Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

Todo tiempo pasado fue mejor

CIUDADANO KANE
Pauline Kael
trad. Juan Manuel Pombo
Norma
Bogotá, 2001
204 págs. $ 19

POR DANIEL LINK Una serie de celebraciones concurrentes y dichosas pueden a veces parir la peor de las desdichas: revisar las páginas de Ciudadano Kane en la obtusa edición de editorial Norma, leer esta reseña, meditar sobre el futuro de la patria.
Las coincidencias: se cumplen este año sesenta años desde el estreno de El ciudadano, la película escrita por Hermann J. Mankiewicz y dirigida y protagonizada por Orson Welles, unánimemente celebrada como una joya de la cinematografía de todos los tiempos, estrenada en Nueva York el 1º de mayo de 1941 luego de una serie de postergaciones producto de la obsecuencia de los amigos del magnate de la prensa William Randolph Hearst, cuya “vida y obra” Mankiewicz utilizó como principal fuente de inspiración para el guión de la película. Se celebran también los treinta años desde la publicación en la revista The New Yorker del largo artículo de Pauline Kael (“Raising Kane”) que será objeto de estos comentarios y que es, en sí mismo, un hito de la crítica cinematográfica de todos los tiempos.
Publicado también ese año como libro, la edición original en inglés incluye además dos veces el argumento del film: el guión utilizado durante el rodaje y la transcripción de la película, con los retoques, agregados y supresiones que se hicieron al guión firmado por Welles y Mankiewicz (ganador del Oscar el año de estreno de la película). En esa edición se basó la primera traducción al castellano, realizada por Daniel Landes y supervisada por Homero Alsina Thevenet para la ejemplar edición de El libro de El ciudadano que Ediciones de la Flor distribuyó en 1976, hace veinticinco años.
Una de las consecuencias secundarias (pero no menores) del golpe de Estado que obligó a Daniel Divinsky, dueño de Ediciones de la Flor, a un exilio forzoso, fue la pérdida (en 1979) de los derechos de traducción y distribución en castellano del libro de Pauline Kael. Así, perdiendo contrato tras contrato (porque la dictadura se propuso, entre otros objetivos, el desmantelamiento de la cultura, es decir, de sus instituciones), la industria editorial criolla fue muriendo lentamente y hoy agoniza de la mano de Aerolíneas Argentinas. Lo cierto es que de El libro de El ciudadano de Ediciones de la Flor no quedan sino contados ejemplares que los pertinaces buscadores de tesoros pueden conseguir todavía en los revoltijos anuales de la Feria del Libro.
Sesenta años del estreno de El ciudadano, treinta años de la publicación original de “Raising Kane”, veinticinco años de la edición en castellano de El libro de El ciudadano. También se podrían festejar los sesenta y cinco años de la primera edición (en francés) de uno de los más célebres artículos de Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, texto que, más allá de los avatares tecnológicos del siglo XX, sigue siendo un modelo de crítica. Se trata allí, como el propio Benjamin señala enfáticamente, de construir un modelo teórico que evite todas las nociones de la crítica tradicional –la”genialidad”, por ejemplo– que hacia 1936 ya formaba parte del léxico habitual de la estética y la crítica fascista. No es improbable que Borges conociera de segunda mano alguna de las tesis de Benjamin. Para avalar la postulación de este eslabón filológico perdido (está demostrado que Benjamin circulaba ya en la década del 30 en algunas universidades argentinas), bastaría citar la reseña de El ciudadano que Borges publica en agosto de 1941 en Sur. La película de Welles, a su juicio, “no es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra”.
Es que, en efecto, la “genialidad” es una “mala palabra” para juzgar cualquier obra de arte pero, en particular, El ciudadano. Si algo hay que agradecerle a Pauline Kael es que haya desmontado en su examen de la película de Mankiewicz–Welles todos los equívocos relacionados con la autoría de uno de los films más notables de todos los tiempos.
Lejos de hipostasiar la película como una inesperada excrecencia de la genialidad de Welles, Kael razona (y apoya su razonamiento en una investigación impecable) que El ciudadano es un producto perfectamente explicable en términos del sistema de producción de las comedias sonoras de fines de la década del 30 y que su inigualable calidad, en todo caso, sólo puede explicarse como la gozosa colaboración de una serie de talentos dispuestos a experimentar los límites de la cinematografía en el contexto de los mecanismos de producción de un gran estudio hollywoodense. Por supuesto, Orson Welles, el joven de 25 años (en el momento del estreno de la película) que era la cabeza visible del Mercury Theatre, compañía que la RKO Pictures contrató como grupo, pero también Gregg Toland, responsable de la fotografía de la película y, sobre todo, de Hermann J. Mankiewicz, el experimentado guionista que había ya colaborado en varias películas de los hermanos Marx.
