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POR LAURA ISOLA

El espía que surgió del frío es el mismísimo John Le Carré, quien desde hace no más de un año empezó a parecerse a los personajes de sus libros. Luego de haber negado una y otra vez sus actividades, confesó la verdad sobre su vida secreta y lo mucho que sabía, por experiencia propia, del mundo del espionaje. Como David Cornwell, su nombre verdadero –aunque guardado bajo absoluta reserva– fue reclutado por el M15 mientras estudiaba en la Universidad de Berna en Suiza. Una de sus misiones fue comandar a un grupo de agentes inútiles –de este modo él los recuerda–, con base en la Austria ocupada luego de la Guerra. Más tarde, se inició en las artes de la delación en el Oxford’s Lincoln College. Allí estuvo a cargo de la identificación, entre sus compañeros de estudio, de aquellos que potencialmente podían ser reclutados por los soviéticos. Entre 1960 y 1964 fue transferido al M16 para hacer inteligencia en Alemania bajo la cobertura diplomática del Servicio Exterior.
Traicionar a los amigos e irrumpir en sus casas fueron actividades que le provocaron sentimientos encontrados y algún que otro interrogante moral, por ejemplo. Sin embargo, parece que para Cornwell-Le Carré esto era al mismo tiempo “una experiencia voluptuosa”. Convencido de que estaba sirviendo a una causa justa (combatiendo la tiranía o ayudando a construir un mundo mejor), formó parte de ese mundo hasta que se aburrió. Cuando se dio cuenta de que el espionaje era tedioso, burocrático y la mayoría de las veces bastante lamentable, escribió un libro, El espía que surgió del frío (1963), que se transformó en un éxito de ventas. Si bien en su primera novela, Call For The Dead (1961), donde aparece por primera vez el personaje de George Smiley (la segunda es una de detectives, A Murder of Quality, 1962), hay un registro de su propia experiencia, los del servicio de inteligencia consideraron que con esta última era suficiente, estuvieron de acuerdo en que era hora de que se empezara a dedicar a otra cosa y lo invitaron a retirarse de sus filas. “Fui reclutado cuando era muy joven y abandoné ese mundo a los 32 años.”
Así fue que el hijo de Ronnie Cornwell, un notable estafador que ganó millones y terminó preso (además de ser el que despertó el interés de David por la lectura y por los secretos), se convirtió en uno de los escritores más vendidos del mundo. “Mi padre, que era completamente iletrado y que nunca había leído un libro en su vida, me obligó a leer e insistió en que tuviera una buena educación. Yo todavía leo muy despacio, pero con diligencia”, recuerda Le Carré que ya lleva dieciocho novelas escritas, contando El jardinero fiel, recientemente publicada.

