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La escritura como invento europeo (c. 5300-3500 A. C.)*

Por Harald Haarmann
¿Dónde hay que buscar la clave del comienzo del uso de la escritura en las culturas antiguas, y por qué no se ajustan a la realidad las consideraciones racionales del observador moderno? Para contestar a estas preguntas lo mejor será dirigir nuestra atención hacia la civilización más antigua del mundo, es decir, la más antigua cultura regional de la Antigüedad en la que está atestiguado el uso de la escritura. No estamos hablando del ámbito cultural sumerio en Mesopotamia, del que todavía hoy muchos suponen que fue la “cuna” de la humanidad civilizada. También en los círculos científicos especializados se impone muy despacio la idea de que la civilización más antigua que merezca este nombre hay que buscarla en Europa. Sus inicios se remontan hasta el VII milenio a.C. y su núcleo se encontraba en la Europa sudoriental. A la arqueóloga lituana afincada en Estados Unidos M. Gimbutas le debemos el tener hoy en día un cuadro general y bastante digno de crédito de este ámbito cultural, que ella llama “Antigua Europa” (Old Europe). Según Gimbutas está fuera de duda que la Antigua Europa era una civilización en el sentido cabal de la palabra: “Si se define la civilización como la capacidad de un pueblo determinado para adaptarse al entorno y desarrollar habilidades artesanales y técnicas, una escritura y relaciones sociales, entonces es evidente que la Antigua Europa tiene en su haber un notable grado de éxito”.
La civilización antiguo-europea hunde sus raíces en el Neolítico, es decir en el último período de la Edad de Piedra. Por aquel entonces el empleo de los metales era aún desconocido, aunque en la fase más reciente de evolución cultural, es decir en el IV milenio a.C., se confeccionaron joyas y adornos de cobre y oro. En torno de finales del VII milenio y comienzos del VI a.C. ya habían tomado forma cinco culturas regionales que se distinguen claramente del resto de Europa por sus técnicas avanzadas en la fabricación de cerámica y en la arquitectura, así como por sus usos religiosos. Se trata del área cultural del Egeo y de los Balcanes centrales; las regiones del Adriático meridional; la zona ribereña del Danubio central; la región balcánica oriental; y el área de Moldavia, que llegaba hasta la Ucrania occidental. A comienzos del Calcolítico (Edad de piedra y cobre), hacia mediados del VI milenio a.C., aparece en primer plano el complejo cultural de los Balcanes centrales con su gran variedad de formas artísticas y objetos de culto. A esta área, cuya civilización se mantiene de forma continuada hasta mediados del IV milenio a.C., se la ha dado en llamar cultura de Vinca, por un yacimiento situado 14 kilómetros al este de Belgrado, a orillas del Danubio. En ningún otro lugar excavado del área balcánica central se han encontrado tantos objetos como en Vinca; entre ellos se cuentan casi 2000 figuras de arcilla. Dado que Vinca es el sitio con la estratigrafía más exacta y más extensa, se convirtió en la clave de la cronología cultural de toda el área.
Como es sabido, en el VII milenio a.C. el Neolítico hace también su aparición en Asia Menor, especialmente en Anatolia, con asentamientos parecidos a ciudades y un simbolismo religioso característico. La Antigua Europa, cuya civilización se desarrolla en la misma época, no queda en ningún sentido –ni cualitativo ni cronológico– rezagada respecto de la evolución en Asia. Al contrario, los asentamientos antiguo-europeos del VI milenio exhiben una dinámica evolutiva más acusada que los de Anatolia. Puede que esto sea determinante para explicar el notable hecho de que las formas culturales del complejo de Vinca –y también de toda el área– sean autóctonas y no acusen influencias minorasiáticas.
Entre los numerosos rasgos evolutivos propios de la civilización de la Antigua Europa se cuenta el uso de la escritura, por el que estacivilización se distingue netamente de las culturas contemporáneas de Asia Menor. Por lo demás, la mayor parte de los objetos inscritos proceden de yacimientos de la cultura de Vinca, especialmente de la propia Vinca y de Turda y Tartaria, en la actual Transilvania. Objetos inscritos de la cultura de Vinca se conocen ya desde el siglo XIX, pero como durante mucho tiempo la datación de los períodos culturales antiguo-europeos fue incierta, se hicieron toda clase de especulaciones acerca del origen de la escritura. La conjetura más fantástica supone que en uno de sus viajes un comerciante sumerio habría transmitido el conocimiento de la escritura a los antiguo-europeos. Tampoco se aclaró el cuadro general al disponerse de datos de radiocarbono para determinados yacimientos. Después de que en los años sesenta se constatara que los valores de carbono 14 provocaban dataciones erróneas –especialmente cuando se trata de períodos de tiempo que están a más de tres mil años de nosotros–, se corrigió la cronología basada en datos del radiocarbono con ayuda de la dendrocronología. De resultas de ello, se demostró que era mayor la antigüedad real de muchos períodos culturales, y en los años setenta se estableció sobre nuevas bases la cronología cultural relativa a la Antigua Europa y el ámbito egeo.
