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PERSONAJES

La belleza perdurable

Charlotte Rampling, británica y nómade, vive sus 55 años con el estreno de su último largometraje, “Bajo la arena”, de François Ozon. Esta actriz icónica, que fue aquella ex prisionera enamorada de su ex verdugo en “Portero de noche”, regresa con todas las facultades de su enigmática belleza, intocada por ningún bisturí.

Por Moira Soto

Esos párpados pesados que nunca quiso aligerar mediante la cirugía han descendido y ya casi le llegan a la mitad del iris verdeazul de sus ojos, profundizando –si cabe– los secretos de su mirada. A los 55, Charlotte Rampling, un mito del cine sobre todo desde que trabajó con Visconti (La caída de los dioses, 1969) y más todavía desde que lo hizo con Liliana Cavani (Portero de noche, 1973), regresa a la cartelera porteña en el cenit de su personal belleza, sin planchados ni colágeno, desmintiendo aquello de que las mujeres maduras son rechazadas por la cámara. Y demostrando que cuando hay un director sensible a formas no convencionales de la hermosura, ciertas damas pueden resultar tan atractivas –o más– que cualquier Jack Nicholson, Harrison Ford o Gérard Depardieu, a los que se les permite arrugarse, perder pelo o engordar, y seguir siendo estelares. François Ozon, un joven (33) director francés con una valiosa filmografía a sus espaldas, es el responsable de que la divina Charlotte Rampling sea la protagonista absoluta del muy próximo estreno Bajo la arena. Ozon, lo reconoce, quería que Marie, su protagonista, fuese una mujer muy linda para poder flechar al público. Pero también deseaba “filmar la edad del personaje sin maquillaje ni artificios. Por eso, con la directora de fotografía, Jeanne Lapoirie, no utilizamos filtros. Yo buscaba filmar la belleza de las arrugas”.
Sin embargo, pese a su indiscutible star quality y a su intuición de actriz, por motivos no siempre claros, esta inglesa nacida en 1945, de tendencias nómades –acaso debidas a los continuos desplazamientos de su padre militar–, no desarrolló la carrera que se podía esperar de sus merecimientos. Una carrera en el nivel, digamos, de una Romy Schneider (¡que llegó apenas a los 44!) o de una Isabelle Huppert. Empero, los últimos años parecen estar compensando esos desniveles: sobre todo Bajo la arena ha devuelto a un lugar digno a esta intérprete atípica que, como la gran Judy Davis, pocas veces ha dado con un director a su medida.

Un largo y desigual camino
A los 15, Charlotte se creía rara, pero no bonita, y todo lo que quería era escapar de la disciplina y las prédicas paternas. Hizo un curso de secretariado, laburitos aquí y allá, “pero resulté de lo más incompetente. Es verdad, sólo quería tener dinero para viajar. Logré ir a Madrid, estudié un poco de español, me compré una guitarra y me fui al sur de España: seis meses muy divertidos de vida errante”. Cuando sobrevivir se le hizo difícil, la adolescente volvió a su país con la idea de trabajar de modelo: comentarios insistentes sobre su exótico atractivo la hicieron cambiar de idea con respecto a su aspecto. Así fue que se topó con el swinging London de Los Beatles y Mary Quant en su esplendor.
Tuvo la suerte de que Richard Lester le ofreciera un papel secundario en The Knack, and How to Get It (1965), un film de culto donde la mirada de Ch.R. empezó a rasgar la pantalla. Ahí se lanzaron agentes y productores aaconsejarle que, tanto para trabajar de modelo como de actriz, lo mejor que podía hacer era achicar esos párpados que enrarecían su expresión, que le daban un toque bizarro, fuera de los cánones aceptados. En suma, le decían que sus ojos de marco abotagado “no eran comerciales”. Felizmente, Charlotte resistió y esos ojos se convirtieron en su rasgo distintivo, su marca registrada, con su humedad marina ensombrecida, profundizada por párpados con un dejo oriental (“no he investigado, pero es posible que haya una pizca de Rusia en mis orígenes; adoro ese país, lo siento como un llamado lejano”, decía la actriz el año pasado a la revista Le Noveau Cinéma, a propósito de su elogiada actuación en La cérisaie, de Michael Cacoyannis, film basado en Chejov).
Cada vez más segura de su vocación de actriz, Rampling cursó en el Royal Court Theatre, participó en algunos programas de TV y, aunque recibió propuestas de teatro, prefirió abocarse al cine. En 1966, la joven actriz se destacó en Georgy Girl, de Silvio Narizzano, y todo hacía suponer que su carrera iba a despegar en forma ascendente, con roles a la altura de su magnetismo y de su evidente talento. Pero no: a falta de otra cosa, aceptó papelitos sin mayor relieve, hasta que apareció Luchino Visconti y le propuso (“como quien ofrece un diamante”) el rol de una aristócrata de Weimar en La caída de los dioses. En esas fechas, la actriz ya había perdido casi al mismo tiempo a su madre y a su hermana mayor. Un dolor intolerable que la llevó a una etapa de mucho bajón, desencanto y soledad. Viajó a Irán, Pakistán, Afganistán, estuvo un par de meses en un convento tibetano. Y volvió al mundanal ruido, a la actuación, pero “convencida de que jamás sería una estrella al uso, menos aún una mujer objeto”, según declaró en 1974 a la publicación brasileña Mais.
Una aceptable peli de terror, Asylum (1972), le sirvió de transición para encarar la inquietante Portero de noche, de Liliana Cavani, donde encarnó con osadía e inteligencia a una ex prisionera de campo de concentración que se reencuentra con su verdugo nazi (“una terrible historia de amor y de muerte; comprendí a ese personaje más por mi propia intuición que por las mínimas indicaciones de Liliana, que sabía lo que quería, pero estaba bloqueada para explicarlo”, comentó Ch.R. a Marie-Claire en 1976).
Antes de llegar en 1975 a dos policiales diversos pero valiosos que le sirvieron para que se la comparara con Lauren Bacall, Rampling pasó por la pretenciosa Zardoz (1973) de John Boorman. En La chair de l’orchidée fue un venenoso personaje de Hadley Chase releído por Patrice Chéreau, y en Farewell, my Lovely se hizo cargo de una enigmática mujer fatal de Raymond Chandler. En ese entonces, la bella declaraba a L’Express que no estaba dispuesta a convertirse “en la estrella magra del sadomaso”, por lo cual había rechazado el protagónico de Histoire d’O.
Para hacerla corta y dejarle lugar a Bajo la arena, vale consignar no sin pesar que Rampling –entre ballenas asesinas, algún Ripstein temprano, un taxi malva, cierto incorregible Lelouch– debió esperar hasta 1986 para enamorarse de un chimpancé en el notable film de Nagisha Oshima, Max, mon amour. Aunque no se conocen en nuestro país, las recientes realizaciones de Yann Oftley, Cacoyannis, Jonathan Nossiter, parecen haber devuelto a la actriz inglesa afincada en Francia, dos matrimonios y dos hijos, al sitio que siempre debió ocupar.

