MODA
Amelie Nothomb
es una escritora francesa que logró entrevistar, en Londres, a la célebre
y magnética diseñadora Vivienne Westwood. Tal como Nothomb había previsto,
el encuentro no fue fácil. Westwood se jacta de ser inentendible, es
políticamente incorrecta y trata a todo el mundo con un desdén encantador,
pero ligeramente insoportable.
Por Amelie
Nothomb
Está
segura que es ahí?, me pregunta con voz dubitativa el taxista
londinense, incapaz de creer que ese hangar de apariencia miserable
e insignificante contenga los ateliers y las oficinas de la célebre
Vivienne Westwood.
Es la dirección que me dieron, digo, nada convencida.
Entro en
el tugurio. La apariencia de la recepcionista me reconforta inmediatamente;
una criatura vestida con una especie de deshabillé terriblemente
sexy, con medias de sedas perladas y zapatos con tacos vertiginosos,
me mira apenas. No hay duda: estamos en lo de Vivienne Westwood.
Pido ver a la gran dama: tengo una entrevista. La recepcionista parece
encontrar en ese deseo el límite de lo inconveniente. Telefonea
a alguien que, por suerte, parece estar al tanto.
Un efebo encantador con un acento delicadamente extranjero viene a buscarme:
es Andreas Kronthaler, el joven marido de Vivienne Westwood, un estilista
austríaco, veinticinco años menor que ella. Me anuncia
que la gran sacerdotisa me espera. Estoy impresionada.
Me conduce a una habitación llena de una increíble mezcolanza
heteroclita. Una mujer está sentada sobre un alto sillón
de bar. Es ella.
Consciente de encontrarme frente a un monumento de la historia de la
moda, necesito de todo mi coraje para articular palabra, mientras que
ella apenas parece percibir mi presencia. Le dijo que vengo de Japón.
¿Japón? repite con indiferencia. Es
el país en el mundo en el que tengo más éxito.
Los jóvenes japoneses me veneran.
Mientras me explica interminablemente, en un inglés rápido,
indiferente y chic, el motivo de su triunfo nipón, yo examino
el encanto de Vivienne Westwood. Me la había imaginado vestida
como Cruella Deville: nada más lejos de la verdad. Llevaba una
camisa a cuadros de Belle des Champs, un cardigan austríaco verde
oliva, una pollera tubo ésa que antes había lanzado
verde pulpa de uva, medias verde manzana y zapatos de lana rojos con
motivos iraquíes. Sólo su peinado está a la altura
de lo que esperaba: sus cabellos, de un amarillo mango, están
frisados con tijeras de hierro y forman sobre su cabeza un casco de
bucles digno de Atenea. Su rostro impasible es el de una lady.
Si hay una cosa
que no se le puede reprochar a Vivienne Westwood, es la demagogia. Ella
no busca gustar, ni tampoco no gustar y cuando ella gusta o disgusta,
eso parece provocarle la misma indiferencia agradable, muy aristocrática.
Me explica sus ideas que son a la vez generosas y monstruosas, igualitarias
y snobs. Dice que el ambiente plutocrático le disgusta y que
se siente indignada por la miseria, afirma querer vestir a los ricos
como pobres y a los pobres como ricos, Robin Hood de la moda, pero dice
que lacultura popular es una contradicción de términos
y que nada bueno saldrá de la juventud actual.
Lo menos que se puede decir, es que ella no es politically correct.
De la punta de sus labios me administra una diatriba contra la actual
mediocracia. En cuanto golpean la puerta, se interrumpe.
Abrala, me ordena.
Lo hago y dejo pasar a un fox terrier.
Es Alexandra. Tiene seis años. Ocupa un gran lugar en mi
vida. Yo siempre me desplazo en moto y la transporto en el portaequipaje.
Alexandra logró lo que yo no pude: interrumpir a Vivienne Westwood
cuando ella habla. Andreas, el joven esposo, trae una bandeja con té.
Mientras le sirve a su mujer, de pronto me doy cuenta de algo asombroso:
Vivienne Westwood se parece a Tsen Hi, la terrible emperatriz china.
Tiene la misma estatura alta, el desdén amable, la sonrisa para
el joven favorito y hasta el maquillaje, pálido y estilizado,
las cejas verdaderas borradas del mapa para tener el placer de trazar
más alto dos abrazos abstractos. Siempre que no le agarre la
fantasía de hacerme decapitar al final de este encuentro.
La emperatriz
me habla ahora de religión (esa costumbre deplorable, origen
de todos los males de la humanidad), de literatura (mi mayor
pasión: sólo ella puede cambiar el mundo, ahí donde
la política no es capaz. Leo enormemente y si tuviera tiempo
crearía un salón literario), de los escritores que
le gustan (Aldous Huxley, Bertrand Russell, Anatole France, Gore Vidal,
etc.)
Espero con impaciencia que beba por fin un trago de té para poder
hacer una pregunta. Cuando lleva la taza a sus labios, le pregunto si
su fervor literario no le da ganas de escribir.
¿Escribir? dice ella. Ni lo piense. Hoy, hasta el último
chofer de taxis escribe. No querría comprometerme en una actividad
tan vulgar.
La que fue una consejera punk en la década de 1970, me habla
ahora de su nostalgia por los siglos anteriores, que le inspiraron algunas
de sus creaciones más famosas: la minicrinolina, el falso culo,
el corset, los tailleurs de dandy, las grandes camisas blancas románticas,
etc. Veo en ese pasado una escuela de rigor y de técnica.
Fue al omitir estos últimos que nuestra época se convirtió
en una era sin estilo.
Sobre la mesa, un florero de peonias ajadas le hubieran gustado a Oscar
Wilde. Está custodiado por una botella de Tabasco y de otros
objetos incongruentes. Todo aquí es a imagen de Vivien Westwood,
que es contradictoria hasta la punta de sus uñas. Ella crea vestidos
inspirados en Fragonard y se viste con un tapado de leopardo sintético
rosa. Dice tener horror por el underground, pero habla con nostalgia
de los años que pasó con Malcolm Mac Laren, el manager
de Sex Pistols.
Me pasea por sus ateliers donde pequeñas manos confeccionan maravillas
en géneros asombrosamente románticos. Paso la mitad
de mi tiempo aquí, dice.
Le anuncian la llegada de un modelo. Entra un bello hombre de sesenta
años que besa largamente la mano de la emperatriz.
¿Me hará desfilar nuevamente?, suplica.
Ya lo veremos, mi amigo, condesciende murmurando y olvidándolo
ya.
Sonrío ante esta escena. Vivienne Westwood no dice ser feminista,
pero lo es sin saberlo. ¿Acaso no invirtió los roles?
Normalmente son las jóvenes de dieciocho años las que
vienen a suplicarle a un creador de edad madura para que la haga desfilar.
Acá, es un hombre de sesenta años que viene a suplicarle
a una creadora de sesenta para que le dé trabajo. Tengo ganas
de aplaudir ante esta justa vuelta de las cosas.
Me habla ahora de su pasión por el teatro y la pintura clásica,
de su poco gusto por el cine (Jamás voy. Como la televisión,
como todo lo que es reciente, no tiene ningún interés),
de la boutique que va a abrir en Moscú, de su gran placer (quedarse
en su casa con su marido y un buen libro). Le dijo: Bien, me parece
que tuvo una buena vida.Sí. Es verdad.
Ya, siento que debo desaparecer. Sin duda hay que pasear a Alexandra.
Mi presencia ya no es deseable aquí, suponiendo que alguna vez
lo haya sido.
Con la sonrisa en los labios, me despido de la emperatriz.
¡Qué personaje sagrado!