Los comienzos del uso de la escritura en la Antigua Europa se remontan a finales del VI milenio a.C. Con ello queda claro que la escritura paleobalcánica no puede ser una “importación” sumeria, aparte de que los signos de esta escritura no tienen ningún parecido apreciable con los símbolos de la vieja escritura pictográfica sumeria. Gracias a algunos estudios especializados de fecha reciente se ha aclarado entre tanto que la escritura antiguo-europea es un desarrollo autóctono que está a una visible distancia temporal de los inicios de la escritura en Mesopotamia; nada menos que dos milenios es lo que hay entre los primeros testimonios escritos de la cultura de Vinca y los más antiguos registros sumerios. Tan extraordinaria como la antigüedad de esta escritura es su vinculación con la esfera religiosa. La totalidad de objetos inscritos se encontraron en lugares de culto y de enterramiento, fuera de los asentamientos propiamente dichos. Los objetos que portan signos gráficos estaban a todas luces en conexión con la adoración y la invocación de divinidades, y desempeñaban un papel en el ritual que conllevaban las ceremonias de enterramiento. A menudo la función ritual de las piezas provistas de inscripciones es directamente reconocible, así cuando se trata de vasijas votivas, figuras de arcilla a modo de ídolos, ofrendas votivas de diversos tipos y tablillas votivas. En los lugares de culto se han encontrado también numerosos husos que portaban inscripciones.
Se pueden distinguir algo más de doscientos signos individuales, incluyendo aquellos símbolos de los que puede conjeturarse que reflejan valores numéricos y unidades de medida. Una porción de estos signos están grabados en la base de vasijas de arcilla como símbolos aislados, de tal modo que uno podría a primera vista tomarlos por marcas de alfarero. Pero queda claro en más de un sentido que tales símbolos son auténticos signos de escritura. Por una parte, los signos utilizados aisladamente también aparecen en combinación con otros símbolos en diversos lugares, por ejemplo en el borde superior o inferior de cacharros de arcilla, y también en su cara externa. Esta combinatoria de signos en grupos, así como el hecho de aparecer en lugares diversos, excluye de por sí la función de marcas de alfarero. Todo apunta a que en las culturas regionales antiguouoeuropeas no estaban en uso las marcas de alfarero, y que los símbolos utilizados sólo encuentran una explicación histórico-cultural coherente en su uso como escritura.
La definición de qué es escritura sólo puede referirse a la intención de escribir en cuanto tal, es decir, de asociar símbolos gráficos con signos lingüísticos, pero no a la extensión del uso escrito. Es evidente que en el área de la civilización antiguo-europea la escritura era un medio de comunicación entre hombres y dioses. El acto de escribir entraba siempreen el contexto de ceremonias religiosas como la invocación a una divinidad, la ofrenda de regalos votivos para la divinidad, rituales de fertilidad, actos sacrificiales, ritos de enterramiento y el culto de los antepasados. El hecho de que los hallazgos escritos estén restringidos a lugares de culto es un indicio de que la escritura antiguo-europea era una escritura sacra, cuya utilización tenía motivaciones religiosas. En este orden de cosas se comprende también por qué la mayoría de las inscripciones son relativamente breves; probablemente se trata de dedicatorias breves y formulares. Así que, aunque no estemos ante un uso práctico de la escritura con el fin de registrar documentos, contratos de compraventa o textos legales –usos que quizá fueran demasiado especializados para el estado evolutivo de la civilización antiguouoeuropea–, resulta inequívoco el hecho mismo de escribir y la intención de fijar textos. No es descarriado imaginarse que en las culturas regionales antiguo-europeas el conocimiento de la escritura era el bien guardado privilegio de una influyente casta sacerdotal, cuyos miembros no tenían ninguna intención de secularizar el monopolio de un uso sacro de la escritura. Cabe suponer que eran los propios sacerdotes quienes grababan las inscripciones en los objetos ofrendados, de forma que el acto de escribir equivalía a una intensificación de la comunicación entre el creyente y una divinidad determinada, comunicación en la que los sacerdotes eran los intermediarios. Para el hombre sencillo de la Antigua Europa, este uso sagrado de la escritura podía estar asociado con la idea de que fuera una clave esencial para que las divinidades se inclinasen a determinar de forma favorable el destino de los hombres.
El carácter sacro del uso de la escritura como privilegio de una casta superior sacerdotal explica también de forma plausible por qué se han conservado a lo largo de un período de tiempo notablemente largo tanto el aspecto externo de la escritura como su elenco de signos. La escritura sacra antiguo-europea estuvo en uso durante más de milenio y medio, concretamente desde finales del VI milenio hasta mediados de IV a.C. r

