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Por estos días se cumplieron veinticinco años de la muerte de Agatha Christie, la mítica creadora de novelas policiales y la segunda autora más vendida en toda la historia de la humanidad (sólo superada por la Biblia).

 

por Dolores Graña

 

 

 

Nada hacía suponer que Miss Agatha Mary Clarissa Miller aparecería en letras de molde más que tres veces en su vida: con motivo de su nacimiento, su casamiento y su muerte. Ésos habrían sido los únicos acontecimientos merecedores de la atención pública en toda su vida, teniendo en cuenta las reglas de la sociedad de la que provenía su padre banquero (la misma que describía Edith Wharton en La edad de la inocencia, Nueva York en 1870) y las que se suponía que Agatha cumpliría sin esfuerzo desde su nacimiento en 1890, dictadas por su madre inglesa en la propiedad eduardiana de comienzos de siglo.
Como correspondía, Agatha y su hermana fueron educadas privadamente en la residencia familiar de Torquay por una serie de tutores que no lograron enseñarles más que lo que las niñas estaban dispuestas a aprender (matemática y música, en el caso de miss Agatha) y luego enviadas al continente a una serie de pensionados con el objetivo de aprender un idioma, preferentemente el francés. Alrededor de los dieciocho años, esa instrucción terminaba con una serie de bailes, excursiones, picnics y demás intercambios sociales con el propósito velado, pero férreo de que consiguieran marido, a quien se trasladaría el fardo de terminar de educarlas en todo aquello que fuera necesario.
Madge siguió ese camino sin problemas y comenzó a recomendárselo a su hermana menor con todo el fervor que suele producir el éxito temprano. Pero a Agatha no le llovían las propuestas, y la mera garúa que lograba recolectar era tan inadecuada a los estándares familiares que su hermana y su madre comenzaron a denominar Esposo de Agatha a cualquier adefesio que circulara por la región.
Hasta que miss Agatha enfermó. No tan gravemente como para aflojarle las bridas a sus biógrafos, pero lo suficiente como para aburrirse soberanamente en la cama. Agatha demostró que podía escribir sonetos lo suficientemente decentes como para ser exhibidos en los círculos más íntimos. Si no hubiera sido porque su padre murió tempranamente, dejando a su familia en una situación incómoda por lo estrecha, su madre y su abuela hubieran encargado una tirada reducida de esos poemas –así como de los cuentos que envió sin éxito a distintas editoriales– para regalar a sus amistades. Sólo uno de esos relatos mereció una respuesta: “Lea a De Quincey”, decía la escueta nota a vuelta de correo.

