonancia cognitiva también puede influir para distorsionar percepciones y recuerdos. La vieja historia de los “rayos N” muestra que esto puede ocurrir hasta en un contexto de observación científica. En 1903, cuando acababan de descubrirse los rayos X, René Blondlot, un respetado físico francés, creyó haber identificado las radiaciones que emitía el cerebro, y las llamó “N” en homenaje a la Universidad de Nancy.
En sus tiempos, estaba en auge la investigación “psíquica” y todos esperaban encontrar un puente entre la mente y la materia. Influidos por estas expectativas, muchos investigadores creyeron de buena fe haber corroborado las observaciones de Blondlot. Para refutarlo hubo que esperar los trabajos de Robert W. Wood. Pero el francés, que nunca había cometido fraude, siguió defendiendo su hipótesis hasta su muerte. Una de las últimas apariciones del rayo misterioso se dio aquí, en un cuento de Horacio Quiroga.

La “falsa memoria”
Uno de los supuestos de que parten todos los exploradores de la memoria reprimida es que el cerebro conserva absolutamente toda la información que recibió alguna vez. Se dice que una de las principales funciones del cerebro sería olvidar, antes que tener presente lo irrelevante, porque resultaría imposible vivir como Funes, el memorioso de Borges.
Un ejemplo clásico es el caso de la mucama que, en estado de coma, recita listas de ropa en chino, simplemente porque durante años trabajó al lado de una lavandería china. Pero la diferencia entre estos casos documentados y los “recuerdos reprimidos” de vidas anteriores o contactos extraterrestres, es la complejidad de estos últimos, armados comoelaborados guiones. Ya no se trata de recordar detalles como el color de una camisa o la maceta del balcón; aquí salen a luz verdaderas novelas.
Tanto los terapeutas que recuperan memorias de satanismo y violaciones, como los que descubren “abducciones” o episodios de vidas anteriores, suelen utilizar técnicas “alternativas” que en general apuntan a inducir “recuerdos”, imposibles de corroborar en otras fuentes.
La más popular es la hipnosis, que Freud usó en sus comienzos y pronto abandonó. También clásicas son la interpretación de los sueños, la escritura automática y las drogas. Más novedosas resultan la “memoria corporal”, que se recuperaría mediante masajes y relajación, la “visualización orientada” y la “regresión guiada”.
Cuesta poco imaginar que la “orientación” y “guía” pueden ser maneras más o menos explícitas de inducir “recuerdos”. En una investigación de 1993, se infiltraron falsos pacientes en algunos consultorios y se puso de manifiesto cómo el terapeuta sugería (voluntaria o involuntariamente) historias de abusos infantiles.
En el panorama actual, gozan de gran popularidad los recuerdos de “vidas anteriores”, que suelen ser placenteras: nadie recuerda haber estado en una mazmorra o trabajando como esclavo. Las “abducciones”, en cambio, suelen ser traumáticas: son cruentas vivisecciones o implantes de sensores en el cuerpo, que la víctima parece evocar con cierto masoquismo.

El Club de los Arrebatados
Para tener una idea de todo lo que se puede hacer con las técnicas de “recuperación de la memoria”, tomemos uno de los tantos libros de “abducciones” extraterrestres: The Watchers (1991) de Raymond Fowler.
El libro, de casi cuatrocientas páginas, cuenta nada menos que con la recomendación de Whitley Strieber, el autor de Communion, la Biblia del género. Abunda en bibliografía, incluso seria, y hasta nos pone en guardia contra la posibilidad de fraudes o fantasías. Aunque uno comienza a dudar cuando aparece un contacto argentino ocurrido en “el Valle de Tapalqué” (¡!).
The Watchers es el tercer tomo de la saga de Betty Andreasson, un ama de casa de Massachussets que, hipnotizada por Fred Max, reconstruyó detalladamente sus abducciones reprimidas de 1967. El primer volumen (El caso Andreasson, 1979) exploraba su encuentro y secuestro por alienígenos bajitos, calvos y de grandes ojos, cuya mayor rareza era hablar en gaélico. El éxito del libro convenció a Fowler de emprender aquello que en Hollywood suele llamarse “secuela”. Fue Adreasson: fase 2, de 1982. Aquí no sólo Betty comenzaba a recordar nuevos episodios. También su marido, Bob Luca, descubría bajo hipnosis que había sido arrebatado varias veces a los cielos. En la tercera fase, Betty muestra su talento para el dibujo de historieta, y nos apabulla con diseños de dispositivos extraterrestres de ignotas funciones. Su estilo es bastante naïf y suele dibujarse a sí misma como una especie de Blancanieves rodeada de enanos.
Los nuevos episodios le permiten llegar a una conclusión: en sus quirófanos e incubadoras los extraterrestres están inseminando mujeres,implantándoles microchips y cosechando embriones en previsión de una inminente catástrofe que amenaza al mundo.
Llegando a la mitad del libro, de pronto Fowler parece desplazar a Betty de un manotazo, y encara directamente al lector. Le explica que, mientras escribía, tuvo varios flashbacks que le permitieron recuperar su propia memoria reprimida. Además, tuvo sueños premonitorios e “inexplicables” coincidencias como la de estar pensando en el mago de Oz y recibir el llamado de un señor Baum (el autor de El mago de Oz fue Frank Baum.)
Ahora Fowler evoca nada menos que trece “encuentros cercanos” de su propia vida, que hasta el momento ignoraba. La suya debe haber sido una familia privilegiada por los alienígenas, porque aparecen episodios protagonizados por la madre, el padre y los dos hermanos de Fowler. También están los recuerdos reprimidos de las tías Margaret y Priscilla, los de la esposa de Fowler y los de sus dos hijos, con un promedio de dos abducciones por cabeza.
Luego, reaparece la inagotable Betty, quien en su canto de cisne da a luz once episodios inéditos, ocurridos entre los 7 y los 49 años. Un ranking final de recuerdos restaurados la da como ganadora en la categoría “single” con 17 secuestros. Pero, tomados como equipo, los Fowler totalizan más.
A esta altura, ya no es posible analizar seriamente estos casos. Si algo de todo esto fuera cierto, gente como Betty se habría pasado varios años de su vida fuera del mundo cotidiano sin que nadie notara sus ausencias. Salvo que sus vecinos y parientes hubieran estado tan ocupados como la familia Fowler yendo y viniendo del espacio cósmico. En este caso, más que de falsa memoria habría que hablar de deslealtad comercial. O bien, si uno quiere ser benévolo con el autor, de alguna patología delirante.

