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Fantasmas de la máquina

Por Pablo Capanna

Hace algunos años, me invitaron a uno de esos encuentros de escritores que se hacen en invierno para que trabajen los hoteles de la costa. La segunda noche llegué tarde a cenar y me sentaron junto a dos recién llegados. No eran escritores, me explicaron, pero venían a presentar un libro de alquimia. Pertenecían a una escuela esotérica que poco tiempo después alcanzaría sus quince minutos de fama cuando se conocieron sus vínculos con el proxenetismo del poder.
Formaban una extraña pareja. El gordito era un químico que se había unido a la secta para mejorar su vida sexual. El flaco, que decía ser empresario, aparentaba estar un poco más iniciado que el otro.
Pronto se pusieron a hablar entre ellos de “la evacuación”, una catástrofe que el flaco estimaba ocurriría en apenas cinco años. El químico era más optimista y hablaba de diez, pero yo estaba en ayunas. “¿Qué evacuación?”, pregunté como un ingenuo. “¡Del planeta, hombre! ¿No vio cómo andan las cosas?”.
Alentados por algunos vasos de tinto, los dos se pusieron a tararear su marcha institucional, con versos de Almafuerte, y me contaron que los extraterrestres se aprestaban a evacuar lo poco que quedaría del género humano después del inminente colapso ecológico. Los ET se llevarían hasta a los enfermos terminales, pues su avanzada tecnología les permitía curarlos, pero abandonarían a los fumadores, que “ni siquiera ellos pueden recuperar”. El flaco había visitado (en sueños o viaje astral, tanto da) las cavernas que están debajo del cerro Uritorco, donde había máquinas capaces de “producir más energía de la que consumen”. El químico asentía, olvidándose de su termodinámica.
Fue mi primer encuentro cercano con ese tipo de personajes. Tiempo después, se conoció la tragedia del Heaven’s Gate, donde un grupo entero de adeptos, profesionales de la informática, se suicidó, convencido de que después de la evacuación este mundo “sería reseteado” (sic) y todos abandonaríamos nuestro “soporte físico” para hacer un backup espiritual en otro disco más duradero.
Luego me enteré de que la Dianética, la terapia alternativa que practica la Iglesia de la Cienciología, promete corregir los “circuitos defectuosos” de nuestra conducta, que existen personas llamadas “antenas” porque son capaces de captar mensajes extraterrestres y que Raël nos ofrece el don de la clonación eterna. Al parecer las nuevas religiones, en su afán por evitar el lenguaje sobrenatural, prefieren encontrar inspiración en los manuales de electrodomésticos.

La naturaleza imita al arte
El hecho de que haya movimientos religiosos que basan su discurso en metáforas tecnológicas o analogías informáticas es algo más que casualidad. Admitiendo que no todos tengan necesariamente fines lucrativos, lo primero que salta a la vista es que por lo general suelen juzgar duramente a la “ciencia occidental” (considerada como la fuente de todos los males), pero se rinden fácilmente ante el fetichismo de la tecnología. Hasta son capaces de reciclar ideas “orientales” traduciéndolas a un lenguaje que suena a ingeniería. Parafraseando a ese clásico pergamino que otras generaciones sacaban a relucir en cada Día dela Madre, se diría que “la tecnología es el único dios que no tiene ateos sobre la Tierra”.
Muchos de los nuevos cultos reniegan tanto de la ciencia como de la religión “tradicional”, pero veneran esa tecnología que tan mágica nos resulta a la inmensa mayoría de usuarios. Y ahí está Harry Potter para educar a las nuevas generaciones; por cada gadget de la industria ofrece una pócima o un ensalmo, aunque los efectos que logra no dejan de ser similares. Su magia en versión new age es apenas una parodia de la tecnología, como lo eran los pintorescos artefactos de Rube Goldberg a comienzos del siglo pasado o las máquinas de los Picapiedras en los 60.
Cualquiera diría que ésta es una moda posmoderna y quizás lo sea su estilo. Sin embargo, mirando a la historia, se diría que en todas las épocas se ha recurrido a la metáfora técnica para corporizar las nociones más abstractas.
Giambattista Vico decía que el hombre sólo conoce plenamente aquello que hace. De algún modo se ha recurrido siempre a la “máquina” más compleja que se conocía en cada época, para usarla como analogía para entenderlo todo, desde el cerebro humano hasta el cosmos entero.

