INTERNACIONALES
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una
mujer ahí |
Carmen María
Argibay es la jueza argentina que integrará el Tribunal Internacional
de Naciones Unidas que juzga los crímenes de guerra en la ex Yugoslavia.
En la designación de esta mujer de 62 años, que se define como una jueza
garantista en pleno auge del discurso “mano dura”, pesó tanto su trayectoria
como su compromiso en la lucha por los derechos de la mujeres, de un
lado y otro, de los estrados judiciales.
Por Marta
Dillon
Buena parte
de la agitación que hormiguea en los pasillos del Palacio de
Justicia se detiene en el sexto piso, el último, donde el sol
se atreve a visitar los pasillos que dan a los patios internos. Un magro
consuelo para los familiares de los detenidos que suelen pasar largas
horas esperando para verlos pasar, esposados, hacia alguno de los despachos
o salas de audiencia. Es que a esa altura de los Tribunales llegan los
casos penales en su última etapa, la del juicio oral. Y allí
está el despacho de Carmen María Argibay, la jueza argentina
que integrará el Tribunal Internacional de Naciones Unidas que
juzga los crímenes de guerra en la ex Yugoslavia.
Es una mujer sencilla, de gustos refinados. Al menos es lo que se puede
decir de quien en la misma hora de charla es capaz de hablar con el
idioma de la cárcel mientras fuma sin intervalos, recordar composiciones
de música clásica y confesarse fiel lectora del Times
y del Herald, los únicos diarios que lee, pero de los que no
puede prescindir. Si alguien hubiera delineado alguna vez los inevitables
de la moda judicial seguramente hubiera descripto a la doctora Argibay:
trajecitos en la gama del gris, camisas arremangadas por encima de las
muñecas, una buena profusión de medallas de oro, los anteojos
colgando de alguna elegante tirita que no les permite huir más
allá del pecho si no fuera así, no los volvería
a encontrar y un estilo de pelo corto y cómodo, para no
estar perdiendo demasiado tiempo frente al espejo por las mañanas.
Evidentemente esta mujer nunca se detuvo más de lo necesario
a pensar en estas menudencias, pero las pocas poquísimas,
sobre todo en el fuero penal mujeres juezas que hay en nuestro
país parecen haber llegado a un acuerdo tácito sobre la
comodidad en la ropa de trabajo. Argibay es una mujer de trabajo que
ingresó a Tribunales hace más de cuarenta años
y que ahora escucha con tristeza la protesta de los empleados judiciales
que se cuela desde la calle por las amplias ventanas de su despacho.
Sin embargo, para ella todavía es época de festejo. A
más de un mes de su designación como juez ad litem para
casos particulares del Tribunal Internacional de La Haya, todavía
sigue recibiendo merecidos llamados de felicitación. Ella misma
apenas puede creer la forma en que se resolvió su candidatura
para integrar ese Tribunal que la contará como miembro efectivo
desde enero del 2002. Me habían pedido que viajara en septiembre,
pero es imposible: prometí a mi madre que la llevaría
a conocer sus bisnietas alemanas, hijas de una sobrina mía. Y
aunque a sus 91 años está muy bien, el tiempo no espera,
no puedo dejar pasar la oportunidad. Siempre vivió con
su mamá, una eximia pianista que todavía acaricia las
teclas en el piso que comparten las dos en Recoleta.
En realidad fui yo misma quien se presentó ante el Ministerio
de Justicia para saber si habían candidateado a alguien más
para esa Corte yresultó que no, que no era parte de sus urgencias.
Ella se propuso, presentó sus antecedentes, sus cartas de recomendación
de distintas organizaciones del mundo, sus ganas y, a pesar de que le
habían advertido que nadie gana el puesto en la primera ronda
de votación de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el
12 de junio, sin dudarlo, 127 países le dieron su acuerdo. Le
sobraron votos, algo que todavía le cuesta creer y para lo que,
dice, no tiene explicaciones. Pero haber presidido la Asociación
Mundial de Mujeres Jueces entre 1999 y el 2000 era un antecedente ineludible,
además de su trayectoria y de su compromiso en la lucha por los
derechos de las mujeres.
Fue en Tokio donde Argibay supo de la posibilidad de integrar la Corte
Internacional que ahora incluye a los delitos sexuales como crímenes
de guerra. Había estado allí el año pasado por
invitación de Organizaciones no Gubernamentales que formaron
un tribunal simbólico para juzgar crímenes de guerra cometidos
por el ejército japonés durante la Segunda Guerra Mundial.