En el mar te quiero mucho más
Conviene mirar atentamente Bajo la arena desde las primeras imágenes: Marie (Rampling) y Jean (Bruno Crémer) parten de vacaciones en coche, se alternan para conducir. A ella se la ve serena, contenta; en él se advierte un fondo de melancolía. Se detienen en una estación de servicio, ella se retoca los labios en el baño, él estudia con desconfianza lamáquina expendedora de café. Llegan a la casa cerca del mar, él da una vuelta por el jardín, levanta una piedra grande y descubre un bicherío que se agita (como acaso sus propios demonios tras la aparente calma). Ella hace spaghetti, él come pensativo. Más tarde, Jean lee lo que encontró a mano mientras que Marie se observa las ojeras en el espejo... A la mañana siguiente van a la playa, él le pone bronceador a ella con masajito tierno, pero sigue tristón; ella no parece advertir ese malestar. El la invita –por última vez, pero, ¿cómo iba a saberlo ella?– a que la acompañe al mar. “Más tarde”, le responde y se queda tomando sol. Será nunca, porque pasa el tiempo y Jean no vuelve. Marie lo busca angustiada, pregunta a los escasos bañistas, nadie lo ha visto.
La mujer regresa a París, a sus amigos, a sus clases. En vez de llorar a moco tendido, elige la negación reconfortante: actuar en sociedad como si su marido estuviese de viaje, encontrarse con él –con su fantasma– y conversar, ser abrazada. Conoce a un tipo que la atrae y se excita con la fantasía de un ménage à trois (nada que ver con Doña Flor y sus dos maridos). Marie se resiste a las evidencias, habla con Jean, que es como discurrir consigo misma, y cuando se acuesta con Vincent –el candidato apetecible– se tienta de risa porque “le falta peso” (Jean tenía el físico rotundo de Bruno Crémer).
Empero, la negación de Marie es relativa: no por azar, a sus alumnos les lee fragmentos de Las olas, de Virginia Woolf, una escritora para quien el agua fue una obsesión permanente que culminó con su suicidio, los bolsillos cargados de piedras, en el río Ouse. Virginia, que escribió en su Diario: “Me he sumergido en el gran lago de la melancolía. (...) Sólo puedo mantenerme a flor de agua trabajando. Cuando dejo de hacerlo, me deslizo a lo más profundo”. Mientras que la Rhoda de Las olas decía: “Remo sobre mareas agitadas y cuando zozobre, nadie estará ahí para salvarme”. En algún lugar de su corazón, Marie intuye la posibilidad del suicidio de Jean; después de clase, se reúne con Vincent y le recita de memoria una de las cartas de despedida de Woolf antes de dejarse ahogar.
Marie va al supermercado y se escuchar cantar a Barbara su “Septiembre”: “Nunca el final del verano pareció tan bello (...) Pero debemos dejarnos aunque nos hayamos amado (...) Por el humo del cigarrillo mi amor se va, mi corazón cesa de latir”. Marie ha comenzado a despedirse, a simbolizar su duelo, pero aún le faltan la conmocionante visita a la madre de Jean (extraordinaria Andrée Tainsy, con ese aire a otra gran vieja, Marguerite Duras) y el reconocimiento del cadáver de su marido, tardíamente hallado. Hará un último intento de rebelarse antes de soltar, por fin, el llanto liberador. Pero ella necesita ver ese cuerpo maltrecho para despedirse de su fantasma.
Lo fascinante de Bajo la arena es que, aun conociendo previamente detalles argumentales y prestándole una atención alerta, el misterio, la ambigüedad permanecen. Gracias a François Ozon, director y guionista (con quien colaboraron tres mujeres: Emmanuelle Bernheim, Marina Devan y Marcia Romano). Y desde luego a Charlotte Rampling, a su belleza y elegancia aliadas a un talento decantado hasta la médula.