* Tomado de Historia universal de la escritura. Madrid, Gredos, 2001 (trad. Jorge Bergua Cavero).


Del gesto al trazo *

Por Lois-Jean Calvet
El pensamiento-el nombre-la escritura: tenemos aquí una sucesión “lógica” que sería característica de la civilización, mientras que el hombre primitivo no ha conocido la escritura. Parece que no se acaba nunca de erradicar del todo esta serie de ideas establecidas, conducentes en no pocas ocasiones a respaldar ciertas formas de racismo que han ayudado a consolidar la superioridad de nuestro Occidente. Pero antes de pasar a otro tema, resulta necesario denunciar que, por culpa del efecto perverso de determinadas formas de cientificismo, hay una serie de lingüistas cuyas obras han servido para apuntalar esta concepción. Al subrayar, justamente, que la descripción de la lengua ni puede ni debe apoyarse en otra cosa que no sea su forma oral (no correspondiendo a la escritura, precisamente, más que la mera transcripción) esos estudiosos han reforzado el dictado del sentido común, insistiendo en la subordinación de lo escrito a lo oral. Sería trabajo inútil acumular aquí cita sobre cita; simplemente basta con recordar como ejemplo de tal falsedad las palabras del fundador de la lingüística moderna, Ferdinand de Saussure, cuyo tono se puede encontrar aún en numerosas obras contemporáneas: “Lengua y escritura son dos sistemas distintos de signos; la única razón de ser del segundo consiste en representar al primero”.
Con múltiples variantes a menudo escasas, casi todos los lingüistas han adoptado similares puntos de vista con relación a la escritura. Lo que caracteriza esa mirada es también lo que constituye la característica misma de la lingüística moderna, desarrollada a partir de la fonología: la lingüística aporta a la escritura un punto de vista fonológico. Según eso, la “mejor” escritura para los lingüistas, y con esto quiero decir la que a ellos les plantea menos problemas, es la escritura alfabética, que presenta el mismo carácter lineal que la lengua y similar articulación entre las unidades. Pero ello no prueba en absoluto que la escritura naciera de la voluntad de dotar de transcripción a la lengua, sino sólo, tal como observaremos un poco más adelante, que esa cualidad cercana a lo pictórico que comporta la escritura ha ido progresivamente quedando sometida a la gestualidad representada por la lengua.

