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Todo escritor es judío

Edmond Jabés. Del desierto al libro
Entrevista con Marcel Cohen
trad. Ana Carrazón Atienza y Carmen Dominique Sánchez Trotta
Madrid, 2000
168 págs. $ 12,50

Por Guillermo Saccomanno

El desierto es el vacío de la página en blanco, una metáfora de la existencia. A su vez, la existencia es exilio y busca de una tierra prometida que se encuentra en el libro. En hebreo, uno de los nombres de Dios es hamakon, que significa “lugar”. Dios, entonces, es el lugar, al igual que el libro. Esta idea, que recorre toda la obra de Edmond Jabés, se cifra en un planteo extremo: todo escritor, del mismo modo que los judíos antes de la consolidación del Estado de Israel, es un judío. Quien quiera encontrar en esta proposición ideológica una defensa del sionismo se verá defraudado. Porque si algo defiende Jabés es su condición de extranjero perpetuo, proponiéndose como “un extranjero con un libro de pequeño formato bajo el libro”. La tierra de un escritor, sostiene Jabés, es el libro. Sin embargo su obra, que parece conformar siempre el mismo libro, abocado a la memoria, está lejos de ser contenida en un pequeño formato.
Procedente de una familia judía francófona, con nacionalidad italiana a pesar de no haber vivido nunca en Italia, Jabés nació en El Cairo en 1912, se educó en colegios franceses, luchó contra el fascismo, se exilió en tiempos de Nasser en Francia y murió en París en 1991. Hay un hecho que signa de modo traumático su nacimiento: fue inscrito dos días antes. Jabés le otorgará a este suceso una trascendencia determinante de su escritura. La anécdota, en sí misma banal, le demuestra lo arbitrario del nacimiento: “¿Cuándo nacemos?”, se pregunta. “¿Cuándo abandonamos la muerte de la cual venimos? ¿Nacemos en el instante en que rompemos a llorar o, más razonablemente, en el momento en que los padres eligen para nosotros un nombre?”
Hay, pues, algo más en juego: la relación entre el nombre, la palabra y aquello que designa. En este sentido, la obra de Jabés indaga en el lenguaje buscando un más allá de las palabras y las cosas. “El hombre está permanentemente frente a la muerte. Es en relación con la muerte como se expresa. Incluso añadiría que expresarse no es posible más que a través de ella”, dice Jabés. “La muerte es el espacio blanco que separa los vocablos (a Jabés le gusta hablar de vocablos) y los hace inteligibles, es el silencio que hace audible la palabra oral. Por eso el blanco es tan temible en una página”.
Casi desconocido en nuestro idioma, aun cuando en España se ha editado El libro de las preguntas y, en nuestro país, se difundieron textos suyos en distintas revistas (Diario de poesía, Confines), Jabés pareciera estar destinado a ser un poeta para unos pocos iniciados. Aunque denominarlo “poeta” es ingresar súbitamente en un equívoco. Escritor, quizá, sería más ambiguo y acertado a un mismo tiempo. Sus textos responden a la forma de la poesía, pero a la vez comparten una intención narrativa. El aforismo, el diálogo, la retórica rabínica, la exploración del doble sentido, la palabra arrojada a un campo minado de polivalencias, esquirlas de imágenes, constituyen las señas de identidad de su escritura. En todo caso, lo que construye su escritura es lo fragmentario: “Lo que me reconfortaría es que mis libros siguiesen suscitando inquietud”, dice Jabés. “No pienso que mis libros sean ilegibles. No pienso que sean oscuros. Sólo se vuelven ilegibles si se busca en ellos una certeza. Si por ilegibles se entiende irrecuperables, efectivamente su legilibilidadestá en el fragmento, pero al enfrentarse los fragmentos sin cesar, la formación del sentido se ve, efectivamente, pospuesta indefinidamente. Es por lo que son, en un aspecto, irrecuperables”.
Esta problemática tiene antecedentes. Uno es Adorno y su pregunta crucial: ¿Cómo escribir después de Auschwitz? Gunther Grass intentó una respuesta, proponiendo el empleo de una poética del ascetismo que se traduciría en un “lenguaje dañado”. La pregunta de Adorno reverbera en la escritura de Jabés: su bellísimo y cuestionador Libro de las preguntas procura, siempre de manera fragmentaria, narrar la historia de dos amantes marcados por los campos de exterminio. “Nuestra mejor arma política ha sido siempre, es y seguirá siendo la pregunta”, escribe Jabés.
Posiblemente un inclasificable, Jabés llamó la atención de Max Jacob, André Gide, René Char, Roger Callois, Jacques Derrida y Paul Auster. A propósito de la dificultad de encasillar a Jabés, Maurice Blanchot se resistía a escribir sobre sus textos, temiendo perjudicarlos al tenderles un cerco. Como una excelente aproximación a Jabés, Del desierto al libro, una entrevista profunda y lúcida del crítico Marcel Cohen es un camino tan acertado como ideal para ingresar en una escritura que interpela los sistemas de lectura convencionales. Publicado por primera vez en 1980, a este reportaje se le suma otro, realizado entre 1989-1990, titulado justamente “El extranjero”. Aquí Jabés declara que no siente pertenecer a la literatura, y no por no haberlo deseado. Es que a Jabés el viaje de la escritura lo impulsó a escribir desde el abismo, desde ese territorio de no retorno que Kafka auguraba como meta. Pero la palabra meta es también engañosa. “No hay meta que nada más ser alcanzada, no esté ya superada”, sentencia Jabés. Cohen se alarma y acusa a Jabés de cerrar todas las puertas: “Se podría llegar a decir que leerlo es perder para siempre las ganas de escribir”. Y Jabés le contesta: “Todo escritor digno de ese nombre sabe que escribir es imposible, pero que le es preciso hacer caso omiso de esa imposibilidad. Sin tal conciencia ya no hay riesgo, ya no hay escritura. Escribir se vuelve la cosa más fácil, más banal. Ningún escritor se expresa fácilmente y, si no está atormentado por la desproporción de su proyecto, el que agarra la pluma no es escritor”.

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