Implantando recuerdos
La doctora Elizabeth F. Loftus, de la Universidad de Washington (Seattle), es una de las autoridades mundiales en el tema de la memoria y la construcción del testimonio. En los años setenta, estudió la desinformación realizando una gran cantidad de experimentos con testigos de accidentes de tránsito.
En su autobiografía relata la difícil circunstancia que le tocó vivir cuando fue convocada ante un tribunal israelí por la defensa de John Demjanjuk, un metalúrgico ucraniano de Cleveland. El hombre había sido identificado como un genocida con miles de muertes en su haber, conocido en Treblinka como “Iván el Terrible”.
Al comienzo, muchos sobrevivientes del campo de exterminio no lo habían reconocido y alguno hasta creía recordar que “Iván” había muerto en una sublevación. Luego, las tensiones y las expectativas comenzaron a hacer dudar a los ancianos testigos. Loftus, que es judía, se vio envuelta en un dilema moral entre lealtad emocional y objetividad científica; a pesar de no confiar en los testimonios se abstuvo de declarar en el juicio. De hecho, la Corte Suprema israelí le dio la razón cuando resolvió que Demjanjuk no era el criminal buscado. Años más tarde, cuando en Estados Unidos cundía la histeria y todos estaban descubriendo episodios de satanismo y abuso sexual, la psicóloga emprendió una serie de trabajos decisivos.
Loftus se propuso implantar experimentalmente un falso recuerdo de infancia. Inventó la historia del niño que se pierde en un shopping y se pone a llorar hasta que una anciana lo consuela y lo devuelve a sus padres. Era una anécdota quizás demasiado plausible, pero Loftus se había asegurado previamente que ninguno de sus 24 sujetos les había ocurrido algo parecido.
Para la prueba, les entregó el relato de tres experiencias (incluyendo la falsa) para que dijeran si las recordaban o no. Un 29% asimiló la historia y creyó recordar más detalles a medida que la iba “editando” en sucesivas entrevistas.
Otros investigadores profundizaron las experiencias. Trabajando con los padres de estudiantes preuniversitarios, elaboraron listas de episodios de su infancia que mezclaron con historias imaginarias (internación de urgencia, fiesta de cumpleaños con payasos, rescate por un bañero, papelón en una fiesta, encontrar dinero). El resultado fue similar: muchos creyeron recordar con detalle hechos que les habían sido sugeridos.
El psicólogo Nicholas Spears fue un poco más lejos: propuso a sus testigos recordar los objetos que rodeaban su cuna en el primer año de vida, algo fisiológicamente imposible porque antes de los tres años no están desarrolladas las áreas cerebrales para la memoria de largo plazo. Fueron muchos los que imaginaron detalles, a menudo sugeridos por el experimentador.

Ficciones inducidas
Lo que habían hecho Loftus y sus continuadores no era nuevo. Allá por fines del siglo XIX, cuando estaba en auge el espiritismo y era común que los médiums recordaran vidas anteriores, viajes a Marte o vidas de difuntos que los “visitaban”, un médico francés llamado M. E. Pascal logró “encarnar” a su ficticia hermana Yvonne en un médium. Al poco tiempo, el sujeto comenzó a embellecer los escasos datos suministrados por el médico y construyó su propia novela.
Hace unos años, en 1994 Alvin Lawson puso en trance hipnótico a varios estudiantes universitarios de California y los convenció de que habían sido arrebatados por extraterrestres. Luego, se dedicó a cosechar elaboradas historias, muy similares a las de Fowler y Strieber. Los pacientes habían llenado los espacios en blanco del guión original.
Otros estudios han mostrado el nexo que une la emisión de ciertas películas con las experiencias de “abducción”. A menudo, los “contactos” reflejan fielmente el cronograma de exhibición de las películas en distintas ciudades. Durante la epidemia de “memoria recuperada” de los noventa, también hubo casos de personas que “recordaban” abusos sexuales luego de ver un programa de televisión.
Si pasamos al campo de la memoria colectiva, sabemos que los medios pueden multiplicar la desinformación. Desde el Zelig de Woody Allen, hoydefinitivamente superado por la animación computada, se ha avanzado mucho en la creación de “realidades” virtuales.
Hace años, en la televisión argentina se pudo ver un documental sobre la vida y la obra de un escritor inexistente y se documentó una supuesta locura colectiva (la “Era del Ñandú”) montando imágenes genuinas con la complicidad de “testigos” prestigiosos.De no ser porque la mayoría de la gente suele desconocer los programas culturales, hubiera sido necesario mucho trabajo para convencer a la gente que la TV no es una ventana ni un espejo. Cuando uno compara algún hecho del cual ha sido testigo con la versión que construyen los noticieros, a menudo llega a pensar que estas manipulaciones son bastante comunes.
Por otra parte, ¿cuántas leyendas no han sido implantadas por la educación escolar y la divulgación pedagógica, desde la manzana de Newton, madurada por Voltaire, hasta el negro Falucho y el tambor de Tacuarí?