La marca de fábrica Justo antes de que empezara la Primera Guerra, Agatha se comprometió con un amigo de la familia con el que rompió al conocer a Archie Christie (quien sí se convirtió en su esposo, precisamente porque quedaba fuera de la categoría Esposo de Agatha). Mientras esperaba el armisticio, se enroló como enfermera voluntaria y ascendió rápidamente en las filas a medida que demostraba la sangre fría, la voluntad y la sensatez que comenzaban a flaquear en todas esas señoritas que habían sospechado que el hobbie sólo duraría hasta la presentación de la colección de la temporada 14-15. Miss Agatha recuerda en sus memorias: “Madge y yo tuvimos por aquellos días una conversación que fructificaría más adelante. Habíamos leído una novela policíaca. Creo que era El misterio del cuarto amarillo de Gastón Leroux, que acababa de publicarse. Entusiasmada, dije que me gustaría escribir un policial. No creo que seas capaz, dijo mi hermana. Me gustaría probar, respondí yo. Te apuesto a que no lo logras”.
Dos años después la enfermera voluntaria fue transferida a un dispensario, en el que no tenía mucho más que hacer que evitar envenenar a alguien por descuido y escapar de los jefes que le presentaban ampollas de curare e insinuaciones igualmente peligrosas. Mientras esperaba las periódicas postales de su marido –postales de la Real Fuerza Aérea que ya venían con los casilleros correspondientes a “Estoy bien” y “Estoy en el hospital” (la tercera opción recaía necesariamente en otros), Agatha Christie (neé Miller) se aburría soberanamente de nuevo. Para tener manos y tiempo ocupados en otra cosa que el tejido (después de todo recién estamos en 1917), decidió probarle a su hermana que sí podía escribir una novela policíaca. En 1965, cuando ya había escrito todas sus novelas por lo menos dos veces, recordaba el génesis de esa epopeya de un sólo hombre. Todo el asunto, como siempre en Agatha Christie (y quizá esa sea una de las razones por las que se resiste a los extremos fervorosos) es una cuestión de sentido común desprovisto de toda gracia literaria. “En el dispensario podía hacer lo que quisiera, salvo irme. Como me hallaba rodeada de venenos, lo más natural fue escoger el envenenamiento como método ideal. Me dediqué a imaginar los personajes. Se trataría de un asesinato íntimo, todo ocurriría en familia. Por supuesto, tendría que haber un detective: por aquellas fechas estaba muy influenciada por Sherlock Holmes. Me acordé de nuestros refugiados belgas. ¿Por qué no hacer que nuestro detective fuera belga? Había toda clase de refugiados. ¿Qué tal un oficial de policía jubilado –aquí sí que cometí una gran equivocación: mi detective debería rondar ahora los cien años–? Sería un inspector meticuloso, muy ordenado. Un hombrecito al que le gustaban más los objetos cuadrados que los redondos. Necesitaba un nombre ampuloso, como los que abundaban en la familia Holmes. ¿Qué tal Hércules? Sería un hombre pequeño con un gran nombre. El apellido era más difícil y no recuerdo cómo lo obtuve. Pero pegaba bien con Hércules: Hércules Poirot. Estupendo. Pensé de nuevo en los otros personajes. ¿A quién asesinarían? Un marido a su esposa era el tipo más común de asesinato. Podía, por supuesto, escoger un tipo de asesinato infrecuente, pero eso, desde el punto de vista artístico, no me atraía. Lo fundamental en un buen relato policíaco era que el criminal tuviera un motivo obvio, pero que al mismo tiempo, por alguna razón, no resultara tan obvio y que, además, pareciera que no habría podido hacerlo, aunque, por supuesto, fuera realmente el asesino. En ese punto me invadió la confusión, así que hice un par de frascos más de loción hipoclorosa”.
El hombre de la multiplicidad de células grises apareció por primera vez en El misterioso caso de Styles (1920), con sus características completas: debilidad por los chocolates, las revelaciones dramáticas y las mujeres bellas e inocentes (pero aún más por las irremediablemente culpables), un odio ciego a los franceses (a quienes les gustaría imputárselo), un perro faldero en Hastings, el inevitable colaborador sin luces aquejado de todas las debilidades estoicas británicas (quien por economía narrativa, resulta casado y despachado sin mayores ceremonias a la Argentina), y los contornos rotundos y epicúreos –lo sabríamos luego, por las versiones cinematográficas– de Peter Ustinov.
Todo lo que se reconoce como “novela de Agatha Christie” está allí: la casa apartada en el campo, la media docena de invitados de características, extracción y ocupación heterogénea (dentro de los límites que la nobleza y la burguesía acomodada imponían), un cadáver. Desayuno, almuerzo, cena, charla, café. Puertas que se cierran en el medio de la noche. Poirot, que lo sabe todo, y Hastings, que sabe aún menos que nosotros, que nunca descubriremos nada que Agatha Christie, la señora del dispensario, no quiera que descubramos.