Cuéntame tu vida
Viena, 1965. Hay un problema en el set de filmación de la película El espía que surgió del frío. Richard Burton se ha echado tambaleante y se rehúsa a leer unas líneas que considera que no están a la altura de su talento. El director Martin Ritt está lívido, luchando por terminar su película con una borracha y combativa estrella de cine. John Le Carré es convocado para que venga desde Holanda y ayude a aplacar al explosivo galés. “Burton había estado bebiendo terriblemente”, cuenta Le Carré de manera amable, pensativo, en un melancólico susurro, 25 años después de ese pequeño y oscuro cuento sobre las intrigas de la Guerra Fría que hizo que su nombre se hiciera familiar. “Burton estaba en el final de su relación con Elizabeth Taylor: ella estaba allí y él era un hombre muy infeliz. Realmente mi intervención fue porque Ritt no podía soportar siquiera verlo. Era muy divertido y muy trágico, al mismo tiempo, porque recuerdo a Martin Ritt en el último día de filmación, diciéndole a Richard: ‘Tuve que sacarle lo último que le quedaba de bueno a una puta vieja. Y todo fue hecho delante de un espejo’.” Le Carré hace una pausa y con una risita suave, dice: “Ah, la dulce lengua de los realizadores...” El espía que surgió del frío puso a Le Carré en el mapa de las películas, hizo que lo despidieran del trabajo en el Servicio Secreto que siempre negó haber tenido y cambió la forma en la que, hasta ese momento, el mundo venía soñando con espías. En un contraste cínico con la virilidad rampante de James Bond, su incuestionable patriotismo y su glamour en pantalla technicolor, los héroes de Le Carré tienen emociones congeladas impresas sobre la monocromía del universo de la Guerra Fría, donde el idealismo se pinta en distintos tonos del gris. Esos eran los agentes secretos de corazón: solitarios existenciales cayendo en trampas, una Inglaterra de camas húmedas y de templadas tazas de té.
Pero después del triunfo de El espía que surgió del frío, las relaciones de Le Carré con el cine naufragaron en aguas turbulentas. Su primera novela, Call to The Dead, fue filmada por Sidney Lumet con el título de The Deadly Affair sin ninguna intervención del autor en la realización. James Mason protagonizó este thriller de 1967 que apenas logró aproximarse al negro pesimismo de Le Carré pero sin la melancólica poesía que caracteriza su obra. “Trabajé con Jack Clayton en The Looking Glass War –dice suspirando Le Carré–, que es el libro más antiheroico que haya escrito. Trabajamos durante un año de pesadilla. Finalmente fue relevado por Frank Pierson. No tuve nada que ver con el producto final, una película horripilante.” Filmada en 1970, The Looking Glass War fue un intento bizarro y fallido de fusionar la lóbrega incertidumbre moral de Le Carré con la sensibilidad de los tardíos años ‘60, en un gesto de pura psicodelia asociativa.
Quince años después, su próxima adaptación a la pantalla grande fue su drama sobre el terrorismo en Medio Oriente, The Little Drummer Girl, protagonizada por Diane Keaton en 1984. También resultó “una pesadilla absoluta” para el autor. “Porque creía que el guión era realmente muy malo, escribí uno por mi cuenta y gratis”, dice encogiéndose de hombros con indiferencia. “Nadie le prestó atención y para mí debió haberse hecho en televisión o en otro lado. Era un documento muy útil en esa época. Un balance sobre los buenos y los malos en la guerra entre árabes e israelíes.”
El nuevo affaire entre Le Carré y el cine fue en 1990 con La Casa Rusia, que unió a Sean Connery y Michelle Pfeiffer en un agridulce romance anglosoviético. Fue un inteligente trabajo de guión de Tom Sttoppard que quedó eclipsado por los acontecimientos reales, como el colapso del comunismo: “Me senté con Tom un poco, pero no se le puede decir a él qué es lo que tiene que escribir”, dice el escritor. “Lo quiero mucho y quedamos muy amigos después de eso.” Todo un logro considerando las anteriores pesadillas.

Qué bien se TV
Si esta abigarrada serie de fracasos constituye toda la filmografía de Le Carré, su relación con la televisión es un poco más memorable. Con las maravillosas adaptaciones que hizo la BBC TV de sus dos épicos pesos pesados, Tinker Tailor Soldier Spy (1980) y Smiley’s People (1983) logró la inmortalidad en la pantalla chica.
El espía George Smiley apareció en media docena de libros y películas de Le Carré, pero fue Alec Guiness quien le dio su imagen definitiva. Él fue la lúgubre estrella de cine que dijo no tener ni idea sobre qué trata Tinker Tailor... Sin embargo logró construir un Smiley como un hombre herido emocionalmente, sexualmente vulnerable, pero aun así capaz de sostener el fuego obstinado del “juego limpio” inglés. Una tortuga en la zigzagueante carrera de las liebres, Smiley pervive como la gran creación de su autor.
“Nunca tuvimos que preocuparnos por el presupuesto”, dice Le Carré sobre Tinker Tailor... “Nos tomamos siete meses para rodar. Me pagaron 35.000 libras y Alec obtuvo otro tanto. Nadie en la BBC vio la película hasta queestuvo lista. Esto es significativo si pensamos que probablemente en ese momento era el estudio más grande del mundo y nos estaba dando carta blanca para hacer lo que quisiéramos. Si bien eran tiempos difíciles se lograban sorprendentes estándares de calidad.”
Sin embargo, Le Carré encuentra también motivos de queja contra la “burocracia de amateurs” que está al frente de la BBC. Y recuerda la adaptación de 1987 de su novela más autobiográfica y más ambiciosa estilísticamente, El espía perfecto: “No estuvo nada bien. Algo salió mal pero no sé bien qué fue. Creo que puede ser porque fue lanzada como una novela de Dickens: nacimiento, crecimiento, divorcio y por fin, la muerte. Se hizo con esa suerte de patrón, mientras que el libro tenía más entrelíneas”.

