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ADELANTOS
La furia del viejo
Apenas termine
el verano septentrional, Fury, la nueva novela de Salman Rushdie, invadirá
las librerías y las góndolas del mundo. Radarlibros exigió y obtuvo el
privilegio de revisar las 270 páginas que Jonathan Cape distribuirá en
Londres en setiembre próximo
POR
MARTIN SCHIFINO,
DESDE LONDRES
Cuando aparezca
el nuevo libro de Salman Rushdie, una palabra se recortará en la
tapa, en incandescentes letras amarillas, contra el fondo blanco y negro
de una foto del Empire State Building coronado por una nube negra que
oculta el sol como un portento, la palabra Furia. Debajo se verá
el nombre del autor, en rojo, igualmente encendido. Nadie pondrá
en duda que el arte de tapa es intachable, atractivo al punto de volver
necesaria la compra del libro, pero muchos se preguntarán si Rushdie,
con sus cincuenta y pico de años, sus siete novelas Los Versos
Satánicos, condenada por Ayatollah Komeini, entre ellas,
su fatwa un hecho del pasado, su novia supermodelo, su nueva vida neoyorquina,
su glamour global, no ha cometido hubris desde el principio más
elementalmente material del libro. Porque ya en la tapa -que no en vano
recuerda la de Submundo de DeLillo queda claro que éste es
el denodado intento de un escritor inglés de origen indio por escribir
la gran novela norteamericana.
Literariamente, por supuesto, el Empire State y la palabra Furia son símbolos
cruciales. Estamos en el territorio geográfico y emocional de,
por orden de aparición, John Dos Passos, Saul Bellow, Philip Roth,
Don DeLillo (para nombrar sólo a las fieras más formidables
que lo defienden); estamos en la lóbrega dimensión moral
de El sonido y la furia de Faulkner, donde la vida es un cuento contado
por un idiota; estamos, finalmente, en la zona de la eterna novela urbana,
donde se han vuelto imposibles la mirada infantil, la afirmación
sin sarcasmo, el final feliz o cualquier forma de inocencia. Pero Rushdie,
desde luego, no se amedrenta ante sus precursores; de hecho abraza estos
temas como si fueran sus criaturas. La furia sexual, edípica,
política, mágica, brutal nos conduce a las más
finas alturas y las profundidades más rústicas. De la furia
proviene la creación, la inspiración, la originalidad, la
pasión, pero también la violencia, el dolor, la osada destrucción
pura. Quizás esto resuma el foco de Fury.
Pero antes de recorrer las fibras que la componen, sus líneas argumentales,
sus figuras, conviene recordar otra de las dimensiones axiales de la novela
norteamericana: la autobiografía. Martin Amis, con su mano siempre
sobre el pulso del mainstream de USA, notó en relación con
John Updike que la novela norteamericana tiende como ninguna otra a lo
autobiográfico; y hablando de Saul Bellow, profetizó algo
así como el fin de las historias: de ahora en más
los autores se dedican a explorar su ser privado. No es de sorprenderse,
en este contexto, que el nuevo Rushdie se explore a sí mismo más
que nunca en su abultada obra. Pero aun así el cambio de dirección
resulta sobresaliente. Hasta ahora, el autor de Vergüenza había
sido un fabulista, un narrador nato en el sentido en que lo son Calvino
y García Márquez (dos de sus santos patrones), al tiempo
que un incisivo comentarista social cuyos libros anclaban y hacían
mella en la realidad, tal como lo ejemplifican paradigmáticamente
Los niños de la medianoche y, de manera más terrible, Los
versos satánicos. Aunque en Fury la flexible prosa de Rushdie sigue
atenta al mundo, incluso a las historias que flotan en el mundo, la carne
viva está claramente en otra parte. Quizás en la vida íntima
del autor.
Entra a escena Malik Solanka, intelectual londinense nacido en Bombay
(como Rushdie), contador de historias (como Rushdie), doblemente expatriado
con residencia en Nueva York (como Rushdie), protagonista de Fury (como
Rushdie). Alter ego en varios sentidos puntuales, Malik es además
el reverso temperamental de este escritor que en los últimos diez
años le hizo frente al fanatismo político-religioso con
un empeño creativo realmente admirable; es el depositario de la
demencia y la iniquidad del mundo moderno, su memoria una serie de apagones,
su actividad neuronal un avispero de ruido blanco. Y ni bien comienza
el libro, Malik sufre una crisis de conciencia, abandona a su mujer y
a su hijo en Londres y seinstala en Nueva York, donde el viento solar
de la metrópoli no lo deja respirar. Rushdie le atiza la furia
con todo tipo de materiales inflamables: la correcta estupidez norteamericana,
un amigo negro que admira a los WASP, una serie de asesinatos de los que
quizás Malik sea culpable, un romance semiperverso, una esposa
insufrible. Así hasta que Malik conoce a Neela.
Neela es una belleza hindú-americana de casi uno ochenta,
con cabello negro hasta la cintura, ojos ahumados, labios
mullidos, cuello esbelto, piernas interminablemente
largas y senos redondos. Si esto suena familiar, no
es sólo porque reproduce una descarada fantasía masculina,
sino porque así es la novia real de Rushdie, la modelo Padma Larshkim,
a quien el libro va dedicado. Por si quedan dudas sobre el paralelo, Rushdie
le da a Neela/Padma una cicatriz de veinte centímetros en el brazo
derecho que perfecciona su belleza al agregarle una imperfección
esencial (igual a la cicatriz con la que la verdadera Padma fascinó,
entre otros, a Helmut Newton). Esto va más allá del chimento:
en el estudio del romance entre Malik y Neela, Rushdie desconcierta por
completo. Su auto-satisfacción (miren a mi chica),
su falta de distancia, su inconsistencia, no parecen las de un novelista
maduro; parecen, en el mejor de los casos, las de un novelista durante
la crisis de la mediana edad. Sólo que Rushdie pasó la mediana
edad hace diez años.
Fury empieza en tono elegíaco y progresa en varias direcciones
a medida que la cólera de Malik Solanka encuentra nuevas superficies
culturales donde reflejarse. Por momentos sin duda los mejores momentos,
el libro se parece no tanto a la novelística de Rushdie como a
su periodismo, que incluye notas sumamente perceptivas sobre temas como
U2, El Mago de Oz, Brazil de Terry Gillian, Umberto Eco, Bob Dylan, Gandhi.
Rushdie se sumerge, por primera vez en una novela, en el mundo contemporáneo
Occidental. Con todo, el producto final es bastante accidentado. Aunque
la primera parte sea incisivamente moderna e intimista, el autor no logra
mantener a raya las furias de la autoindulgencia y así las líneas
argumentales de Fury, que incluyen una revolución en un estado
imaginario, un emprendimiento megaexitoso en Internet, un asesino serial,
una recapitulación de la vida de Malik, proliferan demasiado desbocadas,
demasiado desunidas, como para componer una narración orgánica.
Uno se queda con los destellos esporádicos de la mente brillante
de Rushdie (en este sentido también Fury es autobiográfica),
pero la gran novela, norteamericana o no, que Fury podría haber
sido desaparece al final del horizonte, como sin duda lo hizo la nube
sobre el Empire State poco después de que sacaran la foto.
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