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Cacciari presidente

EL DIOS QUE BAILA
Massimo Cacciari
trad. Virginia Gallo
Paidós
Buenos Aires, 2000
168 págs. $ 12

Por Diego Bentibegna

La tarea más difícil y urgente de la actual reflexión estética es la de construir un discurso alternativo con respecto a los que hegemonizaron el panorama filosófico (al menos en Europa) durante la segunda mitad del siglo XX, es decir, una estética diferenciada de la hermenéutica de cuño heideggeriano, por un lado, y de los formalismos analíticos, estructurales y semiológicos, por el otro. De alguna manera, estos discursos hegemónicos se construyeron a partir de una enorme paradoja. En efecto, tanto para la hermenéutica como para la semiótica lo crucial estaba puesto en la definición del arte, en el desciframiento del objeto estético, sea como “apertura del ser” (en la estela de Heidegger), sea como conjunto de procedimientos específicos (en la estela del formalismo ruso). Sin embargo, estas teorías intentaban dar constancia de un objeto que la modernidad misma (romanticismo, simbolismo, vanguardia, medios) había puesto en crisis, una esfera fragmentada cuya inmanencia, hoy, es algo absolutamente del pasado.
Después del estallido del arte, una teoría estética realmente contemporánea debería dar cuenta de la especificidad (si tal cosa fuera posible) del objeto estético, pero también de las complejas y peligrosas relaciones entre arte, política e historia que su fragmentación ha puesto en evidencia.
Para Massimo Cacciari (1944) –profesor de Estética en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia, ex diputado por el Partido Comunista en el Parlamento italiano, ex alcalde (hasta 1999) de la ciudad adriática por una coalición de socialistas, comunistas y ecologistas y uno de los pensadores ineludibles de la nueva Europa (ahí están la Geofilosofia dell’Europa y El Archipiélago, recientemente publicado en castellano por Eudeba, para confirmarlo)–, esa exploración es, antes que nada, un gesto reflexivo que coincide con el utópico regreso a un inicio que siempre permanece como impensado. En efecto, hacer filosofía, parecería afirmar Cacciari, consiste esencialmente en internarse en el complejo tejido de decisiones (decidir, en el sentido etimológico de recortar, determinar, distinguir, discernir, es uno de los conceptos centrales del filósofo veneciano) que están en el fondo de nociones constitutivas de Occidente, como “arte”, “política” o “religión”.
Pensamiento del inicio, la filosofía es, antes que nada, un trabajo de mostración (¿Wittgenstein?) y de descomposición (¿Derrida?), un destejer las solidificaciones de sentido para llegar a un punto en el que lo que percibimos es la fluidez permanente y angustiante de lo real. En este marco, los seis ensayos de Cacciari reunidos en este libro y publicados en medios franceses entre 1981 y 1992 se internan en la definición de arte en los dos planteos fundantes, decisivos, de la tradición estética occidental: la definición platónica del arte como mímesis y la postulación hegeliana de la “muerte del arte”.
En los tres primeros artículos, Cacciari plantea una problematización política del arte en términos de poiesis. Para ello interroga la condena platónica del arte como mímesis de la mimesis, es decir, la concepción del arte como técnica (tejné) específica cargada de una peligrosidad originaria que está en la base de la expulsión de los poetas de la república platónica. En efecto, el arte es un hacer del delirio, una manía, una reproducción de una reproducción, una imagen de una imagen y una apertura a lo otro. De ahí las tensiones irreductibles y constitutivas del hacer estético con respecto a los otros tipos de prácticas no sólo toleradas por la polis (y por el filósofo, que es su custodio) sino consustanciales con ésta.
Un segundo conjunto de artículos analizan la formación de una teoría del arte en el ámbito de la Kultur germánica del siglo XIX y de la primera mitad del XX, a la que el ahora riquísimo Nordeste italiano, con Venecia y Trieste como epicentros, no ha sido en absoluto ajeno. Cacciari, que abordó de manera sistemática en Krisis (1976) y Dello Steinhof (1980) este período, vuelve a recorrerlo en El dios que baila, desde las póstumas Lecciones de Estética de Hegel hasta las vanguardias, pasando por Schopenhauer, Nietzsche (suya es la frase que da título al libro), Wagner y Rilke. De singular belleza es el ensayo “Los mensajeros silenciosos”, en el que la determinación de las relaciones entre música, narración y silencio (y Cacciari no es extraño a los avatares de la música moderna: en 1986 tuvo a su cargo la selección y cuidado de los textos de uno de los fragmentos musicales ineludibles del siglo XX, el Prometeo, tragedia dell’ascolto de Luigi Nono, también él veneciano, de la Giudecca) ocupa un lugar central.
Interrogar estas formas de pensar el arte es un modo de posicionarse políticamente en el extraño panorama estético de estos últimos años. De hecho, a lo largo de El dios que baila se va construyendo una noción de arte que admite ser leída en términos de analogía con esa Europa pensada por Cacciari desde su archipiélago veneciano, desde esa enigmática y morosa zona de la Mitteleuropa, en el límite de la Comunidad y a un paso de los Balcanes, en donde las contradicciones (Oriente/Occidente, sacro/profano, arte/turismo de masas, tierra/laguna, Wagner/Stravinski, Pound/ Brodski) nunca dan pie a una superación dialéctica ni a una conciliación trascendental. Venecia como sinécdoque de Europa, como una Viena pequeña y acuosa; el arte, como lugar en el que se elaboran, se reflexionan, se mediatizan las contradicciones, como territorio en el que acontece un permanente abrirse a nuevas formas de decir, donde el hostis, lo ajeno (y no hay arte sin alteración, sin lo “angélico”, como afirma Cacciari en El ángel necesario), nunca deja de ser, en el fondo, el otro, el extraño, el hostil. Es en esta hostilidad de lo estético, en este trabajo sobre las aporías, sobre la disonancia, donde radican la condena, las expulsiones, la incómoda politicidad del arte.

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