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El
sueño de la razón
Por Pablo
Capanna
En una inquietante novela de
ciencia ficción (El sueño de hierro, 1972), Norman Spinrad
quiso llevar a cabo algo así como un experimento mental de paranoia
aplicada, que no todos entendieron. Se dice que el simple aleteo de una
mariposa puede llegar a provocar un tornado en el otro extremo del mundo.
En caso de que este principio se pudiera aplicar a la historia, un sistema
bastante más complejo que el clima, podríamos imaginar que
si un determinado individuo no hubiese estado en el lugar y el tiempo
que le tocaron vivir, las consecuencias de ese simple cambio podrían
haber cambiado el mundo hasta hacerlo irreconocible. En eso consistía
el experimento mental que se propuso hacer Spinrad.
Claro que el individuo elegido para el caso era un joven llamado Adolf
Hitler. En la novela, cansado de pasar penurias y pintar tristes acuarelas,
Hitler emigra a los Estados Unidos, como tantos otros europeos pobres
de entonces.
Sacado del contexto histórico que lo llevaría al poder,
el Hitler ficticio no llega a liderar nada. En cambio, se convierte en
un popular escritor de ciencia ficción y gana los mayores premios
con su novela El Señor de la Svástika. Luego se jubila y
muere de viejo, aunque al final se huele que algo parecido al nazismo
está por surgir, esta vez en Estados Unidos.
La novela escrita por Hitler es deliberadamente paranoica, aunque bastante
insidiosa. En la ficción, ha ocurrido una guerra nuclear que ha
llenado el mundo de mutantes deformes y perversos, llenos de odio hacia
los hombres normales. Hay que salvar la pureza de la especie humana masacrándolos
sin piedad, si se quiere evitar la extinción.
Aceptando esas premisas, hasta el genocidio termina resultando aceptable,
ya que apenas se trata de matar monstruos dañinos. Los enemigos
no son humanos, son engendros mutantes como decía Sledge
Hammer, aquel duro ridículo de la TV. Feric Jaggar,
el carnicero héroe de la novela, reproducía toda la carrera
del Hitler histórico y hasta acababa contaminando el cosmos, cuando
enviaba sus clones a las estrellas.
La locura resultaba tan persuasiva que terminó por mandar a terapia
a su propio autor. Spinrad, que es judío, explicó luego
que tuvo que desintoxicarse la mente porque durante un tiempo había
llegado a tener los sentimientos de un nazi.
Mutaciones descontroladas
Cuando Spinrad escribió su novela, la ciencia ficción
era humanista. En la nave Enterprise había un melting pot de razas
terrestres y extraterrestres, con una ideología bastante tolerante
y democrática, y hasta los enemigos Klingon terminaban por cooperar.
Pero las cosas cambiaron desde entonces. Con los gobiernos republicanos
volvieron los monstruos del espacio, los bichos malvados que deben ser
aniquilados y las crueldades que es preciso cometer para salvar a la especie.
Hoy hemos aprendido que, como cualquier otro género, la ciencia
ficción de cada época se hace eco de la ideología
del autor y del momento, lo cual en Estados Unidos se corresponde con
la alternancia entre demócratas y republicanos, que nos dio extraterrestres
benévolos como ET y monstruos perversos como Alien. Las cosas comenzaron
a complicarse cuando la ciencia ficción llegó a penetrar
tan a fondo en el imaginario cultural como para inspirar sus propios desvaríos.
La locura necesita motivos para escribir su libreto, y no es la primera
vez que se cometen aberraciones apoyándose en la religión,
el nacionalismo o la utopía; hoy comienzan a aparecer los locos
que asumieron los tópicos la ciencia ficción como verdades
y se creen autorizados a actuar conforme a ellos. Ahora que se han muerto
todas las ideologías menos el pensamiento único,
hasta los delirios inspirados por la ciencia ficción llegan a encontrar
un lugar.