Lógica del misterio “Nunca describo la consecuencia lógica de mis historias. Un cadáver. Una vida perdida. Eso es tema de otros”. Para los otros, entonces, quedan esas cosas. Por ejemplo, el asesinato por placer, masivo o público. O la sangre. Ninguno de los cientos de cadáveres de Agatha Christie ha cometido jamás el desatino de dejar huellas fisiológicas de su existencia anterior como ser humano en la escena del crimen. Porque su verdadera función no es ser un ser humano sino algo susceptible de convertirse en cadáver. O, en términos-Christie, en una víctima. Sin embargo, la víctima nunca es importante por sí misma: es la prueba del delito, la mácula en una existencia que debe ser prístina. Nadie extraña a la víctima porque nunca nadie exactamente quién es, asícomo los personajes (descontando a los detectives) sólo son lo que indica ese desafortunado efecto del éxito literario, la Guía para el Lector: “multimillonario, financista, marido de la anterior”, etc. Los personajes de Agatha Christie son sólo abstracciones, meras x cuyo sentido depende de una formulación pseudo-lógica: una suerte de máquina divina de impartición de culpa, justicia y orden.
Lo que importa de la víctima, su razón de existir (en realidad, de dejar de hacerlo) es establecer la figura del inocente. Así como los implicados en el caso responden hasta cierto punto a arquetipos melodramáticos reunidos por el artilugio del cuarto cerrado (que puede ser un barco, un tren o una casa de campo), la importancia de la inocencia, en el sentido más abarcador del término, termina fagocitando los perfiles psicológicos, los rasgos de estilo y cualquier cosa que se interponga en su camino. Por eso, los cadáveres son entidades casi inmateriales, meros presupuestos lógicos que ni al resto de los personajes les importan demasiado, salvo en relación al grado de inocencia que puedan sostener. Una cuestión de proximidad casi física (¿dónde estaba usted en ese momento?) que va en aumento hasta amenazar con mancharlos a todos, como un agente de contaminación “moral”. Porque, hasta el final, nadie es “el inocente acusado injustamente” en las novelas de Agatha Christie. La inocencia en la sociedad idealmente victoriana en la que se desarrollan sus novelas (verdaderamente victoriana en el sentido de que es una elección puramente personal y no el signo de los tiempos) se vuelve un imperativo paranoico.

Crímenes y pecados Pero está claro que los salones de la burguesía de sus libros no son el lugar apropiado para la ejecución de una obra de arte como las que propugnaba De Quincey. Hay algo eminentemente vanidoso y turbulento, extremo, en la idea de un verdadero artista del mal, como el Moriarty de Conan Doyle (eso es lo que quizá descubrió Christie leyendo a De Quincey), alguien cuya sola existencia amenaza torcer el curso de la historia: alguien con sentido estético. El asesinato nunca permite atisbar la existencia del mal en las novelas de Agatha Christie. Esto es: el mal en estado puro, palpable, inmotivado y exterior al comportamiento humano: el Mal. Su perfección, por el contrario, tiene que ver con la transformación del asesinato en una actividad puramente cerebral, algo capaz de ser jugado en el living de casa, y con menos esfuerzo que tirar los dados. Algo que sucede siempre por las mismas razones e invariablemente, y algo de lo que no debemos preocuparnos sino disfrutar desde los sillones. Una actividad de la vida civilizada en el Imperio. El orden debe ser preservado a toda costa, pero tampoco se verá afectado en la más mínima medida porque uno de los invitados a una casa de campo decida eliminar a alguien que le impide obtener o conservar lo que desea. Es simplemente que ese tipo de cosas no pueden permitirse por principio. El crimen es un comportamiento que se paga con la horca. Si alguien decide o necesita incurrir en comportamientos criminales, no habrá forma de que pueda evitar el merecido castigo. Por eso, los gritos y desmayos, las reacciones histéricas y ofendidas, las emociones, pertenecen casi exclusivamente a los culpables, en esos típicos finales de tertulia de Agatha Christie. “Cuando empecé a escribir novelas policíacas no era mi intención pensar seriamente sobre el crimen. Una novela de este tipo era el relato de una persecución, una historia con moraleja y, en definitiva, una narración que se atenía a las normas de la moral tradicional. En aquella época, el agente del mal no era un héroe. Aún no nos habíamos adentrado en los oscuros caminos de la psicología y yo, como cualquiera que escribiera o leyera libros, estaba en contra del criminal y a favor de la víctima inocente. Porque quien importa es el inocente, no el culpable”.

