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Futurama
La solución de todos los problemas de la literatura
argentina
Por Jorge Baron Biza
Me contaron que en algunos diccionarios, enciclopedias y otros repertorios
de escritores argentinos figuran libros que nunca existieron. Se filtraron:
es imposible que los recopiladores verifiquen cada una de las obras que
los autores se atribuyen.
Estos chismes me llegan por lo general con aire de rechazo moral. Sin
embargo, creo que nos encontramos frente a la gran solución de
los problemas de la literatura nacional.
Cada vez que hablo con un editor, en algún momento de la charla
se pone la mano en la frente y exclama: ¡Estoy hasta aquí
de originales! Tengo un cuarto lleno. Todo el mundo escribe, con
el mismo tono con que algunas maestras se quejan porque tienen muchos
alumnos. Con demasiada frecuencia me encuentro con abogados, economistas,
militares, políticos, profesoras de gimnasia, ex cualquier cosa,
poetas de los de amor con temblor, empresarios
con éxito, argentinos que pelearon en la Guerra del Golfo (¿pero
existió?), pintoras con casa en balneario paquete. A todos les
brillan los ojos cuando ven la posibilidad de ser escritores. Lo sé
muy bien porque yo mismo les escribí algunos de sus libros. El
único que no me pagó fue el empresario; pero la pintora
gastó más -.mucho más en el cóctel de
presentación que en su escritor fantasma. Nosotros, los fantasmas,
tenemos que cuidarnos muchos si queremos seguir trabajando: te piden que
describas en el libro cómo engañaron sin piedad a su rival,
pero sienten pánico ante la más remota posibilidad de que
se descubra que no son escritores.
Trato de disuadir a los escritores que no son escritores: les muestro
las últimas liquidaciones de mi editor, las radiografías
de mi columna, les hablo de que hay que dar la cara, de las burlas si
las cosas salen mal, del ninguneo si las cosas salen bien. Todo en vano:
quieren tener su libro. Nada los detiene. Dos hectáreas de bosque
en Canadá, Misiones o Finlandia tiemblan ante la determinación
de cada una de esas miradas. Las agujas de los pinos se erizan mientras
alguien con influencias revisa su agenda soñando con una reseña
en los diarios de gran tirada.
También hablo con los libreros: demasiados títulos,
dónde los voy a exhibir, y al mes siguiente otra oleada, no hay
tiempo de comercializar bien ni de que funcione el boca a boca.
En la redacción del diario para el cual trabajo hay un ropero lleno
de libros que esperan ser comentados en las cada vez menos páginas
dedicadas a la cultura. Detrás de cada uno de esos ejemplares acecha
una persona habitualmente amable, hasta inteligente quizá, que
se convertirá en una harpía de persecución personal
si no le publican la reseña. No hablemos de reseñas desfavorables,
porque eso casi no existe en la Argentina. Como buen país mafioso,
la más leve insinuación de que después de la página
cuatro el libro sufre una operación alquímica que lo transforma
en plomo, la sospecha de que el autor no es un genio total, la falta de
convicción de que esa pueda no ser una de las cumbres de las letras
nacionales, son todas excelentes razones para que el autor llame al secretario
de redacción y le cuente que a su periodista cultural lo vieron
la otra tarde salir de un cabaret. La corte es la antesala de la mafia.
A cada mes que pasa, estos enemigos se van sumando. Muchos se conocen
entre sí y van estrechando redes y combinando operaciones cada
vez más complejas y sutiles. En pocos años, el periodista
cultural es una Virgen de Lippi entre los gladiadores, una cebra con los
colores de Ñewells en un campo de toros carnívoros.
A esta altura el lector ya sabrá cuál es la gran solución
que propongo. En lugar de cubrir de vergüenza a los autores que se
inventan algún librito por ahí, cubrámoslos de gloria.
Son buenas almas que no atormentan a editores, ni libreros, ni reseñadores.
Sus ficciones no atiborran camiones de reparto, ni depósitos, ni
estantes de librerías. Gracias a sus pacíficas ficciones
los bosques del mundo respiran aliviados. Hemos llegado a una nueva categoría
de héroe, tan enonda con la historia de su tiempo como el héroe
kantiano lo estaba con el romanticismo por venir: hoy tenemos el héroe
que no ha hecho nada.
Tampoco debemos despreciar los méritos específicamente literarios
de su trabajo. Está la idea de la coherencia. La profesora de gimnasia
no puede atribuirse Cómo ganar una fortuna en tres meses (a costa
de no pagar a los escritores). Eso queda para empresarios y editores.
No, ella está en el negocio de perder; tiene que inventarse algo
del estilo Cómo perder todo en tres meses. Los lacanianos son expertos
titulando. Una obra maestra sería Delirio, comunicación
y simultaneidad, en la que el primer término pone el paroxismo,
el segundo la nota intelectual actualizada y el tercero el misterio que
nos hace abrir el librito: nos encontraríamos con un estudio sobre
los efectos de la televisión en unos chicos, observados primero
aisladamente y después en grupo. Otras obras maestras que nunca
fueron escritas: La expropiación fluida de la intimidad. Orificios
y equilibrio. Los sociólogos tampoco lo hacen mal: Asco: la mancha
en el trasfondo de las sociedades impotentes. Reciencito se han sumado
también los estetas: La tecnología del Assemblage como expresión
de la différance, o El Cyborg en la representación del infinito.
Frente al refrito, el plagio, el afano -.o como dicen ahora, la apropiación,
propongo el libro nunca escrito. Habrá que hacer algunos ajustes
en el campo literario. Dar becas y premios por no haber escrito un libro.
Si se tienen en cuenta las horas que se ahorrarán editores, reseñadores,
libreros y lectores, podría instituirse algún derecho de
noautor, estimado por la DGI sobre la base de horas ahorradas por esas
categorías más expuestas al diluvio de las letras.
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