Thomas S. Disch, un veterano escritor que a pesar de su compromiso afectivo
con el género siempre mantuvo cierta distancia crítica,
se ha encargado de reseñarlas. Su libro Los sueños de que
estamos hechos (1998), calurosamente elogiado por Harold Bloom, estudia
de qué manera la ciencia ficción fue conquistando el mundo.
Tampoco se olvida de los monstruos que puso en marcha, aunque generalmente
sin proponérselo.
La bomba de Oklahoma
Se sabe que Timothy McVeigh, el hombre que voló el Edificio
Federal de Oklahoma City y fue ejecutado hace meses, se inspiró
en una novela menor de ciencia ficción llamada Diarios de Turner,
que escribió en 1978 y editó por cuenta propia un aficionado
llamado William Pierce.
La novela era digna de aquel Hitler escritor que inventara Spinrad. Su
héroe, Earl Turner, es un architerrorista cuyos enemigos son los
periodistas, los jueces, los maestros, los políticos y toda la
clase media enemiga de la raza blanca. Turner comenzaba su
carrera matando negros y judíos, asesinaba a un sheriff para vengar
la muerte de un militante neonazi y hasta volaba el auto de un periodista
conservador que había repudiado el crimen. Luego formaba un grupo
llamado La Organización, que dinamitaba varios edificios y atacaba
con morteros el Capitolio de Washington. Por último, la Organización
llegaba a apoderarse de armamento nuclear, con el cual destruía
ciudades enteras. En el epílogo borraba del mapa a todo el continente
asiático, para garantizar la pureza racial en el planeta.
Gente como McVeigh nunca falta, y no siempre están internados.
Se diría que para desencadenar su locura hubiera podido recurrir
a ese o a cualquier otro libreto. Pero Disch no deja de mencionar un detalle
inquietante, que lo complica todo. La novela, que antes del atentado de
Oklahoma no circulaba en el mercado comercial y el propio McVeigh vendía
a cinco dólares, gracias a la publicidad que obtuvo en los medios
fue editada para el mercado masivo y alcanzó ventas importantes.
Charlie Manson
En 1969, Sharon Tate, la mujer de Roman Polanski, fue asesinada en
su casa de Los Angeles. El autor del sangriento crimen ritual fue un psicópata
llamado Charles Manson, que lideraba una banda de mujeres fanatizadas.
Con el tiempo, llegó a ser más famoso de lo que merecía
y su fama engendró a gente como Marilyn Manson.
Manson también reconocía haberse inspirado en una obra de
ciencia ficción, Forastero en tierra extraña (1961) de Robert
A. Heinlein, quien había imaginado a un mesías promiscuo
venido de Marte, que vivía rodeado de bellas mujeres y acostumbraba
deshacerse de los seres inferiores usando sus poderes mentales.
Por cierto que la responsabilidad del crimen no le cabía a Heinlein,
y la locura de Manson tenía otros ingredientes, pero los seguidores
del psicópata siguieron durante años celebrando el sacramento
del agua del mesías Valentine.
Heil Heinlein!
¿Quién era Heinlein? Robert Anson Heinlein (1907-1988)
nunca fue muy apreciado por los críticos, que siempre oscilaron
entre llamarlo conservador, polémico o
directamente fascista; pero el hecho es que fue el escritor
más popular y el más influyente de la ciencia ficción
norteamericana a lo largo de por lo menos medio siglo.
Ex oficial de Marina, inició su carrera política en 1938,
como candidato a legislador de un partido de izquierda liderado por Upton
Sinclair, pero pronto hizo un radical giro a la derecha. Su discípulo
Jerry Pournelle, hoy asociado con el político conservador Newt
Gingrich, también tuvo un pasado comunista.