Le Carré, John Le Carré
Parece extraño que después de tantos malos momentos con el cine y con la televisión Le Carré siga consintiendo las adaptaciones de sus novelas. Un extraño caso de masoquismo parece llevarlo a hacerlo una y otra vez. “Primero que nada, siempre me interesa esa relación entre libros, el pasaje de un formato a otro”, explica el escritor. “Además es una gran travesura y un buen juego porque uno no está solo y la sala está llena de gente interesante. Es como tomarse vacaciones de la soledad. Siempre tuve la certeza, típica de alguien a quien nunca le resultó fácil leer, de que mucha gente gusta de las historias en imágenes. Sé que hay muchísima gente en el mundo que no se sienta a leer y que no ha crecido en ambientes familiarizados con la lectura.”
Su última aventura cinemática es El sastre de Panamá, que tiene su sello personal. Dirigida por John Boorman, este estudio tropical es, en parte, una mirada desilusionada sobre el poscolonialismo y en parte, un transparente homenaje a Nuestro hombre en La Habana de Graham Greene. Un reconocimiento al escritor que, entre otras cosas, consideraba a El espía que surgió del frío la mejor novela de espionaje que había leído. Le Carré es coguionista y aceptó estar en los créditos como productor por primera vez pero cándidamente admite que “esto no significa demasiado en los hechos. Me hice a mí mismo (y a los estudios) la promesa de estar en el extranjero hasta que la película estuviera terminada”.
Por esas cosas del destino, El sastre de Panamá también integra la larga lista de desacuerdos entre Le Carré y el cine. En un principio la iba a dirigir Tony Scott sobre un guión que el escritor realmente detestaba. Cuando Scott salió del proyecto y Boorman apareció en escena, Le Carré encontró en él “un hombre que parece haber sido cortado con la misma tijera” que él y por eso aceptó colaborar con el guión. En cuanto a ese trabajo a cuatro manos, Le Carré aclara: “A mí no me gusta que a mi edad alguien agarre mi trabajo y lo cambie, pero nunca me sentí molesto con John. Esto que digo no es basura para quedar bien con la prensa. Así fue la realidad”.
En El sastre de Panamá actúa Pierce Brosnan, en un papel que Le Carré define como “un verdadero y persuasivo inglés de mierda: alguien completamente amoral, sexy, seductor y ambicioso”. El bagaje Bond que trae consigo Brosnan hace que Le Carré proponga que “debería haber una medalla especial para los actores preparados para dinamitar su propia imagen. Es muy valiente lo que Brosnan ha hecho. Pasó de ser Bond a una suerte de antiBond. Se podría decir que todo mi material es antiBond porque favorece a la víctima en vez de al héroe. Cuando empecé a escribir, Ian Fleming le ofrecía al mundo un retrato del espía como alguien que podía estar con todas las mujeres que quisiera, manejar autos sofisticados y usar toda clase de artimañas para escaparse”. Con su perspectiva, Le Carré creó una alternativa al culto de Bond.
En cuanto al resto del elenco, Le Carré peleó por la inclusión de Geoffrey Rush en el papel del sastre y se complace con “la mágica coreografía” del actor australiano. Puede ser significativo que el papel que desempeña Rush se corresponde con el que hizo Alec Guiness en la película Nuestro hombre en La Habana: “Sentí el mismo placer con Geoffrey que cuando vi a Alec aquella vez. La misma bella, disciplinada y restringida actuación. Alec podía conmoverte con un pedazo de espalda”.

