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ANTICIPO

La Bella Otero

Fue la reina del varieté en el cruce de los siglos XIX y XX. Desde la nada de un pueblo de Galicia en el que nació como Agustina Iglesias, emergió Carolina Otero, de ahí en más la Bella. Fue adorada por hombres como el duque de Albornoz o G. A. Eiffel, y tuvo intimidad con mujeres como Colette e Isadora Duncan. Pedro Orgambide tuvo la delicadeza de escribir su biografía novelada, de la que se rescata este fragmento, el que da cuenta de la pasión que la unió a Antoni Gaudí.

Por Pedro Orgambide

Antoni Gaudí i Cornet, el hombre que ayunaba en su cama, vestido y con los zapatos puestos, no podía dejar de pensar en la mujer que enloquecía a los catalanes con sólo cantar y moverse en un tabladillo de Barcelona. Sus amigos más cercanos, poetas y filósofos, parroquianos del Café Pelayo, abandonaban la lectura de Nietzsche y de Ruskin para ver y oír a la Bella Otero. Eso no lo sorprendió demasiado, ya que sus amigos eran volubles en cuestiones estéticas. “Frívolos”, pensó el ayunador, que continuaba un largo período de abstinencia, entregado al dibujo y la lectura de la Biblia. Mientras sus amigos se mezclaban en las manifestaciones anarquistas que agitaban a Cataluña, en tanto escribían sus arengas y manifiestos, él, Gaudí, permanecía en cama, acostado y con los zapatos puestos. Los frívolos, en fin, en vez de hacer la revolución que prometían, terminaban sus noches en el teatrito donde la Bella Otero los encandilaba. “El deseo encandila”, se dijo. Gaudí pensaba que había que estudiar la Edad Media “para extraerle el buen sentido y continuar el gótico, salvándolo de lo llameante”. Lo había escrito después de soñar con la Bella, a la que sólo había visto en el Café Pelayo. Dedujo que las curvas de la Bella Otero guardaban cierta correspondencia con las de sus dibujos, bocetos de su catedral. Así, lo sagrado y lo impúdico se unían en algún punto misterioso. Antoni Gaudí i Cornet trató de poner en orden sus ideas, en contrapunto con los impulsos de su instinto. Pechos como balcones, gárgolas, torres como agujas hacia el cielo, surgían por aquellos días en los dibujos de Gaudí. En la mesa, en las paredes de su cuarto, en el suelo, se desparramaban los bocetos de una catedral imaginaria, con sus ángeles de piedra. El hombre que ayunaba, el abstinente, el lector de la Biblia, volvió a pensar en la Bella Otero como la antípoda de lo apolíneo y lo geométrico, como un desborde de lo dionisíaco sobre la dictadura de la inteligencia. El cuerpo de la Bella Otero, sus ondulaciones, la presentida temperatura de su piel, eran, para Gaudí, como “el organismo clásico griego que se oponía al sistema teológico del gótico”. En algún punto –reflexionaba el ayunador– debían unirse, en una obra que todavía no había nacido, en la arquitectura que sólo vivía en su imaginación. Pensaba en eso cuando recibió la visita de quien iba a ser su mecenas: el conde Eusebi Güell.
El hombre parecía perturbado. Gaudí imaginó que lo agitaba alguna preocupación muy grande. Se lo veía inquieto, urgido por confesar aquello que lo obsedía. El conde, por lo general mesurado, esta vez hablaba de manera confusa, atropellada. El motivo de su desazón tenía nombre de mujer: la Bella Otero. La había visto y oído numerosas veces y seguía bajolos efectos de sus encantos. No se cansaba de elogiar su elegancia, la manera displicente de evitar la grosería de un público vulgar. El conde Eusebi Güell creía (no tená por qué dudarlo) en el noble origen de la cantante que entonaba estos versos que parecían retratar a la Bella:
Dicen que soy una alhaja
dicen que soy una joya
y dicen que me he escapado
de los tapices de Goya.
Sólo la pasión, que es insensata, podía unir la devoción de nobles, comerciantes, bohemios y anarquistas por esa mujer tan joven, que había ganado fama en poco tiempo. Sólo la pasión y cierto espíritu de cambio que se vivía en Cataluña a partir de la revolución industrial. Desde muy diferentes perspectivas, el noble Eusebi Güell y el anarquista Sergio Montiel, pianista de music-hall, podían compartir su admiración por la Bella Otero. “Cuídate de los poderosos”, le aconsejaba Sergio Montiel al observar la figura del conde en la puerta del teatro, quien esperaba a la joven cantante con su mejor sonrisa y un ramo de rosas.