Las fatigas de una dama A pesar de todo, la pila de notas de rechazo de las editoriales se amontonaban. Dos años y quince editoriales después, finalmente, una casa londinense decidía aceptar el manuscrito de AgathaChristie, no sin antes aconsejarle que mejorara la trama porque era demasiado “débil”. La novela fue un éxito instantáneo, pero el contrato de Agatha Christie apenas le dejó una ganancia de diez libras, que subieron a cincuenta con la siguiente, El misterioso señor Brown (1922), escrita para financiar la mudanza a un departamento en Londres junto a su marido y a su hija. Asesinato en el campo de golf (1923) fue escrita como sofisticada venganza frente a su condición de “viuda del golf” en un country club que no podía pagar; El hombre del traje marrón (1924) es el único caso en el que Christie utilizó a un personaje real como punto de partida para un villano (el jefe de su marido, y sólo porque él mismo se lo ordenó). Todas las novelas de Agatha Christie parecían surgir de circunstancias cotidianas y nada inusuales, sobre las que la señora de la casa construía un mecanismo de relojería que procedía a desarmar con parsimonia frente a sus lectores, luego de dejarlos probar un rato largo hasta que se dieran cuenta de que no tenían la solución del enigma a su alcance. Y sus lectores probaron ser tan estúpidos –y tan felices de que se los pusiera en evidencia como tales– como esperaban los editores.
Después de dos años, Christie decidió probar algo nuevo: contar la novela desde el punto de vista del asesino. Es, por supuesto, El asesinato de Roger Ackroyd (1926), probablemente una de sus cinco mejores novelas. Y una gran novela de misterio de cualquier autor. Pero la perfección artesanal de la narración (porque así se la consideraba, una “artesana de un oficio honesto”) fue opacada por uno de los pocos misterios que le quedan a la literatura.
La infidelidad Ese mismo año, Agatha Christie desapareció sin dejar rastro, poco después de que su marido golfista le anunció que pensaba dejarla por otra. La dama desaparece. Durante once días, más de diez mil personas la buscaron por toda Inglaterra y terminaron dándola por muerta. Scotland Yard ni siquiera pudo arriesgar cómo ni dónde había sucedido el deceso (dos cuestiones claves a la hora de firmar asesinatos) pero decidió arrestar al marido adúltero y golfista. Fue la encargada de un hotel de un balneario la que llamó a la policía para informar que entre sus clientes se encontraba una mujer muy parecida a la foto que publicaban los diarios. Agatha Christie se había registrado en el hotel bajo el nombre de Theresa Neale –la Otra–, y seguía con fruición las últimas novedades del extraño caso de la novelista desaparecida. No recordaba nada. La policía concluyó –tan rápidamente como cuando la había dado por muerta– que todo se debía a un episodio de amnesia temporaria, a causa de una crisis de nervios.
Agatha Christie –que quizá armó todo el caso de Scotland Yard con la rapidez y displicencia de un trabajo por encargo y mal pago– nunca volvió a hablar del tema. Desde la mejor campaña de publicidad de la historia -Roger Ackroyd fue su primera novela con nueva editorial y contrato suculento– hasta la puesta en práctica de sus artimañas artesanales, todas las teorías que intentaron explicar qué hizo Agatha Christie durante esos once días perdidos han fracasado miserablemente. Nadie se ha puesto de acuerdo siquiera en si la duquesa de la muerte (como prefería que la llamaran los lectores) fue la víctima o el victimario en ese crimen perfecto. Ése crimen que Hércules Poirot siempre sostuvo que no se podía cometer jamás. Hasta que, claro, lo hizo él mismo, en la siempre magnífica y crepuscular Telón (1975).