El hecho es que los juzgados de ese país estaban rechazando
las demandas de las sobrevivientes, que eran poquitas. Digo las
porque se trataba de mujeres que necesitaron muchos años para
poder denunciar la explotación sexual que sufrieron y que entendieron
que la violación no era parte de lo que siempre sucede en las
guerras sino un delito grave. Me interesó mucho el tema porque
nunca se había investigado. Las denunciantes eran mujeres de
nueve países del sudeste asiático invadidos durante la
guerra. Durante tres días de largas audiencias, Argibay
escuchó los testimonios de quienes durante 55 años no
se habían atrevido a hablar, no las entendían o
no las escuchaban, ellas mismas se sentían culpables, como suele
suceder en general con las víctimas de violación.
Algunas de las responsables de la organización de ese tribunal
fueron quienes insistieron sobre su idoneidad para integrar la Corte
de La Haya, mujeres como Gabrielle Kirk Mac Donald que había
trabajado en la fiscalía de Carla del Ponte, la misma que ahora
acusa a Slobodan Milosevic, Rhonda Copeland de la Universidad
de Nueva York o Patricia ViseurSeller, todas de reconocida trayectoria
internacional. El problema era que no sabíamos si la Argentina
ya se había decidido por otro profesional, en ese caso Canadá
se había ofrecido a presentar mi candidatura como juez extranjero,
ya que cada país puede presentar un candidato nativo y otro de
otro país. No hizo falta: Argibay no encontró competidores
en el país y ella es una de las 27 mujeres jueces que integrarán
la Corte que juzgará los crímenes de guerra cometidos
en la ex Yugoslavia, una realidad que esta jueza de 62 años conoce
por los diarios, pero está dispuesta a escuchar e informarse
todo lo que sea necesario.
La cárcel
desde adentro
Como integrante del Tribunal Oral Nº 2, el que dejará
cuando asuma sus responsabilidades
internacionales,
esta jueza se define sin dudarlo: Con toda seguridad soy una jueza
garantista y además voy a defender toda mi vida que nuestra función
es la de defender las garantías constitucionales. Carmen
Argibay sabe que el mote de garantista alude en nuestro país
a cierto pensamiento progresista dentro de la Justicia, que en épocas
en que el discurso de la mano dura se cae de la boca de
muchos gobernantes hasta parece sentar una sospecha sobre el tratamiento
complaciente hacia quienes cometen delitos. Pero, para ella, ser garantista
no es más que una definición del rol de los jueces. Nosotros
somos quienes resolvemos en un conflicto que interesa a la sociedad,
porque de un lado tenemos a un acusador público que representa
al Estado y se trata de delitos que afectan la vida social. Del otro,
a un ciudadano en situación delictual. Nuestra misión
específica es velar para que se respeten todas las garantías
porque siempre las personas están en inferioridad de condiciones
con respecto a los poderes del Estado. ¿Yquiénes están
para defender a los ciudadanos, a los habitantes de un territorio? Nosotros,
los jueces. Eso significa ser garantista, significa tratar como inocente
a cualquier acusado hasta que el fiscal demuestre lo contrario. El tema
de la mano dura, el aumento de las penas que tanto se pide, no tiene
nada que ver con esto.
¿Usted cree que endurecer la legislación en materia
penal, aumentar las penas para ciertos delitos, puede ayudar a que éstos
se cometan menos?
Voy a dar un ejemplo que ponemos en la facultad cuando damos Derecho
Penal y se trata la pena de muerte. Es una discusión que siempre
se da aun cuando en nuestro país su aplicación sea imposible,
porque una vez firmado el pacto de San José de Costa Rica, después
de habérsele dado carácter constitucional no se lo puede
contradecir. Y allí dice claramente que los países firmantes
que tuvieran la pena de muerte tienen que tender a abolirla y que quienes
no la tienen no la pueden implementar. Pero el ejemplo al que se hacía
referencia es materia de estudio: hubo una época en Inglaterra
en que se impuso la pena de muerte para los pick pocket -descuidistas
o arrebatadores y las ejecuciones en la horca se hacían
públicamente como medida ejemplificadora. Una verdadera muchedumbre
asistía a las plazas públicas cuando esto sucedía,
y entre ellos, por supuesto, muchos pick pocket que aprovechaban el
amontonamiento. Evidentemente no tenía sentido, y es así
porque el sujeto que está en situación de delito cree
que nunca lo van a agarrar. En muchos casos ni siquiera sabe cuál
es la pena que le corresponde porque, aunque la ley se presuma conocida
por todos, es una ficción jurídica.
Usted menciona tratados internacionales de carácter constitucional
que, sin embargo, siguen en contradicción con ciertas leyes anteriores,
¿Cómo se resuelve esto en la práctica?
Sucede que el Código de Procedimientos con que nos manejamos
toma como base uno del año 1939 y de hecho todos los días
estamos declarando inconstitucionales una serie de artículos
y leyes contradictorias. Esto deja a criterio de los tribunales un montón
de decisiones que no deberían ser así y que sientan contradicciones
en la jurisprudencia. Se supone que para eso están la casación
y la Corte Suprema, pero...