Lo pictórico y lo gestual
Vamos a intentar aportar aquí un punto de vista diferente situando primero la escritura no tanto con relación a la lengua sino respecto a otros dos grandes modelos de expresión que el ser humano parece haber conocido desde sus orígenes: lo pictórico y lo gestual. Y es que el hombre ha utilizado y sigue sirviéndose todavía de múltiples medios de expresión (por supuesto, de la palabra, pero también del gesto, la danza, las señales de humo, el lenguaje de los tambores, los pictogramas, los tatuajes, las pinturas parietales prehistóricas, el maquillaje, las formas de vestir, etc.) que pueden englobarse dentro de dos grandes grupos: el de la gestualidad, que comprende aquellos sistemas por definición fugaces, y el de lo pictórico, compuesto por aquellos otros sistemas con cierta capacidad de perduración, de resistencia al tiempo o capaces de salvar el espacio. Es decir que lo pictórico está vinculado a una función particular, incorporado a la función de expresión o de comunicación (y pudiendo en ocasiones elevarse por encima de ellas): asegurar la conservación o la perennidad del mensaje. Lo gestual tiene sentido en el aquí y el ahora, en el instante, y lo pictórico encuentra su sentido en lo relativo a la distancia o a la duración, puesto que deja alguna huella.
Lo pictórico supone una forma, forma susceptible de encarnarse en ciertos objetos usuales semantizados (éste sería por ejemplo el caso de las semillas de la planta de cola que, dentro de algunas culturas africanas, sirven para acompañar una petición de matrimonio) o en determinadas creaciones gráficas ad hoc. Se trata de un amplio camposemiótico cuyos signos pueden ser nombrados por la lengua, no importando de hecho por qué tipo de lengua: lo pictórico es el producto de la cultura, de la sociedad, del mismo modo que la lengua, si bien no mantienen originariamente ninguna relación de necesidad. r

Tomado de Historia de la escritura. De Mesopotamia hasta nuestros días. Barcelona, Paidós, 2001 (trad. J avier Palacio Tauste).


Cada maestro con su librito

Por Daniel Link
Si hiciera falta, todavía, una demostración de que la historia la escriben los hombres, o algo para acallar el reclamo dickensiano (“¡Realidades, queremos realidades!”), las dos historias de la escritura que en esta edición se presentan bastarían para convencer al más recalcitrante de los factualistas. El Prof. Lous-Jean Calvet enseña Sociolingüística en la Universidad de la Sorbona y la Historia de la escritura. De Mesopotamia hasta nuestros días que ahora traduce Paidós fue originalmente publicada en 1996. En la suscinta bibliografía que cierra el volumen no hay ninguna referencia a la Historia universal de la escritura publicada originalmente por el Prof. Harald Haarmann, académico de Helsinki, en 1991 y traducida ahora por Gredos. La falta no sería sorprendente si no fuera porque el Prof. Haarman tampoco cita –en su extensa bibliografía– ninguno de los trabajos previos de Calvet. Uno y otro, parecería, se desconocen (lo que, en un mundo académico que gracias a los servicios de las nuevas tecnologías se ha convertido en un pañuelo, resulta, ahora sí, casi escandaloso). En todo caso, una y otra versión sobre los orígenes y transformaciones históricas de la escritura responden a tradiciones académicas diferentes y es en relación con esas tradiciones académicas (y no tanto en relación con la verdad de “los hechos”) que habría que juzgar la legalidad de una u otra teoría.
En los fragmentos reproducidos en esta edición, elegidos deliberadamente para ilustrar la diferencia de los puntos de vista y de las conclusiones se observará que, mientras Calvet insiste en localizar los orígenes de la escritura en los experimentos sumerios de Mesopotamia, Haarmann arriesga la hipótesis de que la escritura habría nacido dos milenios antes y en Europa central.
Desde el punto de vista teórico, Calvet desdeña toda concepción evolucionista de la escritura (en el sentido de un progreso histórico hacia una forma “mejor”) y, como es lógico, considera que la escritura no es un sistema de representación del lenguaje sino un código independiente. En el texto de Haarman, por el contrario, puede leerse (aún cuando la afirmación sea matizada a lo largo del libro) que escritura es la intención de “asociar símbolos gráficos con signos lingüísticos”.
Por supuesto, el conjunto de hipótesis sobre el desarrollo de la más importante e imaginativa tecnología inventada por el hombre (después de todo, el fuego y la rueda estaban ya en la naturaleza y sólo se trataba de producirlos artificialmente) que cada uno de los autores desarrolla es bien diferente. Lo mismo podría decirse del repertorio de ejemplos a los que acuden para legitimar sus afirmaciones.
En los dos casos, el lector no comprometido con alguna de las tradiciones académicas recuperadas por Calvet y Haarman encontrará “verdades”, observaciones sorprendentes, agudas descripciones históricas y tratamientos cuidadosos de las evidencias arqueológicas.
No es éste el lugar (ni quien escribe el experto más competente) para decidir cuál historia se ajusta más a los hechos, si tal cosa fuera posible. Sí conviene insistir aquí en la riqueza de matices presentados y en la diversidad de los resultados cuando se parte de marcos teóricos diferentes. La historia la escriben los hombres y es por eso que la historia es un efecto de discurso.

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