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América

Sombras sobre el Hudson
Isaac Bashevis Singer
trad. Rhoda Henelde y Jacob Abecassis
Ediciones B
Barcelona, 2000
728 págs. $ 20

Por Marcelo Birmajer

En este libro póstumo, Singer logra situar en Estados Unidos una gran novela rusa a lo Tolstoi o Dostoievsky, permitiendo que ingresen en la trama alguna de las proteínas que Norteamérica producía para sus ávidos recién llegados: entretenimiento, velocidad, inclusión. Singer solía decir que el idish les aportaba a sus textos vitaminas que ningún otro idioma abastecía (ésta es su primera novela traducida directamente del idish al español), pero es innegable que en esta monumental épica sentimental, llena de sketchs y diálogos trágicos e hilarantes, otras voces y recursos alimentan el fluir narrativo: la técnica del folletín (la novela fue publicada por entregas en el diario idish Forward entre 1957 y 1958), el vibrante cielo americano de posguerra, las novelas de suspenso y acción, el calor de Miami, el clima del Occidente democrático. Todos estos elementos permiten que los remanentes judíos de Europa del Este, los personajes de esta novela, narren su historia con el ritmo febril de los diarios norteamericanos, con la profunda vulgaridad de las novelas de diez centavos, con el apasionante trasfondo de un país que les permitía hacer negocios y triunfar o fracasar sin temer el asesinato o la expulsión. Un país con más drama que tragedia.
Aunque muchos de los personajes son sobrevivientes de la Europa nazi y la historia de amor de uno de ellos, el doctor Margolín, está envenenada de la peor manera por la hecatombe, lo cierto es que para el resto de los personajes la gran tragedia es más un escenario que la marca definitiva de sus vidas: no es la primera novela en que Singer da a entender que la imposibilidad para ser feliz y la unidad entre el amor y el fracaso no devienen de un suceso histórico, sino que suceden en todos. Hertz Grein y Anita Makaver, dos de los personajes centrales, habrían huido juntos antes o después de la guerra, y sus vaivenes sentimentales no habrían variado gran cosa. Es cierto que el desastre de la guerra, como telón de fondo, otorga más peso a cada una de las acciones, pero no es lo que las determina. Las bizarras sesiones de espiritismo en busca de los seres queridos muertos intercaladas a lo largo de la trama, pletóricas a un mismo tiempo de humor y desesperación, ya las narra Singer en sus cuentos situados en los años anteriores a la guerra.
Sin embargo, Norteamérica sí es un dato definitivo en esta saga sentimental de 700 páginas. Si bien el noventa por ciento de las novelas de Singer, afortunadamente, nos ofrecen la misma velocidad, suspenso y diversión que la presente, y buena parte de ellas transcurren en Europa del Este, lo definitivo de América en esta novela es que se está en el lugar del que ya no se huirá: América es para ellos el presente y el futuro; y aunque no encuentren allí la felicidad, el afuera, como Rusia, sólo les depara tragedia. América es el drama, un drama inherente a la condición humana; afuera está la tragedia: el stalinismo, el pogrom, el fenecido nazismo. En las novelas de Singer que transcurren en Europa del Este, los personajes saben que pisan un suelo efímero: tarde o temprano serán asesinados, expulsados o deberán huir, todos lo saben y lo dicen. En América, en cambio, es el título de un libro de Sholem Maleijem, revelador: “en” un lugar, un lugar que existe, un lugar posible, un lugar de vida. Los personajes de Singer que viven en América aceptan que ya no pueden buscar la fuente de sus desdichas en el entorno: los están dejando respirar y de todos modos son básicamente infelices. Así ocurre en “Enemigos”, en “Meshugá” y en la presente.
Este libro no puede parar de leerse. Tiene la droga secreta de las telenovelas y el premio de profundidad de las más grandes obras literarias. Singer da la impresión de estar bendecido por la piedra filosofal que buscan muchos escritores: escribir rápido y resultar veloz al lector. Escribir rápido y que resulte bien. La novela no para: hay muchos muertos, pero no puntos muertos. Todo el tiempo los personajes se enamoran, pelean acerca de la existencia de Dios, desafían las leyes físicas y las sagradas, convierten a las amantes en esposas y a las esposas en amantes. Y charlan con un encanto irresistible. Todo está tan lleno de tristeza que por momentos resulta insoportable; pero siempre, al borde del abismo, Singer tiende una alfombra de comprensión a los pies de sus desahuciadas criaturas. Mira a los personajes con la piedad que, según la mayoría de ellos, Dios les niega a los humanos. Unos personajes que, a diferencia de los de Ana Karenina o Crimen y castigo, se reconocen a sí mismo como absurdos, ridículos y descubren, de a ratos, que los amores y derrumbes que consideran imposibles de soportar no son otra cosa que la argamasa de la vida. Exceptuando las matanzas y la esclavitud de cualquier signo, no puede haber una gran tragedia donde no haya la posibilidad de un gran triunfo. La misma comprensión que Singer muestra por sus queribles criaturas provenientes de Polonia e instaladas en Broadway parece mostrar como escritor por los lectores que vienen del siglo XX: un libro para recuperar una historia inventada bien contada, para disfrutar una cincuentena de páginas antes de ir a dormir, para tomar un té y sentir que al día siguiente aparecerá, en el diario, el capítulo que ansiosamente aguardamos.