En la novela Amos de títeres, de 1951, Heinlein ya imaginaba a
los invasores que se infiltran entre nosotros y es preciso matar a primera
vista, en una clara metáfora macartista que inspiraría más
de una serie de TV. En las convenciones de aficionados, defendía
la escalada nuclear y el derecho del ciudadano a portar armas. Su novela
Tropas del espacio, de 1959 (mucho más tarde llevada al cine como
Invasión por Paul Verhoeven), auspiciaba una sociedad militarizada,
donde los civiles no pueden votar ni gobernar, y narraba una guerra genocida
contra los malvados bichos extraterrestres. El detalle pintoresco
está en que el protagonista era porteño, se llamaba Rico
y entraba en acción cuando los bichos arrasaban la
ciudad de Buenos Aires.
En los 60, la respuesta de Heinlein a Martin Luther King y al movimiento
negro de los derechos civiles fue otra novela (El feudo de Farnham, 1964),
donde imaginaba un mundo futuro en el cual los negros esclavizaban a los
blancos y hasta llegaban a comérselos, no sin antes haber tratado
de mostrar las ventajas de una buena guerra nuclear para purificar a la
especie de inútiles e incapaces.
En la era de Reagan, Heinlein fue ideólogo y promotor del programa
de defensa estratégica conocido como Star Wars y escribió
panfletos separatistas en la línea política que luego asumirían
las milicias armadas de ultraderecha, al estilo de McVeigh.
Pero, pese a todo esto, conozco a muchos adictos a la ciencia ficción
que se negarán a calificarlo de fascista, o bien dirán que
no les importa. La razón es un misterio, porque aparte de que sus
libros entretienen, Heinlein escribiendo no es ni Mishima ni Ezra Pound;
es apenas un autoritario.
El manga envenenado
Por si a alguien le quedaban dudas de que la ciencia ficción
ha invadido al mundo, el 20 de mayo de 1995 Godzilla volvió a atacar
a Tokio. Ese día, los seguidores de una de las tantas pseudorreligiones
sincréticas llamada Suprema Verdad Aum soltaron el gas sarín
en varias estaciones del subterráneo de la capital nipona.
Unos años antes, y de no mediar las muertes reales que produjo,
cualquiera hubiera dicho que estaba presenciando un episodio de alguna
serie japonesa de dibujos animados, con robots samurais, niñas
llorosas y dragones apenas disfrazados de dinosaurios. Por si faltaba
algo, el arma química elegida era digna de la grotesca imaginación
de una pieza de grand guignol. Se trataba del sarín, un gas letal
inventado por los nazis y perfeccionado por el químico Eugenio
Berríos, bajo órdenes de Pinochet. Berríos había
dicho en 1978 que contaba con él para acabar con Buenos Aires en
dos horas: quizás estaría trabajando para los bichos
de Heinlein...
El gurú asesino era un hombre casi ciego que se llamaba Shoko Asahara.
Como todos los archivillanos de historieta que en el mundo han sido, aspiraba
nada menos que a dominar el mundo, empezando por Japón.
El emprendedor Asahara había comenzado su carrera dando cursos
de yoga y vendiendo remedios naturistas, pero ya había recorrido
un largo camino ycontaba con una considerable infraestructura política
y económica. Cuando fue detenido, planeaba poner sus propias fábricas
clandestinas de armamento biológico (sus químicos ya habían
experimentado con el ántrax y las botulinas) y en el largo plazo
contaba con hacerse de alguna bomba atómica para provocar el Apocalipsis
Ya.
Sus seguidores se habían formado leyendo aquellas historietas de
cyborgs y guerras galácticas que se conocen con el nombre de manga.
Sus enseñanzas aparecían en revistas de estilo New Age:
enseñaba a levitar, leer las mentes, viajar a otras dimensiones
y tener visión de rayos X, como Superman. Vendía unos cascos,
provistos de una pila de seis voltios, que supuestamente estimulaban los
poderes mentales.
Hasta aquí, el comic. Pero los estudiosos de la secta descubrieron
que Asahara había leído toda la serie Fundación de
Isaac Asimov y creía haber encontrado en esos libros la clave de
su visión apocalíptica.