Argibay no quiere terminar la frase, deja ese suspenso para que se lo
interprete de la misma manera que ella se enfrenta a esos espacios en
blanco que dejan las contradicciones del sistema legal en el que se
habituó a manejarse desde el año 1959. Entonces fue cuando
ingresó en Tribunales mientras estudiaba, como empleada meritoria,
creyendo firmemente que era la mejor manera de aprender. Cuando
me recibí, creí que sería bueno ejercer la profesión
para conocer el otro lado de las cosas, siempre con preferencia en el
fuero penal. Por un lado me gustó porque me permitía desarrollar
la imaginación en la elaboración de la defensa. Pero por
otro lado era muy tonta para cobrar y eso es un problema serio porque
de pronto una se encuentra con que no puede afrontar sus obligaciones
cotidianas. Y volvió a lo seguro en el año 66,
se inscribió para ser secretaria y sintió en carne propia
una discriminación que muchas mujeres en la Justicia niegan.
Sé perfectamente cada vez que me discriminaron, primero
porque los ascensos tardan más de lo acostumbrado; recuerdo un
juzgado en que el titular decía siempre que yo era su mano derecha,
pero al momento de nombrar secretario eligió a un hombre. Y cuando
se llega a un cargo hay que estar rindiendo examen todo el tiempo. Eso
es discriminación. Después de haber pasado por juzgados
de instrucción y de menores, Argibay fue nombrada como secretaria
de Superintendencia de Cámara, cargo en el que, dice, armé
mucho lío. Ella era quien debía revisar los nombramientos,
los puntajes, los escalafones y una serie de cuestiones administrativas
en las que encontró demasiados rastros de corrupción que
quiso corregir. Tal vez porque se presencia era molesta o por propia
insistencia, porque a Argibay la aburren enormementelas cuestiones
administrativas, le tocó, en 1975, ocupar la vacante que
se había producido en la Secretaría General de la Cámara
del Crimen. Me duró poco, la madrugada del 24 de marzo
de 1976 tiraron abajo la puerta de mi casa y me llevaron detenida a
disposición del Poder Ejecutivo. Durante nueve meses conocí
la cárcel por dentro, ya no como visitante, rol en el que había
ido muchas veces, estaba presa y nunca supe por qué.
El otro lado
Salió de la cárcel el 22 de diciembre de 1976, sin
saber por qué había entrado y con un preinfarto en su
historia clínica. No quiso irse del país, no hubiera sabido
cómo sobrevivir fronteras afuera. No tuvo ningún otro
contacto con la dictadura, salvo el engorroso trámite de sacar
su pasaporte que durante largos meses le fue negado, sin explicaciones.
Volvió al ejercicio de la profesión, tomando casos que
le pasaban algunos amigos, sin más expectativas que sobrevivir.
Con la vuelta de la democracia llegó también la vuelta
a Tribunales, le ofrecieron un puesto como jueza de Cámara que
ella, en principio, rechazó. Yo estuve en la cárcel,
sé lo que es eso y me va a costar demasiado condenar a alguien
a estar allí. Pero esa razón que ella creía
una contra fue el dato a favor que le permitió ser la primera
mujer en la historia de la Cámara del Crimen. Después
hubo otras tres. Nada más.
Esa notoria diferencia, esa discriminación cotidiana y
larvada que muchas veces pasa desapercibida, fue la que la impulsó
a organizar en 1993 la Asociación Argentina de Mujeres juezas
como una rama de la Asociación Internacional. De las diez
locas que nos juntábamos, la Asociación fue creciendo
hasta poner en la agenda judicial a los derechos humanos y a toda forma
de discriminación contra la mujer como un tema ineludible. Así
creció la Asociación Internacional que la contó
como presidenta durante dos años.
Argibay está segura de que frente a delitos sexuales o de violencia
doméstica las mujeres tienen otra visión, una que compromete
a su propio cuerpo, a su propia historia. Y es esa mirada particular
la que se buscó incluir en el Tribunal Internacional de la Haya
que juzgará lo actuado por los ejércitos en la ex Yugoslavia,
cuando los delitos sexuales son considerados crímenes de guerra.
Este tipo de delitos son planificados y se ejercen para generar
temor: las mujeres son repudiadas y marginadas en sus comunidades. Esto
es tan viejo como el mundo, agredir a las mujeres, apropiárselas
es una forma de humillar al enemigo. Y las consecuencias son mucho más
graves de lo que se puede pensar. En Tokio fue muy impresionante escuchar
a las mujeres decir no nos vamos a callar 50 años,
porque ellas rompen el silencio y no se pueden eludir sus palabras.
Ahora en Yugoslavia ha habido condenas contra militares por esclavitud
sexual de mujeres secuestradas en operativos de guerra. Yo sé
que puede ser duro escuchar esos testimonios, llegar a las condenas.
Pero la verdad es que me gusta aceptar desafíos.