El querido Eusebi fue el primer noble que conocí, el que me guió por un mundo de refinamiento. Quien accede a él, quien se acostumbra al lujo, termina por renegar de las penurias de la pobreza. Al menos, eso fue lo que me ocurrió a mí y lo que me reprochó Sergio Montiel, mi agnóstico ángel de la guarda. Con el conde aprendí las leyes del buen gusto y a permanecer alerta ante lo bello. Fue mi Cicerone y en cierto modo mi lazarillo, ya que hasta entonces yo había permanecido ciega frente a ciertas obras a las que acceden los que tienen tiempo para el ocio. Con el conde todo parecía fácil, familiar. Sabía disimular mi ignorancia. Se lo agradecí. Gracias a Eusebi no me sentí una intrusa ni en los museos ni en los salones de la aristocracia, a los que accedí junto a él. Cuando el coche echaba a andar, pasábamos frente a la Casa Vicenc, en la calle de las Carolinas. Entonces el conde, que era un joven muy culto, me explicaba que ésa era una obra de su amigo Gaudí. “¡Fíjate lo armoniosa que es y, a la vez, qué heterodoxa! Se nota la influencia del estilo mudéjar. ¡Y mira, mujer, qué bien se lleva el ladrillo con el mosaico policromo y el hierro forjado!” A mí me era difícil entender por qué un conde se entusiasmaba de ese modo con la arquitectura de una casa de Barcelona. En todo caso, me hubiera parecido más lógico que hablara de lujosos palacios, con grandes jardines y salones. Pero los aristócratas, se sabe, son seres extraños. El lo era de manera superlativa. Se interesaba en la vida de los artistas y respetaba el trabajo de los artesanos, de la gente laboriosa. En cambio, no ocultaba su menosprecio por la gente de su clase, por los aristócratas ociosos. Juro que me desconcertaba. Por un lado, se esmeraba en enseñarme los rituales y, por otro, juzgaba superfluo el ceremonial de la nobleza. Gracias a Eusebi, me familiaricé con los nombres y las historias de los príncipes de Europa. Llegué a creer que yo pertenecía a esas familias, las que por entonces dominaban el mundo. El joven conde aplaudía mis progresos. Un día me sorprendió con el regalo de un brillante.

Yo sentía mi vida dividida en dos: por las noches era la cantante y bailarina de teatro de varieté y en las madrugadas la amante de un noble. Durante el día dormía y después ensayaba para la función. Sólo algunas veces iba al Café Pelayo, acompañada por Sergio Montiel. Creo que yo no quería confesar que deseaba encontrar a Gaudí. No había podido olvidar el brillo de sus ojos, su mirada que parecía desnudarme. Hoy puedo pensar en eso sin temor y sin culpa, pero entonces (no había cumplido veinte años todavía) esa sola idea me atormentaba, porque deseaba ser fiel a mi amante. Juro que era así, aunque hoy nadie lo crea, sobre todo esos tontos que han escrito historias de la Bella Otero. Nadie diga que miento. Guardo aún en un cofre las cartas que me escribió el querido Eusebi, junto a los dibujos de Gaudí. Dicen que esos dibujos valen una fortuna, pero no pienso venderlos. Ambos me celaron sin razón, ambos creyeron que les pertenecía. No sospecharon que nadie pertenece a nadie y que, lo mismo que el mar, una es distinta cada vez, en cada ola de deseo. Pero no hablo más. ¿A quién le importa lo que yo sentía en ese tiempo? Estaba deslumbrada por la delicadeza, por los modales del conde Eusebi Güell. Lo de Gaudí es otro asunto: tiene que ver con los extravíos de la inteligencia.

