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RESEÑAS
Ciudadano
no grato
La
sociedad multiétnica
Pluralismo, multiculturalismo
y extranjeros
Giovanni Sartori
trad. Miguel Angel Ruiz de Azúa
Taurus
Barcelona, 2001
144 págs. $ 14
POR
DANIEL LINK
El sello Taurus del grupo Santillana de Ediciones que alguna vez
supo entregarnos textos fundamentales como las Iluminaciones y los Discursos
interrumpidos de Walter Benjamin nos condena hoy a la lectura de
Giovanni Sartori, profesor emérito de la Universidad de Florencia
y de la Columbia University de Nueva York, donde enseña desde hace
veinte años. Las obras anteriores al libelo que acaba de ser traducido
para sorpresa de muchos y para mal de todos son Ingeniería constitucional
comparada (1994), ¿Qué es la democracia? (1997) y Homo videns:
la sociedad teledirigida (1998).
La sociedad multiétnica viene con una faja que reza: No todos
los inmigrantes son iguales. ¿Debe la sociedad pluralista ser tolerante
con sus enemigos culturales?. No hay que culpar a Sartori,
en principio, por esta pregunta catastrófica. Ya sabemos que la
mercadotecnia es capaz de apelar a los peores sentimientos de las personas
con tal de vender cualquier cosa, a cualquier precio. La contratapa insiste
en el mismo argumento xenófobo, aclarando que Sartori no
se deja hechizar por los lugares comunes de lo políticamente
correcto.
Luego de leer el libro queda claro que Sartori, en algún momento
de su historia neurológica, ha sido hechizado (en el sentido en
que lo estaba ese monarca subnormal retratado por Velázquez) por
una dosis letal de lugares comunes. Sartori habla, efectivamente,
desde la abismal profundidad del sentido más común (más
de mesa) para legitimar la discriminación política
y cultural, lo que hace de La sociedad multiétnica un panfleto
de derecha y no otra cosa. Que Sartori lo haya publicado seguramente tiene
que ver con la paranoia racial que actualmente se verifica en algunos
países europeos. Que haya sido traducido al castellano y distribuido
en América latina parece un ejercicio de arrogancia eurocentrista:
que alguien pretenda que paguemos por un libro que expone los argumentos
a partir de los cuales seremos discriminados es de una perversidad tan
exquisita que asusta.
El libro de Giovanni Sartori se divide en dos partes de ocho breves (y
machacones) capítulos cada uno. La primera es una defensa exaltada
de la sociedad pluralista como el momento más alto
del desarrollo de las democracias burguesas. La segunda parte del libro,
consagrada a un ataque feroz a las teorías multiculturalistas y
a las políticas migratorias progresistas, demuestra que la democrática
teoría de Sartori tiene como único objetivo legitimar la
discriminación racial y cultural y bloquear el ejercicio de los
derechos de ciudadanía por parte de los inmigrantes, lo que la
vuelve éticamente inválida y nos evita el engorro de exponerla
y someterla a crítica. Su propia paranoia y su propia rabia liberal
arrojan a Sartori en la ignorancia: Lo de Hitler fue un extremismo
solitario, dice en la página 45 de su libelo, olvidándose
de Franco, de Mussolini, del gobierno cómplice de Vichy, de las
feroces purgas stalinistas.
Detengámonos en la segunda parte. En la perspectiva del ideólogo
italiano, la versión dominante del multiculturalismo es una versión
antipluralista porque, en efecto, sus orígenes intelectuales
son marxistas. Antes de llegar a Estados Unidos y de americanizarse, el
multiculturalismo arranca de neomarxistas ingleses, a su vez fuertemente
influenciados por Foucault, y se afirma en los colleges, en las universidades,
con la introducción de estudios culturales cuyo enfoquese
centra en la hegemonía y en la dominación de
una cultura sobre otras. Cuántos desaciertos en una sola
frase. La derecha siempre recurre al facilismo de meter en la misma bolsa
a Williams, Foucault, Althusser y Gramsci (y de paso, a Toni Negri en
la cárcel). Después de todo se trata de manzanas podridas.
