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RESEÑAS
Por
una mitología
Homero
Manzi y su tiempo
Horacio Salas
Vergara
Buenos Aires, 2001
334 págs. $ 14
Por Sebastián
Basualdo Si la vida de Homero Manzi fuera una alegoría de los
héroes nacidos de toda gran epopeya, al libro de Horacio Salas
no le faltaría ese particular virtuosismo. La mirada del poeta
está presente junto al gran ensayista o, lo que sería mejor:
coaligan amigablemente.
El viaje puede iniciarse a partir del nacimiento de Manzi, en Añatuya,
provincia de Santiago del Estero, donde fue anotado como Homero Nicolás
Manzione, en el año 1907, cuando el pueblo era un mísero
villorrio sin ladrillos, sin médicos, sin Registro Civil... Añatuya
como punto de partida para lo que será después el descubrimiento
de Boedo: todavía un arrabal de Buenos Aires, donde no faltaban
tambos, baldíos donde señoreaba algún ombú,
y las mitológicas herrerías ya inmortalizadas en el inconsciente
colectivo (la esquina del herrero/ barro y pampa), su pupilaje
en el Colegio Luppi y las primeras canciones que encontrarán un
premio por su tango Déjenme solo, con música
de Antonio Roganti.
Inmerso en el camino de pruebas, Horacio Salas crea de manera majestuosa
el perfil del hombre que ya en su etapa de separación le confiesa
a Jauretche lo que después tomaría forma de augurio concebido:
ser hombre de letras o hacer letras para los hombres, y todo
dentro de un contexto histórico que le perteneció a la altura
de su arte. Parecería no haber vivencia que no haya quedado plasmada
en su obra.
Allí están sus lecturas: desde Victor Hugo a Federico García
Lorca, su paso por la escuelita de barrio, la Facultad de Derecho, y todo
cuanto fuera capaz la poesía de ayudarle a comprender el mundo
mientras su resistencia yrigoyenista es un puente tendido hacia la fundación
de Forja, o, más precisamente, hacia el desencantamiento. Porque
Homero Manzi llegará a conocer el infierno de la cárcel
y soportará la incomunicación total en la Penitenciaría
Nacional de la avenida Las Heras.
Suspendido en la facultad, y dejado cesante de sus cátedras en
los colegios Sarmiento y Moreno, Homero Manzi deberá buscar nuevas
formas de sobrevivir: el periodismo. A partir de entonces, el preanuncio
de Sur, Gardel, y lo que él mismo declararía sobre su aporte
a la música popular (haber renovado la milonga, haber creado
una milonga suburbana, de la ciudad, diferente de la campera). Y
junto a Sebastián Piana trabaja para Milonga del novecientos:
Varón, pa quererte mucho/ varón, pa desearte
el bien/ varón, pa olvidar agravios/ porque ya te perdoné...
Claro que para entonces ya es un poeta, amigo de Cátulo Castillo
y Enrique Santos Discépolo. Los siguientes pasos son la dupla con
Aníbal Troilo Barrio de Tango, su acercamiento
a Roberto Arlt y el mundo cinematográfico (libros y adaptaciones:
Nobleza gaucha), para colaborar, a partir de 1940, con Ulises Petit de
Murat durante varios años. Cuando Manzi se inclinó al peronismo,
la amistad se enfrió.
De Irigoyen a Perón, y con tangos memorables como Malena,
el autor de Sur irá completándose minuciosamente
a partir de distintas perspectivas.
Homero Manzi y su tiempo es, a la vez que una biografía, una ofrenda.
Cada capítulo escrito por Horacio Salas compone un marco histórico
donde el héroe se proyecta con dimensión de epopeya, muriendo
como hombre pararenacer como mito, conforme, pues, a un nuevo anacronismo
donde Horacio le rinde un sutil homenaje a Homero.
Desobediencia
debida
Desobediencia
civil y
democracia directa
Ariel H. Colombo
Trama editorial y Prometeo libros
Madrid, 2000
144 págs. $ 10
por Jonathan Rovner
Por efecto del horror acumulado durante la última dictadura militar,
la democracia ha llegado a representar un valor supremo e inobjetable.