La nueva argentina

FILIGRANAS DE CERA
Y OTROS TEXTOS
Eduardo L. Holmberg
Simurg
Buenos Aires, 2000
224 págs. $ 14

Por Jorge Pinedo

Para la célebre generación del (mil ochocientos) ochenta, el mundo estaba a sus pies. En época de vacas gordas, se codeaba con los imperios, paseaba por los cinco continentes y dominaba el propio. En fin, planicies, selvas, mares y montañas parecían ser una fértil extensión de las estancias bonaerenses. También el iluminismo les otorgaba un basamento sólido donde edificar sus creencias, a tal punto que la ciencia positiva prometía obtener todo lo que hasta ese momento no habían conquistado. Nada humano les era ajeno, ya que lo que aparecía como tal, simplemente dejaba de ser humano. Con todo, hay coincidencia en que edificaron una Nación de la que se sentían orgullosos. Hoy no es lo mismo.
Que haya variado la situación en absoluto implica que sus producciones hayan cedido al olvido sus pretensiones. La oleada romántica amalgamaba espíritu y naturaleza en el (tímidamente laico) intento de superar la teocrática dicotomía entre alma y cuerpo. De ahí que, entre sus principales antecedentes, Bartolomé Mitre ejerciera el Poder Ejecutivo, empuñara el sable y también la pluma en fatídicos poemas. O que el propio Sarmiento hiciera lo propio y escribiera el Facundo, entre otros. Los resultados variaban.
Como en el neurólogo Ramos Mejía o el paleontólogo Florentino Ameghino o el aristócrata Lucio V. Mansilla, el afán científico, el compromiso con su época y la sensibilidad artística pendulaban en el naturalista Eduardo L. Holmberg (1852-1937). Impulsor de numerosas instituciones ligadas a una o ambas vertientes (el Círculo Científico Literario, la Academia Nacional de Ciencias y Letras, la Sociedad Científica Argentina, la Academia de Medicina, etc.), incursionó en la prosa en pos de frases “tan perfectas, como una filigrana de tinta ya pronta en el tintero, tan acabadas, como Minerva surgiendo armada de punta en blanco del cráneo partido de Júpiter”. Con idéntico talante, Holmberg desarrolló una intensa labor como naturalista, se regodeó en el ensayo y sentó pie en la ficción: de Viaje maravilloso del señor Nic-Nac (1875) a Olimpio Pitango de Monalia (1915) desarrolló un estilo que, por su cadencia, usufructo de la puntuación y proliferación de arcaísmos, hoy por hoy puede resultar extemporáneo. Que lo es siempre y cuando se omita su raigambre en el folletín y la inmediata inspiración del relato fantástico de Edgar Allan Poe y la alquimia poética de Goethe. De esta intersección emanan textos que por momentos anticipan la prosa surrealista de un Robert Desnos o de un René Crevel en la simple descripción del ataque de una nube de mosquitos en el Delta del Paraná o de los usos eróticos de las arañas misioneras.
Filigranas de cera reúne una decena de textos de Holmberg escritos entre 1884 y 1896 para diversas publicaciones populares en lo que hoy sería algo así como la “divulgación científica”, o bien destinadas a conferencias públicas de instituciones académicas. Precisamente, el relato que da título al libro hipotetiza que en la cera de los oídos se acumulan los sonidos percibidos durante toda una vida, al modo de una memoria acústica, de un inconsciente sonoro. Entre lo verdadero y lo verosímil, Holmberg se apoya en ese ida –y– vuelta donde “las ciencias dejarían de serlo si no sirvieran para hacer remontar el espíritu de los adeptos hasta las excelsas cumbres de la Filosofía”, instalando a la literatura en el lugarde la bisagra y al milagro en el lugar de la quimera, como conclusión, norte y objeto. Enjambre del que surgen párrafos deliciosos, insostenibles, sí, a la luz de los avances científicos actuales, pero por eso mismo brillantes (lo contrario equivaldría a criticar a Wellington por no utilizar la fuerza aérea para definir más rápidamente la batalla de Waterloo). Arquetipo de una generación, Holmberg podía apropiarse del lenguaje y sus giros con la misma impronta con que él y sus pares adoptaban idiomas, comarcas e ideologías.
Compilado por docentes de la Universidad Nacional del Comahue (también autores de sendos prólogos evitables), los textos permiten más que el acercamiento a un estilo y una personalidad, al espíritu de toda una época en la que alguien se ufanara de exclamar “si no fuera argentino, quisiera serlo”. Pues Holmberg jamás imaginó que, apenas tres generaciones después, la codicia de un marino segaría la vida de una de sus descendientes, entre tantos más.

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