El demiurgo y el alfarero
Si hay un filósofo cuyo temperamento aristocrático parecería más alejado del mundo del trabajo artesanal, ése es Platón, quien nos dio una de las primeras cosmologías de la tradición occidental. En uno de sus diálogos, Platón relata un viaje cósmico que incluye las regiones infernales y parece anticiparse en casi mil años a Dante.
Pero cuando Platón tiene que describir la estructura del cosmos, no encuentra nada mejor con que compararlo que el huso de hilar, la primera “máquina” de la prehistoria. Platón habla de una esfera cósmica atravesada por el Huso de la Necesidad, un eje de diamante con ocho salientes, donde están engarzadas y giran las esferas de las estrellas fijas y los planetas.
En el Timeo, el diálogo de vejez que llegó a ser la única física disponible hasta que se redescubriera Aristóteles en el siglo XIII, Platón vuelve a poner en escena un dios subalterno que, inspirándose en el eterno modelo de las Ideas, manufactura al cosmos como lo haría un artesano. Para que no queden dudas, Platón lo llama “demiurgo”; es la palabra que en su tiempo designaba a los arquitectos e ingenieros. El demiurgo modela la esfera de las estrellas haciéndola girar como el carpintero en su torno y, cuando confecciona el cuerpo humano, mezcla los elementos y los modela como hace el alfarero con su arcilla. Como es una metáfora que también se encuentra en la Biblia, se entenderá el éxito del Timeo en los primeros siglos de la era cristiana.

La bomba hidraulica
Más tarde, después de que un anónimo soldado de Alejandro conoció en la India una “máquina de rezar” que aprovechaba la fuerza del río para mover los rollos de oraciones, la rueda de palas llegó al mundo griego. Así, el molino hidráulico llegó a ser la tecnología más avanzada de la Antigüedad.
Tres siglos antes de la era cristiana, en el Museo de Alejandría hubo grandes ingenieros como Ctesibio, Filón y Herón que fueron capaces de diseñar una turbina de vapor, relojes de agua, una bomba y hasta un órgano musical hidráulico. De paso, descubrieron el principio de los vasos comunicantes e inventaron cosas como la jeringa y el sifón.
Era casi inevitable que en ese contexto los médicos del mundo grecorromano compararan la fisiología humana con las cisternas, los acueductos, las fuentes, los baños y albañales. En Alejandría, grandes fisiólogos como Herófilo y Erisístrato no encontraron mejor modelo para entender el sistema nervioso que los sistemas hidráulicos. Herófilodescubrió los ventrículos cerebrales y no vaciló en colocar el alma en uno de ellos. Muchos siglos más tarde, Descartes la alojaría en la glándula pineal, por la extraña razón de que era asimétrica.