A la hora de pensar la política en Argentina, no resultaría
difícil tener en cuenta, por ejemplo, la definición que
dio Rousseau del contrato con el Estado, en términos de Vosotros
tenéis necesidad de mí, dice el Estado, puesto que yo soy
rico y vosotros sois pobres. Hagamos un trato: permitiré que tengáis
el honor de servirme a condición de que me deis lo poco que os
queda a cambio de la pena que me causará mandaros. Toda disconformidad
con el sistema de representación política puede catalogarse
de antidemocrática (lo que en Argentina, prácticamente equivale
a decir inhumana). Difícil también, entonces, concentrarse
en las contradicciones de un sistema jurídico que nunca logra su
razón de ser; esto es: que el efecto se convierta en causa;
que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución,
presidiese a la institución misma y que los hombres fueran antes
de las leyes lo que deben llegar a ser por ellas.
Ariel Colombo, profesor de la USAL e investigador del Conicet, en su libro
Desobediencia civil y democracia directa, retoma estos conceptos desde
los pensamientos de Rousseau y Habermas, principalmente, para abordar
las contradicciones del modelo liberal y establecer las causas de la distancia
que separa a los ciudadanos de las decisiones gubernamentales. La llamada
crisis de legitimidad y cierta dimensión económica con la
que se describe el funcionamiento del sistema de partidos políticos
son las principales preocupaciones de este trabajo.
Se trata, según Colombo, de lo que se conoce como decisionismo.
Lo público, dice, será gobernado por la racionalidad
del estratega o del técnico mientras que los valores son relegados
a la esfera privada. Si los resortes morales que la sostienen se
ven así privatizados, la democracia no pasa de ser un sucedáneo
de la voluntad general que supuestamente materializa. Pocos medios realmente
efectivos habrá, entonces, para expresar el disenso, el repudio,
la negativa. Uno de ellos, el menos violento, es la desobediencia civil.
Escribe Colombo: Que la democracia sea el único régimen
justificable no equivale a decir que se deban obedecer sus decisiones
moralmente incorrectas; se trata exactamente de lo contrario: por ser
el único régimen normativamente fundamentable frente a la
irrelevancia moral de los gobiernos, todas sus decisiones pueden ser desobedecidas
en tanto resultan de procedimientos que implican siempre un grado de desajuste
con los ideales.
La obligación de ciudadanos conscientes sería enfrentarse
a las situaciones democráticamente injustas, para evitar que la
democracia misma se convierta en un mero aparato de propaganda, cuya única
función es la de legitimar los abusos y estrategias de los mercados
y capitales privados.
La desobediencia civil, dice Colombo, es el indicador
más fehaciente de la madurez alcanzada por una cultura política
moralmente motivada, y representa el guardián último de
la legitimidad democrática.
El
vienés olvidado
La
embriaguez de la
metamorfosis
Stefan Zweig
trad. Adan Kovacsics
El Acantilado
Barcelona, 2001
338 págs. $ 6
Por Guillermo
Saccomanno Infinitamente popular en vida, adaptado con frecuencia
al cine, Zweig es, como su compatriota Erich Maria Remarque, un best-seller
de entreguerras. Pero después de muerto ingresa en un olvido prácticamente
absoluto. Recién hace algunos años su nombre vuelve a tener
una notoriedad leve y elegante citado por el novelista y crítico
italiano Claudio Magris, especialista en literatura centroeuropea. La
mayoría de los libros de Zweig, que no son pocos, se encuentran
agotados o amarillentos en mesas de usados. Los datos que pueden obtenerse
sobre Zweig en los prólogos sepia de editoriales desaparecidas
como Anaconda o Tor lo describen viajero sin cansancio, intrépido
en su busca de conocimientos, siempre dispuesto a experiencias que puedan
proporcionarle inspiración literaria. Si se revisa su obra, da
la impresión de que a Zweig le interesa todo. Y todo puede serle
útil para exprimir una lección moral. En este aspecto, su
concepción de la literatura es completamente utilitaria y pedagógica.