Señora de nadie Durante los años siguientes, se dedicó a viajar por Oriente, divorciarse del golfista pero robarle el apellido, casarse con un arqueólogo especializado en Ur y Nínive una docena de años mayor (que ciertamente entraba en la categoría de Esposo de Agatha) y escribir una novela todos los años, entre las cuales se encuentran algunas de sus más famosas, y con motivos: Testigo de cargo (1933), Asesinato en el Orient Express (1934), Muerte en el Nilo/Poirot en Egipto (1937) y Diez negritos (1939). En 1932 hizo su aparición Miss Jane Marple, la rival eterna dePoirot en la adoración de sus lectores. Recuerda Christie en su mejor tono de viejecita diabólica á la Marple: “La señorita Marple entró tan calladamente a mi vida que apenas advertí su llegada. Miss Marple no es en modo alguno un retrato de mi abuela, es una solterona mucho más demandante. Pero hay una cosa que sí tiene en común con ella: siempre espera lo peor de todo y de todos. Y siempre tiene razón”. Al poco tiempo comenzó a adaptar sus novelas para teatro y radio, después de que la coartada infalible de Roger Ackroyd se convirtiera en un éxito. Luego comenzó a escribir específicamente para teatro, 17 piezas en total (La ratonera, una versión remozada de Tres ratones ciegos, viene representándose ininterrumpidamente en el mismo teatro londinense desde 1952. Los derechos para cine están vendidos desde esa época, pero el contrato especifica que la película sólo puede filmarse seis meses después de que la obra baje de cartel). Sin contar, por supuesto, los centenares de adaptaciones, versiones, homenajes y plagios para cine, esos whodunit que Alfred Hitchcock anatemizaba por dentro y por fuera de sus películas y que el público corría a ver. Tanto como lo haría ahora, 93 novelas después.
“Lo más agradable de la escritura, cuando ya se había convertido en un trabajo del que me habría escapado si hubiera sabido hacer otra cosa, era lo que se relacionaba directamente con el dinero. Esto estimulaba mucho mi producción. Me decía a mí misma: Me gustaría derribar el invernadero y hacer en su lugar una galería en la que podamos sentarnos. ¿Cuánto costaría? Hacía mis cálculos y me iba a la máquina de escribir. A su debido tiempo escribía la novela y ya tenía mi galería”. Agatha Christie podría haber techado el planeta entero a esa altura (ya convertida en multimillonaria y en santo y seña de lectores furtivos y furiosos alrededor del mundo hasta su muerte, en 1976), pero siguió escribiendo en tiendas de campaña en las excavaciones de su marido alrededor de la Mesopotamia, regalándole derechos de sus libros a familia y amigos, viajando por todo el mundo y convirtiéndose progresivamente en esa mujer que todos sus lectores, en algún recóndito lugar de su mente, creen que es en realidad una corporación algo sobrenatural.

Almendras amargas, Ltd. Si se lo piensa un poco, es muy probable que Agatha Christie haya sido la única beneficiaria de un pacto mefistofélico. Y sus resultados, bastante menos inocuos de lo que parece. Al instalar el asesinato en las prácticas usuales de la vida civilizada –dentro de la cual, efectivamente, una vida más o menos da exactamente lo mismo que otra– y convertirlo en un juego mental que se juega por sobre el nivel de los mortales, sus novelas consiguen instalar una suerte de mundo paralelo sancionado únicamente por el conteo de células grises de Poirot. La moraleja en la que insistía Christie podría no ser necesariamente de índole moral. El asesino pierde, no porque sea “el villano”, sino porque se equivoca, porque es menos inteligente que sus cazadores. Si no se es mejor que los detectives, más vale dedicarse a la inocencia, y si se tiene mala suerte, a ser la pelota necesaria para el juego: la víctima. Después de todo, la única persona que ha vendido más libros que Agatha Christie ha sido Dios. Y en ambos casos la cuestión es la misma. El precio de la soberbia es la Caída. O la horca, como prefería llamarla Miss Agatha.

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