Recordemos que Asimov se había inspirado en la decadencia y caída
del Imperio Romano, según Gibbon. En los libros de la saga, la
civilización entraba en una irresistible decadencia, pero surgía
una suerte de clero de científicos, la Fundación, que lograba
preservar el saber durante los siglos oscuros. Guiados por un genio llamado
Hari Seldon, los hombres de la Fundación se valían de una
nueva ciencia, la psicohistoria, que les permitía anticipar
y controlar los cambios.
El gurú Asahara, que también estaba convencido de que los
ovnis anunciaban la caída de la civilización, se identificaba
con Hari Seldon, y sólo aspiraba a provocar el apocalipsis, para
luego emprender la reconstrucción. Toda una profecía autocumplida.
Efectos no deseados
Bastante pesimista con respecto al futuro del género, Disch
no omite señalar la proliferación de fantasías militaristas
y racistas en la ciencia ficción actual. Por suerte no son las
únicas, a pesar de cierto agotamiento de la imaginación.
Aunque esto, por cierto, no es algo que afecte solamente al género.
Sería antojadizo responsabilizar a Asimov, que siempre fue consecuente
en su crítica de las pseudociencias, por los frutos que produjeron
algunas de sus obras en mentes enfermizas como la de Asahara. Aunque las
cosas resultan menos claras con respecto a Heinlein.
Es cierto que no puede culparse a Faraday por la silla eléctrica,
pero Faraday engendró a Edison, quien inventó y patentó
la silla eléctrica, y a los legisladores que la adoptaron, etcétera.
Sin habérselo propuesto, los escritores de ciencia ficción
de la primera mitad del siglo XX pusieron en circulación mitos
tan universales como el de los ovnis. Su interés por la psiónica
en los años 50 no fue ajena a la posterior proliferación
de videntes de toda laya, y la Cienciología nació en las
páginas de la principal revista del género.
Hasta sus creaciones más inofensivas, como la clásica serie
Star Trek y sus interminables suplementos, han terminado alimentando esa
tendencia posmoderna que es capaz de aferrarse a cualquier cosa con tal
de combatir la anomia. La industria del entretenimiento ha hecho lo suyo.
Los trekkies, los devotos de Star Trek, son un fenómeno mundial
que excede bastante al mundo de los adolescentes. Forman una red mundial
que ha encontrado su ideología en la ciencia ficción. Bastante
sensatos mientras no se trate de temas que atañen a su obsesión,
se congregan para rendir culto a Kirk y Spock, se visten con los pijamas
del Enterprise, hablan en Klingon, y en general no pasan de ser apenas
pintorescos. Pero la serie no ha dejado de producir efectos inesperados,
como libros de autoayuda y sistemas de selección de personal.
Los seguidores del predicador Hal Lindsay, que hace treinta años
viene anunciando una súbita transfiguración por la cual
seremos arrebatados alos cielos, han popularizado unas remeras
con la leyenda ¡Transpórtame, Señor!.
No eran otras las palabras a las cuales el bueno de Scotty respondía
teleportando a los tripulantes del Enterprise en peligro.
Dos consultores de empresas, Richard Raben e Hiyaguha Cohen, han montado
una tipología basada en los personajes de la serie, que permiten
determinar el perfil individual y el puesto al cual uno puede aspirar.
De manera que si usted es un analista del tipo Spock o un
guerrero Worf no puede aspirar a la gerencia, que está
reservada para los Kirk o los Picard. Y si no progresa, es porque anda
vestido como un romulano.
Habría que recordar que la ciencia ficción es un estimulante
de la imaginación, que puede llegar a desafiarnos con sus conjeturas.
Pero tomada en grandes dosis, produce no sólo adicción sino
hasta trastornos graves. Los paquetes de cigarrillos tienen una leyenda
que dice que fumar enferma, y en las películas se advierte que
todo parecido con la realidad es coincidencia. Proponemos, entonces, esta
leyenda para la ciencia ficción: Esto es fantasía.
Se desaconseja intentar aplicarla a la vida real.

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