Vientos de cambio
El hecho de ser escritor no eximió a Le Carré de tener que adecuarse a los vaivenes del mundo, tal como si estuviera trabajando para el M15, pero con otros riesgos. La caída del Muro de Berlín no le quitó inspiración. Lo que parecía el fin del espionaje y por ende de su carrera, puso en evidencia que había algo más en su literatura que simple coyuntura internacional. De esta manera, quedó más que claro que las mentiras históricas, el abuso de poder, la pérdida del idealismo y la desilusión sobrevivirían a la Guerra Fría por unos cuantos años. De ese tiempo a esta parte, sus últimos libros están plagados de políticos del Tercer Mundo (por esta vez y en estas líneas prescindiendo de adjetivos), ambiciosas multinacionales y una callada traición a los antiguos enemigos durante la Guerra Fría. “Ya estoy pensando que hemos perdido el tren. Tuvimos la oportunidad de reinventar el mundo, al menos un poco, reinventar alianzas, descubrir enemigos perceptibles y enviar jóvenes americanos a Rusia para operaciones de paz –hasta un plan Marshall de reconstrucción–”, dice el ex espía con tristeza. “Los enemigos reales de nuestra sociedad son el hambre, la enfermedad, la pobreza, la tiranía, la basura de siempre. Pero se prefiere que nos odiemos unos a otros; los políticos prefieren las relaciones de este tipo. A mí, que estoy en el último tramo de mi vida, me resulta desconsolador: siento que he desperdiciado mis años de juventud en algo en lo que nadie estaba realmente interesado.” A los 69 años, Le Carré suena más como un Angry Young Man salido del libro No Logo de Naomí Klein que como un Servicio de Su Majestad. Por esas vueltas de la vida, su prédica antiglobalización y su tendencia hacía una ideología de centroizquierda lo acercan perversamente a los estudiantes que alguna vez delató al M16.r

Las declaraciones de John Le Carré fueron extraídas de una entrevista con Stephen Dalton

áfrica mía

El jardinero fiel
John Le Carré
trad. Carlos Milla Soler
Plaza & Janés
Barcelona, 2001
546 págs. $17

Por L.I. Si algo plantea “el caso Le Carré” es precisamente el de las relaciones entre experiencia y ficción, entendidas en la práctica literaria a veces como complementos, a veces como dicotomía. Después del público reconocimiento de su pertenencia al Servicio Exterior y sus actividades como espía, el escritor británico pertenece a la tradición de escritores que se basan en la experiencia personal para hacer literatura. Aceptando que esto sea así, no se trata tan sólo de haber vivido ciertas cosas, conocer por dentro los asuntos sobre los que escribe (como esos médicos que escriben novelas sobre hospitales o esos abogados que escriben novelones de bufete) para lograr transmitir una experiencia.
Si David Cornwell estuvo durante un puñado de años en funciones de espionaje eso puede haber servido para que John Le Carré pudiera trabajar con mayor soltura y familiaridad un universo en principio ajeno al común de los lectores pero lo cierto es que Le Carré, como profesional de la escritura, tiene muchos más años de vida que Cornwell, el profesional del secreto y la delación. A esta altura puede decirse, por lo tanto, que en las novelas de Le Carré hay mucho más de literatura (ficción, imaginación, apuesta) que de mero registro. Que hay un estilo, preciso y elegante, puesto en funcionamiento. Lo que vuelve a notarse en su última novela, El jardinero fiel, la historia del asesinato de Tessa Quayle a orillas del lago Turkana en Kenia y la investigación que emprende su marido, un diplomático británico asignado a Nairobi (y excelente jardinero, de donde el título del libro).
Los rigores del género nos obligan a omitir mayores detalles argumentales. Pero hay que insistir en que esta larga novela se deja leer desde el comienzo hasta el fin sin que decaiga el interés por la resolución de la trama, pero también por la profundidad que Le Carré logra imprimir a los personajes que retrata, las interesantes incrustaciones retrospectivas y la minuciosa descripción del contexto africano actual.
El jardinero fiel hace pie en la corrupción, los negociados, la pobreza extrema, la enfermedad y la vida de los blancos en un continente negro para armar una historia y contarla con la pericia de un buen divulgador, que utiliza el sentido común y la observación como los métodos preponderantes de su investigación.
Aquí, quizá, reside el mayor acierto de Le Carré, que ha podido reemplazar la experiencia directa por la ficción de esa experiencia. Una convincente recreación del estado de las cosas presentada por medio de la eficaz estrategia de la narración de primera mano. De esta manera logra que sus lectores crean que, leyendo literatura, saben más sobre el mundo.

 

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