No obstante, su prosa se libera a menudo de los lineamientos contenidistas
y se constituye en un mecanismo de seducción narrativa que no suelta
al lector una vez que ingresa en sus páginas. Zweig es también
uno de esos escritores poderosos cuya fantasía atraviesa indemne
aun las traducciones más enrevesadas. Además de escribir
poesía, difunde en su lengua a Baudelaire y Verlaine. En materia
de ensayo y biografía, se aboca al estudio de Erasmo, Mesmer, Hölderlin
y Nietzsche, Balzac, Dickens, Dostoievsky y Tolstoi. Hay que subrayar
su pasión por Freud, que sería para Zweig un profeta místico
del sexo y cuyas investigaciones traslada al buceo íntimo de sus
personajes.
Pacifista, amigo de Albert Einstein, Máximo Gorki y Roman Rolland,
Zweig es un modelo de escritor moral compulsivo que, en ocasiones, por
su desmesura, puede parecer excéntrico. Sus títulos plantean,
desde el vamos, sus obsesiones: La curación por el espíritu,
La lucha contra el demonio. En sus ficciones Zweig puede captar con fineza
y eficacia tanto un ambiente mundano como la marginalidad de las grandes
ciudades. Escritor centroeuropeo, Zweig no es ni Musil ni Kafka. Contemporáneo
de Joyce, Faulkner y la Wolf, Zweig permanece ajeno a las experimentaciones
con el tiempo, la conciencia y el lenguaje. Más clásico
que vanguardista, si hay que vincularlo formalmente a alguna variante
de realismo, su estilo no se relaciona con Flaubert sino con Zola. Si
se acerca a un modelo narrativo, con seguridad ése es el melodrama
escabroso.
La embriaguez de la metamorfosis es una novela póstuma de Zweig.
Con algo más de trescientas páginas, Zweig consigue uno
de sus relatos más crispados y poderosos que, en lugar de aspirar
a lo sinfónico, rasgo habitual en su producción, se inclina
acá hacia la música de cámara. Ambientada en 1926,
la novela se centra en Christine, una pobre y triste ayudante de correos
de un no menos pobre y triste pueblo de Austria. Christine padece todos
los efectos de la posguerra. La miseria y la opacidad aplacan sus mínimos
deseos. Hasta que su tía Claire, que fuera modelo y chantajista,
ahora casada y respetable, la invita a pasar una temporada en Suiza, en
un hotel de ricos en las montañas. Zweig no desperdicia una sola
línea al radiografiar minuciosamente un ambiente que se presume
de selecto, en el que imperan como paradigma de frivolidad las costumbres
y modas norteamericanas. Zweig no es Henry James. No vacila en llamar
las cosas por su nombre. Los contrastes, las diferencias de clase, la
hipocresía y la humillación son los resortes con que Zweig
construye la primera parte de su novela. La segunda, en cambio, enfoca
otro escenario. Pasada la exaltación en la montaña, Christine
vuelve, como Cenicienta, brutalmente a su realidad. Entonces conoce a
Ferdinand, un veterano que estuvo prisionero en Siberia. Si al mostrar
a burgueses y aristócratas Zweig mantiene una mordacidad incesante,
cuando apunta el lente hacia los parias, no escatima ni detalle ni diálogo,
convirtiéndolos en esperpentos resentidos, esquivando con inteligencia
expresionista todo pietismo, toda demagogia. A Zweig le apasionan los
reflejos sociales como generadores de conductas. En esta dirección,
La embriaguez de la metamorfosis describe, además de una caída,
una toma de conciencia que establece el delito como estrategia de redención
social. La Viena de Zweig es la sordidez de la desocupación y la
miseria, más ligada al grito de Munch y el chiquero de Grosz que
a la decoración amanerada de Klimt. Christine y Ferdinand, en su
viaje al fin de la noche, proponiéndose un desfalco, anticipan
el colapso de un sistema.
Si esta novela de Zweig es notable, su atractivo no se cifra entonces
sólo en las piruetas de la trama, en su estilo en oportunidades
tan delicado como sutil. Tampoco en la agudísima observación
psicológica de personajes que, con sus miserias, trascienden tiempo
y espacio. Daría la impresión de que si esta novela hoy
cobra una vigencia sorprendente, puede deberse a la lectura de condiciones
que, más tarde, posibilitan el ascenso del nazismo. Zweig abandona
Alemania en 1934 con destino a Londres. En 1940 prueba suerte en Estados
Unidos. Y un año después viaja a Brasil, donde se pegará
un tiro en la cabeza, a los sesenta años, fatigado y solo en Petrópolis.
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