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PERFILES

El judío errante

Mientras se acaba de traducir al castellano Me casé con un comunista, Philip Roth ha publicado ya otra novela, The Dying Animal, y entregado a sus editores dos nuevos libros (una serie de conversaciones y una novísima novela).

Por Rodrigo Fresán Hay escritores –muchos– que provocan envidia y hay escritores –unos pocos– que producen algo parecido a lo que se debe sentir frente a un milagro portentoso e inexplicable. La envidia queda muy atrás, sólo quedan la maravilla y el disfrute. El norteamericano Philip Roth (New Jersey, 1933) empezó produciendo envidia con la publicación de la nouvelle y relatos contenidos en Goodbye, Columbus (1959), creció a uno de esos best-sellers revulsivos de prestigio con El lamento de Portnoy -novela de 1969 a la que se acusa de traidora al mundo judío y, lo más grave, a la madre judía– para después consagrarse a uno de los más interesante experimentos metaficcionales apoyados en los personajes del escritor Nathan Zuckerman o del también escritor Roth. Para principios de los ‘90, el sitio que ocupaba Roth en la literatura de su país era indiscutible y, al mismo tiempo, complejo: un escritor norteamericano manejando los materiales de la picaresca (utilizando el sexo no como maniobra gozosa a la Henry Miller sino como pulsión pesimista) para ensamblar artefactos de naturaleza más cercana a lo europeo. Pensar entonces en Roth como en un Kundera sin taras: carne, arte, muerte, esas cosas. Lo que no cabía esperarse –porque no suele ocurrir, aunque Roth haya dicho que trabaja 340 días al año– es la fiebre de conejito de aviso de pilas que se desata en 1995 con El teatro de Sabbath (acaso su mejor novela) y se continúa sin pausa y a todo prisa en una trilogía a la que Roth en ocasiones ha denominado “La América Perdida”. Ahora mismo, luego de haber ganado todos los premios por ganar menos el Nobel (que no estaría mal, que corresponde), Roth acaba de publicar la tan breve como contundente novela corta The Dying Animal, cerrando, de paso, la otra trilogía abierta y abandonada hace años y que tenía por protagonista a otro desesperado sexual: David Kepesh.

UNO La novela “política” Me casé con un comunista (recientemente traducida por Alfaguara) es el volumen central de la Trilogía América Perdida y en él, al igual que en Pastoral americana antes (donde se exploraba el espanto de la vida familiar) y después en The Human Stain (donde se nos hunde en los horrores de la corrección política y la percepción social del sexo), Zuckerman aparece como un testigo al costado de la historia cuya función es la de ordenarla, darle un sentido. El Tema de la novela –y el de la trilogía– es cómo la vida de un hombre puede caer desde las alturas y estrellarse contra el suelo por el simple hecho de convertirse en figura excepcional y conflictiva dentro del paisaje de un país que, de improviso, decide borrarlo de su mapa. Aquí el país es los Estados Unidos de McCarthy y la víctima es el actor de radio Ira Ringold recordado por su hermano Murray. Ira es un hombre honesto y comprometido con sus ideales que comete el gran error rothiano de casarse con una actriz de cine mudo famosa y desequilibrada. No está de más aclarar que la novela fue escrita por Roth como bouquet envenenado y respuesta a la publicación de las memorias de su ex esposa Claire Bloom, quien tuvo la osadía de recordarlo y escribirlo como una especie de monstruo entre tiránico y atormentado. En cualquier caso, más allá de la anécdota vengativa, Me casé con un comunista es la historia de cómo los ideales de un país pueden destruirse mediante el sencillo y eficiente método de destruir, uno a uno, a sus hombres más ideales e idealistas. Las mujeres norteamericanas –la monstruosa actriz bien acompañada de una monstruosa mejor amiga y una monstruosa hija– ayudan bastante al derrumbe del macho nacional al que, como suele ocurrir siempre en el corpus castigado de la obra rothiana, sólo le queda el privilegio de ser recordado o recordar a los caídos en acción y –he aquí lo más interesante, lo que convierte a este libro en un inequívoco libro de Roth– acaso insinuar que en realidad fue un tipo bastante estúpido. Y, por lo tanto, para Roth, digno de ser utilizado y disfrazado en una de las más elegantes vendettas personales jamás escritas.

dos En The Dying Animal, David Kepesh es, también, atormentado por una mujer, una tan hermosa como inteligente hija de cubanos en el exilio. Lo interesante es que el tormento es autoinfligido porque la bella Consuela se limita a amarlo y a respetarlo y a –en uno de las típicas partes rothianas especialmente diseñadas para escandalizar al lector incauto– permitirle que beba la sangre de su menstruación. Kepesh –protagonista de la kafkiana El pecho (1972) y de El profesor del deseo (1977)– cierra su historia contando su obsesión por los pechos de Consuela, los cómos y porqués de la revolución sexual en un país puritano, la caída del milenio y, finalmente, la supervivencia de algo que a falta de mejor nombre puede llamarse amor frente al devastador ataque de la enfermedad. Todo esto y mucho más –mucho más sexo– en apenas 156 páginas con letra grande que se leen, una vez más, con la incredulidad que suele despertarnos lo incontestable. El final del libro –como suelen hacerlo todos los finales de Roth– quita el aliento y devuelve la fe en la literatura como forma de redención y, al mismo tiempo, de condena. Mientras escribo esto, Philip Roth –el mejor escritor en actividad de su país mal que le pese a Bellow, Mailer, Updike & Co.– ha anunciado para el próximo septiembre un volumen de conversaciones con escritores que será seguido, apenas unos meses después, de otra novela ya entregada a su editor.
Por Dios, que alguien detenga a este hombre o, mejor, que no pare jamás.

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