El auge de las maquinas
Pasaron los siglos y, luego de las turbulencias animistas del Renacimiento, nació la ciencia moderna, dispuesta a demoler el modelo aristotélico. Las “causas finales” fueron reemplazadas por las causas “eficientes”. Ahora, los cuerpos ya no caían buscando su lugar natural, sino bajo la acción de una fuerza que actuaba a la manera de esas fuerzas que ejercía el artesano sobre sus materiales.
Galileo, Descartes, Stevin y finalmente Newton construyeron el nuevo paradigma “mecánico”, que explicaba satisfactoriamente los movimientos y resultaba aplicable de manera espectacular.
Si para los antiguos el cosmos había sido una suerte de organismo vivo, ahora todos comenzaron a pensarlo como una máquina. ¿Y cuál era la máquina más avanzada de entonces? El reloj mecánico, nacido con el péndulo de Galileo, que se convertiría en la máquina paradigmática desde el siglo XVII.
Boyle, que acababa de repudiar a la alquimia, proclamó que el cosmos era un gran reloj, al cual un dios relojero había dado cuerda y desde entonces marchaba solo. Un reloj tan delicado como los de Estrasburgo, dirán con más precisión Leibniz y Huygens.
A partir del siglo XVII, el paradigma mecánico ocupó todos los espacios, hasta el momento fatal en que tropezó con la electricidad y el magnetismo. Pero antes conoció sus extravagancias. Por ejemplo, la escuela “iatromecánica” de Borelli, empeñado en pesar a la gente y sus deyecciones para entender la fisiología. Descartes volvió a comparar el organismo con un sistema hidráulico, donde los nervios eran tuberías; los músculos y tendones eran resortes y palancas. Los “espíritus animales” eran el fluido que circulaba en el sistema y se arremolinaba en las cavidades cerebrales. Su funcionamiento era análogo al de un reloj o un molino hidráulico.
El mecanicismo invadió hasta la teoría política. En el Leviatán, Hobbes volvió a comparar el corazón con un resorte, los nervios con fibras y las articulaciones con ruedas. “El Estado –llegó a escribir– no es sino un autómata u hombre artificial, cuyos nexos artificiales son los magistrados, las recompensas y castigos son sus nervios, la riqueza su potencia”. Desde la portada del libro, un ominoso robot simbolizaba al Ogro Filantrópico.
Pasó el tiempo y aquellas máquinas fueron superadas, pero llegaron otras. Darwin y Wallace no vacilaron en comparar la acción de la selección natural con ese regulador de Watt que usaban las locomotoras. No han faltado críticos de Freud que propusieron ver al “aparato psíquico” como una suerte de sistema hidráulico o de máquina a vapor con fluidos bajo presión y oportunas válvulas de seguridad.
Junto con el mecanicismo teórico fue desapareciendo la metáfora mecánica, pero hasta hace poco todavía se decía que si alguien estabachiflado “le faltaba un tornillo”. Y todavía seguimos llamando “máquinas” a las computadoras, que de mecánico no tienen nada.