En rápida sucesión (y con brío operístico),
Sartori la emprende contra la acción afirmativa norteamericana
que en la década de los ochenta intentó resolver los
problemas de discriminación a partir de una redistribución
diferencial de los lugares de trabajo y de estudio, la política
del reconocimiento y, ay, el derecho a voto de los inmigrantes. Dejemos
hablar a Sartori (el pescado por la boca muere): La política
del reconocimiento exige que todas las culturas no sólo merezcan
respeto (como en el pluralismo), sino un mismo respeto.
Pero, ¿por qué el respeto tiene que ser igual? La respuesta
es: porque todas las culturas tienen igual valor. Aunque no lo parezca,
esto es un salto acrobático. E inaceptable. ¿Por qué
inaceptable? Porque Sartori es inmune no ya a la corrección política
sino al racionalismo. Esa inmunidad podría ser simpática
en otro contexto, nunca en un libro que se propone negar el voto a los
inmigrantes que golpean las puertas de Europa.
Durante dos siglos, razona Sartori, Europa ha exportado emigrantes a América:
A los europeos se les ofrecía el espacio libre y acogedor
del Nuevo Mundo (¿no es de una deliciosa estupidez una afirmación
semejante?). En cambio, hoy Europa importa inmigrantes, porque los
europeos han llegado a ser ricos y, por tanto, ni siquiera los europeos
pobres están dispuestos ya a aceptar cualquier trabajo, sobre
todo los trabajos degradantes. Y la generosa Europa siempre
tendrá trabajos degradantes para ofrecer al mundo afroárabe.
Así como la pobreza del mundo, dice Sartori, no se puede
resolver, ni siquiera atenuar, acogiendo más inmigrantes,
tampoco se puede otorgar indiscriminadamente ciudadanía porque
la política de la ciudadanía para todos sin
mirar a quién es una política que agrava y convierte
en explosivos los problemas que se pretende resolver. Fíjense
en lo que sucede en los Estados Unidos, advierte Sartori a sus ricos conciudadanos,
donde la sorpresa es que hoy los latinos se resisten y que donde
se concentran votan y eligen a los suyos: a los de su misma sangre.
Lo mismo sucederá con las comunidades extracomunitarias,
en especial si son islámicas, si se concede a sus miembros el derecho
de voto. Ese voto servirá, con toda probabilidad, para hacerles
intocables en las aceras, para imponer sus fiestas religiosas (el viernes)
e, incluso ¿a qué no se atreverá Sartori?,
el chador a las mujeres, la poligamia y la ablación del clítoris.
Un ilustre compatriota de Sartori, Giorgio Agamben, ha razonado que el
paradigma político de la modernidad es el campo de concentración
(y no la ciudad). Muchos han leído en sus palabras una posición
excesivamente sombría. Sartori, ese guardián del Lager europeo,
viene a decir que se puede ofrecer a los inmigrantes trabajos degradantes,
pero que no conviene otorgarles derechos ciudadanos. Hay que alambrar,
Sartori, hay que alambrar.
Pavesas
Diálogos
con Leucó
Cesare Pavese
Trad. Esther Benítez
Tusquets
Barcelona, 2001
208 págs. $ 16
POR DIEGO
BENTIVEGNA
En una entrevista radial de 1950, el mismo año de su muerte, Pavese,
interrogado por sus preferencias literarias, incluye en una lista bastante
heterogénea (Heródoto, Thomas Mann, Vittorio De Sica) al
filósofo Giambattista Vico, narrador de una aventura intelectual,
que describe y evoca rigurosamente un mundo el de los primeros pueblos
que siempre ha interesado a Pavese (el autor se refiere a sí mismo
en tercera persona) y desde hace años le ha hecho abandonar cualquier
lectura amena para dedicarse a las relaciones y a los documentos etnológicos.
Son los años de la posguerra y, claro, del neorrealismo, y Pavese
ocupa un lugar central dentro de la institución literaria: lo más
selecto de la crítica académica (Contini, De Robertis, Cecchi)
lo ha saludado como el mejor autor de su generación, es editor
de Einaudi, colabora asiduamente en LUnità (el diario del
PCI, fundado en Turín por Antonio Gramsci) en temas de política
y literatura, y obtiene el premio literario Strega, el más importante
de Italia.
