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Puras mentiras, la última novela de Juan Forn, inaugura la reedición de su toda su obra en editorial Alfaguara. A continuación, Radarlibros sitúa esa novela en el rico panorama de la ficción argentina actual.

El arte de la conversación

Por Ariel Schettini
Hace cien años había casi un género en la literatura argentina y un personaje que protagonizaba la esencia de nuestro mal: el inmigrante. Es imposible pensar nuestra literatura sin la aparición de ese personaje sin historia y sin linaje, que invade con mano de obra e ideología.
El inmigrante fue primero un personaje. Después, desde la década del cuarenta del siglo pasado, fue una voz. En esta última novela, Juan Forn juega a darle espesor y voz a un nuevo arquetipo de los argentinos en este otro fin de siglo: el emigrante. Ese personaje con el que no cesamos de convivir, que quiere deshacerse de su historia y no lo logra. El que escapa de sus raíces y el que hace de la memoria un ejercicio peligroso y sentimental: ése sería el personaje fundamental de todos los relatos que hay dentro de la novela Puras mentiras.
Aun cuando hablar así de la novela de un hombre que escapa a una desolada playa de la costa atlántica argentina, y que vive una pequeña aventura al borde del erotismo y el delito sea excesivo, a Juan Forn le encanta escuchar lo que los demás piensan de su novela. “Quizás sea porque estoy en un estado angélico fruto de la paternidad, pero a este libro le tengo confianza, es fiel a lo que soy”, dice. Y acaso sea ese mismo gesto el modo de presentarse más interesante de toda la novela: todos los personajes viven “narrados” por los demás; son aquellos que el protagonista se encuentra en el camino los que le dan las claves de su pasado y su futuro. No hay personaje que no tenga un relato para definirse.
Y es que, indudablemente, para Juan Forn la novela, como género, está cerca de la conversación. Puras mentiras podría pensarse como una serie de conversaciones en la que los personajes se intercambian relatos. Forn piensa la novela como parte del arte del diálogo cotidiano: “Hay algo en la conversación, en la que uno cuenta un cuento, en que los silencios son a veces más elocuentes que lo dicho y ese artificio del relato oral es algo que yo quería poner en Puras mentiras. Porque a mí me encanta hablar con mis amigos de los libros como los mecánicos hablan de los motores: siempre desde la perspectiva de la técnica”.
Y para provocar ese efecto de silenciosa elocuencia, dice haber recurrido a cierta escritura de la década del setenta. “¿Haroldo Conti?”, se preguntará el interlocutor buscando una filiación en el paisaje taciturno de Mascaró. Y Forn responde: “No. Sobre todo pensando en la ‘agenda de estilo de esa época’: el Vargas Llosa de Conversación en la Catedral, o Puig, o el Onetti de La novia robada. Con eso traté de armar esta novela”. Si le preguntaran si es una novela o un grupo de cuentos, Forn respondería que ese juego entre perspectivas, voces, relatos enmarcados por otros relatos, surgió como parte de una necesidad: “Necesitaba cortar con la idea de una voz fluida que narra, porque ya conocía ese modo de contar en mí”. Terminó saliendo como un cubo mágico en el que cada pieza trata de ser una parte en articulación con el todo. Pero tampoco Forn quiere pensarla como una novela pirotécnica del artificio: “Esa era la única forma en la que la podía narrar esa historia”.
Con su novela y con sus palabras, Forn también trata seguramente de escapar del estigma de ser uno de los escritores argentinos más “americanizados” que hay, no sólo en lo concerniente a una forma del estilo directo, cinematográfico y realista, sino también como constructor de una forma de relato al mismo tiempo sentimental y viril que la literatura argentina (víctima de su propia violencia, o de su machismo) se había salteado: “A mí me costó mucho tiempo reconocerme como un sentimental”, confiesa, “pero la literatura norteamericana para mí se angostó. Entre el mundo de Cheever y Barth y el de DeLillo Y Ethan Canin, para mí, hay un angostamiento, por lo cual pronto va a ser directamente un objeto de campus sin el menor rastro vital”. Pero es indudable que permanece en Puras mentiras el sentido de deriva de cierta literatura norteamericana y el desamparo desértico de sus avatares. No hay un solo personaje de Forn que no se plantee, como en el cine o en la literatura en inglés, el drama filosófico de su ser. En una literatura como la argentina, en la que ese drama está siempre sumergido en una reflexión política, la literatura de Forn es, desde sus inicios, una irreverencia, porque siempre se planteó otro modo de narrar.
Con esta novela, Forn inicia la reedición de sus obras completas y, si se lo invita a recordar sus comienzos como escritor, parece más la historia de un cantante de rock que la de un intelectual. Nadar de Noche, su segundo libro, fue indudablemente un hito en la literatura argentina que obligó a los lectores a tomar partido, dividió aguas y planteó la posibilidad de un estilo no reconocido por la crítica. Cuando Forn recuerda ese momento se ve a sí mismo como un francotirador que protege a su librito contra los embates de la intelectualidad que lo denostó o lo celebró sin dudarlo. Pero aun así, lo recuerda con cariño. Recuerda, también que en el relato “Nadar de noche” había una cierta ironía contra la generación anterior, contra su modo de pensar el compromiso y la literatura, como quien le habla desde el presente a un muerto que no sabe qué pasa del otro lado, del lado de los vivos.
Ahora, el mismo autor de la literatura juvenil más leída es un hombre de más de cuarenta y aunque comenzó este libro pensando que iba a ser un relato de esa crisis de madurez, la propia historia terminó llevándolo para otro lado, “porque yo no soy de los escritores que trabajan con un plan, yo voy para donde el libro me lleve”, dice. Y al decirlo, seguramente habla de sus personajes, seres en estado de deriva, pero al mismo tiempo, vigilados por una prosa que busca el efecto y la sorpresa sin descanso.
Forn es de esos escritores que ya casi no existen. Confiesa sin pudor que quiere “copular” con el lector; que a ese lector lo quiere, lo mide, lo calcula y por él se entrega a contar y escuchar el cuento. En el único momento en que se habla de literatura, en una novela básicamente cinematográfica, el relato aparece como una herencia, “como si lo literario fuera una especie en extinción, algo que quedó perdido en un desván, lo único que se puede transmitir”, dice con el entusiasmo expectante de un estreno. “Es el arte de la conversación”, dice mientras hace el esfuerzo de imaginar cómo se podría leer cada frase de su novela: “eso, el ejercicio oral del relato”.

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