Al irreprochable y enriquecedor estudio de Pauline Kael, que va reconstruyendo paso a paso todo lo que contribuyó a la producción de una de las más grandes películas de todos los tiempos, sólo puede criticársele (treinta años después de su publicación, sesenta años después del estreno de El ciudadano, sesenta y cinco años después de la biblia benjaminiana) que, en su apasionada defensa de la tarea de los guionistas cinematográficos, rebaje la figura de Orson Welles al punto de declararlo “el más grande fracaso en la historia de Hollywood”. Es cierto que ninguna otra película dirigida por Welles ha tenido el extraordinario impacto de El ciudadano, pero La dama de Shanghai (1947) o El proceso (1962) siguen siendo películas que quitan el aliento. Y es también cierto, la propia Pauline Kael tiene que reconocerlo, que tanto en lo que se refiere al guión radiofónico de La guerra de los mundos (escrito en 1938 por Howard Koch, galardonado con el Oscar por su contribución a Casablanca en 1942) como al guión cinematográfico de El ciudadano, que la contribución de Welles fue en ambos casos decisiva. Fue él quien sugirió a sus guionistas la utilización de los formatos propios del medio: los boletines radiales en el caso de la adaptación del clásico de Wells, el noticiero cinematográfica y la polifónica “biografía no autorizada” en el caso de El ciudadano. Sin esas luminosas ocurrencias, seguramente, la historia de los medios masivos en el siglo XX no hubiera sido lo que fue.
Independientemente del “destrato” de la figura de Orson Welles, el estudio de Pauline Kael se ha convertido en uno de esos libros sin los cuales, como señaló Homero Alsina Thevenet, “la historia del cine no podrá ya escribirse”, precisamente porque reconstruye minuciosamente el contexto de producción, el clima de ideas y el horizonte de expectativas que permitieron que un grupo de personas, más allá de toda “genialidad”, dieran lo mejor de sí en una película determinada. Lo que se dice, un análisis materialista (es decir, benjaminiano) del cine. Es por eso que la nueva edición en castellano distribuida por Norma no puede sino escandalizarnos: ¿cómo es posible que un acontecimiento cinematográfico–crítico sea evocado con un libro que más que a una celebración se parece a una condena a trabajos forzados? A diferencia de la edición de 1976, este libro carece de fotografías, no incluye el guión de la película ni ninguno de los apéndices con los cuales Homero Alsina Thevenet enriqueció la edición original (por ejemplo, las filmografías o el análisis de las diferencias entre el guión y la película, a cargo de Gary Carey). Pero es sobre todo la traducción de Juan Manuel Pombo lo que constituye el mayor desacierto, dado que la proliferación de barbarismos (“dramonón lacrimógeno”, “los formalismos se observaban a cabalidad”, “una de las pocas cintas realizadas al interior de uno de los principales estudios”, y así ad nauseam) no sólo destruyen la fluidez de la prosa de Kael sino que vuelven incomprensibles prácticamente todas las páginas.
Un ejemplo bastará para condenar la versión de Pombo al último círculo del infierno, el de los traidores. En la página 54 de su traducción leemos una ironía de Mankiewicz sobre su propia producción literaria: “Se trata de cuatro piezas distintas y todas son excelentes. Espero que algún amigo las compile en un pequeño libro después de mi muerte. Hay una lista maratónica con por lo menos noventa puntos y los márgenes amplios no escasean”. Por supuesto, el pasaje carece de sentido salvo que recurramos a la mucho más verosímil versión de Landes: “Espero que algún amigo las reúna en un librito después de mi muerte. Abunda en el mundo el tipo de imprenta Marathon noventa y no será difícil encontrar márgenes anchos”. Ahora sí, el chiste queda claro.
Lo que no queda suficientemente claro es si la descuidada edición de Norma de Ciudadano Kane (la contratapa es, también ella, una suma de desaciertos) nos servirá para tomar conciencia de lo que hemos regalado en los últimos veinticinco años y “tomando armas contra un mar de contrariedades, combatiéndolas, acabar con ellas” o, simplemente para, como Charles Foster Kane, aferrarnos a la melancolía de un paisaje perdido para siempre y una palabra enigmática y sentimental, mientras la industria editorial argentina descansa en paz. Rosebud.

arriba