Por estos años, la reflexión en torno al mito constituye
una de las principales obsesiones de Pavese. Su narrativa, que ha interrogado
el papel de la pequeña burguesía urbana y campesina (Paesi
tuoi, El compañero) y el lugar de los intelectuales durante el
fascismo y la guerra (La cárcel, La casa en las colinas), trabaja
ahora en un registro distinto del de esas narraciones, escritas durante
los años en los que Pavese, con Elio Vittorini, traducía
al italiano a los grandes narradores norteamericanos (de Melville a Dos
Passos y Faulkner) y sentaban, mediante ese gesto, las bases del neorrealismo.
Después de la guerra, la atmósfera, definitivamente, ha
cambiado: las tres novelas reunidas en el volumen La bella estate (El
hermoso verano) exploran los flujos y reflujos, diría Vico, de
pequeños burgueses (estudiantes de Medicina y de Literatura, artistas
plásticos, una diseñadora de modas) entre la campiña
piamontesa y una Turín pobre y bombardeada. Hastío, ritmos
americanos, bebida, trajes, suicidio, cocaína: Linfinita
vanità del tutto, para citar el inmenso verso de Leopardi
que Pavese seguramente amaba.
Los Diálogos con Leucó de 1947, reeditados en castellano
por la editorial Tusquets en la traducción de Esther Benítez,
condensan e inauguran esta nueva poética pavesiana. Y lo hacen
con una opción genérica en principio desconcertante: no
ya novelas, ni relatos breves, ni poemas, sino diálogos, uno de
los géneros menos explorados por la literatura del siglo XX, pero
que en Italia tiene una sólida tradición, desde el Humanismo
hasta Leopardi. Pero, además del gesto moderno que supone la experimentación
con un género marginal del sistema literario, los Diálogos...,
como afirma el propio Pavese en el texto de la solapa de la primera edición
que se reproduce en el minucioso epílogo de esta edición
de Tusquets, son un regreso a cierto momento inaugural de la escritura,
cuando los límites entre filosofía y ficción aún
no habían sido del todo fijados.
Las voces de los diálogos de Pavese son las voces de seres de un
tiempo preolímpico, de un momento cruel y heterogéneo, cuando
la tierra se estriaba por la acción de fuerzas (el agua, la nube,
el fuego, la tormenta) anteriores al nacimiento de cualquier dios, antes
de que losdioses se organizaran en Olimpo. Ninfas, musas,
héroes que se desplazan por un Mediterráneo monstruoso,
empapado de esperma y de lágrimas. En los Diálogos...
el mito es una zona salvaje, una terra incognita debajo de la que pulula
el pantano Boibeide del que hablan la musa Mnemósine y Hesíodo
en el diálogo Las musas, ese páramo brumoso
de barro y de cañas como era al principio de los tiempos, en un
silencio gorgoteante que engendra dioses y monstruos de excremento
y sangre.
Los diálogos de Pavese hablan de lo que, en ese magma, sólo
puede ser aludido, de aquello tan atroz y tan constitutivo que no puede
ser dicho. Son formas que luchan fáusticamente por hacer literatura
con algo que es del orden de lo olvidado (Mnemósine es, recordemos,
la musa de la memoria), por aproximarse a una zona en la que, como se
dice en más de un lugar del libro (repitiendo Parménides),
lo que ha sido será para siempre.
Más allá de lo que estos diálogos instauran no hay
más literatura sino sólo silencio (todos rezamos a
algún Dios, más lo que ocurre carece de nombre, dice
Tiresias en Los ciegos). O aquello a lo que los personajes
de Pavese no pueden dejar de referirse: la muerte. Eso, al menos, es lo
que parece desprenderse del último gesto del escritor piamontés:
su suicidio con somníferos en una habitación del Hotel Roma
de Turín, el 27 de agosto de 1950, a los cuarenta y dos años.
Todo esto tiene mal olor, había escrito el 18 de agosto
en su diario, recordando quizá los efluvios de la laguna de los
Diálogos..., esa zona pútrida, bárbara de donde todo
nace.
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