Fue el conde quien me pidió que lo acompañara a la casa de Gaudí. Como de costumbre, su amigo estaba recostado en la cama, vestido y con los zapatos puestos. Cuando el conde nos presentó, Gaudí fingió no conocerme. Es posible que esa pequeña complicidad iniciara lo que después el conde Güell llamó nuestra traición. Como todo hombre, podía sufrir más con la deslealtad de un amigo que con la infidelidad de una mujer. Es algo que he comprobado en mi larga vida. Tal vez por eso los hombres parecen tan frágiles y conmovedores. Siempre tienen que estar haciendo algo para convencerse de que están en el mundo. Por aquel tiempo Gaudí soñaba con construir su catedral. Gaudí quería hacerla en homenaje a la Sagrada Familia, pero sin fondos de la Iglesia. “Con la ayuda de Dios me basta”, decía omnipotente. “De Dios y de Matamala”, agregaba riéndose. Llorenc Matamala, en ese entonces de veintinueve años, sería el encargado de las esculturas del templo. Gaudí se lo decía al conde, hablando con él como si yo no existiera. Pero no me engañaba. Ese es un ardid de los intelectuales. Ellos hablan como si lo único que les importara fueran sólo las ideas, pero en realidad están pensando en llevarse a la cama a quien escucha. Los conozco; los he frecuentado durante años. Esa noche, los tres fuimos a comer a un restaurante y ambos se mostraron encantadores. Esa noche Gaudí abandonó su estudiada pobreza y se portó como un dandi. Vestía un gabán corto, de color beige, botas altas, un corbatín de seda. En medio de la charla y de los vinos, deslizó, al pasar, una inquietante invitación: que yo posara para algunas esculturas que se emplazarían en la catedral que pensaba construir.

Una gracia de caritat per l’amor de Deu...
Todavía me parece oír la voz de la mendiga al pasar por la iglesia, rumbo a la casa de Gaudí. Yo me sentía orgullosa por servir de modelo para algunas esculturas de la catedral de la Sagrada Familia. Si bien las esculturas las haría el joven Matamala, los dibujos iniciales, los bocetos, corrían por cuenta de Gaudí. Me lo explicó, como distraído. Yo debía posar y obedecer y quedarme quieta. “Lo contrario de lo que haces por las noches”, me dijo. Intuí cierta burla, pero preferí pasarla por alto. Muchas veces los hombres actúan así, con torpeza, para ocultar su turbación. Y yo sabía que lo perturbaba. Lo vi dibujar las torrescampanarias de la catedral, los símbolos del ángel, del toro, del león y del águila. Se volvió hacia mí y puso un manto sobre mi cabeza y yo no supe si dibujaba a María Magdalena o a la Virgen María, pero sentí una emoción muy grande y recordé a Celestino, buscándome, tembloroso, en el confesionario. Ahora Gaudí dibujaba la Capilla de la Penitencia y los cuatro obeliscos que representaban los puntos cardinales, a los que imaginé –¡Dios me perdone!– como falos gigantescos. Me reí tontamente. Era una niña aún.

No recuerdo en qué momento el abstinente dejó su penitencia. Yo iba a su estudio y posaba durante horas, pero no podía quedarme quieta como las modelos profesionales y me movía apenas cubierta con una manta, sabiendo que Gaudí estaba mirándome. “Buscona –me dije–, soy una buscona.” Yo nosé si Gaudí deseaba vivir como un anacoreta o si exigía al máximo su castidad, sólo para sentir voluptuosamente su derrota. Porque de pronto (no puedo precisar el día, la hora en que ocurrió) él me quitó la manta y comenzó a besar mis piernas y a besarme por dentro. Yo ardía y buscaba saciar su sed, alimentada durante meses. Como en la tienda de don Sebastián, yo estaba rodeada de figuras sagradas, de ángeles y santos. Igual que allí, creía renacer en la selva húmeda del paraíso terrenal. Pude creer que Gaudí modelaba mi cuerpo, que me sentía como la materia palpitante que deseaba apresar en la arquitectura. Pero a la vez, sentí que él era un esclavo del deseo que yo le despertaba y que luchaba conmigo en la oscuridad del estudio como quien lucha con su propio demonio.