Las buenas ondas
El cerebro debe ser el órgano al cual más analogías técnicas se han adjudicado. Después de haber sido hidráulico y mecánico, cuando la medicina mecanicista fue reemplazada por la química, el crítico naturalista Hipólito Taine escribió en pleno siglo XIX que el cerebro era una glándula y el pensamiento, su secreción, del mismo modo que la bilis lo era del hígado. No faltaron los curanderos que se lanzaron a vender pócimas para la inteligencia.
Pero ya se habían comenzado a explorar esas misteriosas fuerzas que eran la electricidad y el magnetismo. En el electromagnetismo, los románticos alemanes creyeron encontrar un camino para superar el mecanicismo e inventaron la dialéctica: así como la energía se manifestaba como una tensión entre dos polos antagónicos, los conflictos explicaban el pensamiento, la sociedad y la historia.
El espiritismo y la teosofía, nacidos en ese marco teórico, también buscaron modelos “materialistas” e imaginaron la energía vital como una suerte de fluido gaseoso: el ectoplasma. Pronto se inclinaron por una concepción más dinámica. Era la “vibración”, un resabio de la teoría ondulatoria de la luz. El “cuerpo astral” estaba compuesto de “vibraciones” y todo el cosmos vibraba. Detrás de eso no había otra cosa que el éter de los físicos de entonces, concebido como soporte material de “vibraciones” como la luz o el sonido. Con el experimento de Michelson y la relatividad einsteiniana, el éter desapareció del lenguaje científico, pero siguió vivo en el folklore de las pseudociencias.
Actualmente, las “buenas” y “malas ondas” (una misteriosa “energía negativa”) han invadido el lenguaje cotidiano, con los sentidos más inesperados. La “energía” se ha vuelto un comodín universal. Mucho después de que los científicos abandonaran el vitalismo, abundan quienes se ofrecen para armonizar nuestra “bioenergía”. Se venden cristales y pirámides cargados de “energía” y se peregrina a ciertos power spots montañosos donde hay concentraciones de energía. Hasta Cecilia Bolocco, quizás inspirada en sus lecturas de autoayuda, habla de la energía del amor y de la energía del miedo...
Las cosas fueron tan lejos que un teórico de la new age como Fritjof Capra, que a veces recuerda que es físico, llegó a criticar estos abusos, observando que la energía no es una cosa sino “una pauta dinámica”.
Hoy, las pseudociencias parecen alimentarse de las teorías científicas descartadas y, a impulsos de la new age, plantean extrañas hibridaciones. La nueva “bioenergía” es una mélange de esa energía vital que sube por la médula en el Yoga Kundalini (análoga a los “espíritus animales” de que hablaba la medicina occidental hasta el siglo XVII) con el orgon de Wilhelm Reich. Este, a su vez, no es otra cosa que el “ectoplasma” de los espiritistas.
El imaginario tecnológico que impregna las pseudociencias también ha penetrado en el folklore. El mito ovni, el más exitoso de los mesianismos contemporáneos, es el mejor ejemplo. Pero hasta los monstruos de lasleyendas urbanas parecen haber abandonado el mundo sobrenatural para encarnar los temores del progreso. En lugares como Estados Unidos, donde el imaginario tecnológico es casi parte del ser nacional, abundan los monstruos mutantes. El increíble Hulk fue el único que llegó a la fama, pero detrás de él están las leyendas de mutantes producidos por la contaminación química o radioactiva: el Hombre Polilla de Virginia, el Hombre Verde de Pennsylvania o el Hombre Lagarto de Carolina del Sur. Esto sin contar los Hombres de Negro, híbridos de espionaje y ciencia ficción.

Ahora, la informatica
¿Cuál era la tecnología más portentosa a comienzos del siglo XX? La telefonía. Fue inevitable que durante un tiempo todos se lanzaran a comparar el sistema nervioso con una red telefónica, donde las neuronas eran bonitas telefonistas que ponían y sacaban clavijas de un tablero.
En los años 50, cuando ya había teóricos como Von Neumann y Wiener e ingenieros como Shannon y Weaver que inventaban ingeniosos robots homeostáticos, se comenzó a especular sobre la inteligencia artificial. En las famosas Conferencias Macy de Cibernética, Warren MacCulloch abrió las puertas al cambio de paradigma. Anunció que Taine había estado equivocado. “El cerebro no es una glándula –escribió–, el cerebro computa de la misma manera que las computadoras electrónicas calculan números”.
Desde entonces las cosas parecen haber ido mucho más lejos, porque hay gente como Frank Tipler, que imagina al cosmos evolucionando hasta convertirse en un vasto sistema virtual procesado por una computadora divina. Su colega John Barrow no vacila en afirmar que las leyes naturales pueden ser el software del cosmos, las condiciones iniciales del Big Bang su input y el mundo tal como lo conocemos, el producto de un inmenso proceso de cálculo. En palabras de John Wheeler, el cosmos sería “IT from BIT”, el desenvolvimiento de un maravilloso programa lógico. La pregunta borgeana sería: ¿quién nos está operando?
Prudentemente, Barrow concluye diciendo que “la imagen del universo como una computadora es la última concepción que hemos sido capaces de derivar de nuestros hábitos de pensamiento, aunque mañana podrá surgir otro paradigma. ¿Habrá algún concepto simple y profundo que esté detrás de la lógica tal como la lógica está detrás de la matemática y la computación?”
Los modelos y paradigmas son apenas metáforas que funcionan por un tiempo. Al fin y al cabo, el corazón se parece bastante a una bomba y el cerebro, a una computadora. ¿O será que la bomba y la computadora se parecen a un corazón o un cerebro?