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RESEÑAS

El peor de la clase

Dennis Cooper es, probablemente, el más controvertido escritor gay. Su obsesión por la violencia, la muerte y el sexo (en la línea de Sade) le ganaron un lugar aparte de la corrección política tan cara a la comunidad homosexual norteamericana.

Por Mariana Enriquez

Dennis Cooper tiene hoy 48 años, nació en California y desde los dieciséis años no sabe nada de su familia: su padre es dueño de una compañía que fabricaba misiles para la NASA y recibía visitas de Richard Nixon. En los ‘70, cuando conoció el movimiento punk, fundó la revista Little Caesar y más tarde la editorial Little Caesar Press, que editó sus trabajos y los de algunos contemporáneos como el performer masoquista Bob Flanagan. Desde hace varios años trabaja además como periodista en la revista Spin y acaba de editar sus artículos en la recopilación Todo oídos, que incluye obituarios a Kurt Cobain, River Phoenix, ensayos sobre el sida y entrevistas con Leonardo Di Caprio, Keanu Reeves y Courtney Love. Como un chiste perverso, en su novela Guía, Dennis casi asegura que tuvo sexo con Leo en un club, cuando el actor estaba rodando Total Eclipse, la fallida biografía de Arthur Rimbaud, el héroe de Cooper.
Dennis Cooper es, además, el único escritor gay que recibió amenazas de muerte de un sector de la comunidad homosexual. Queer Nation, una agrupación norteamericana, lo acusó de sufrir “homofobia internalizada”, y de ser “un virulento anti-gay”. El libro que mereció la amenaza fue Cacheo (Frisk, 1991), su segunda novela. William Burroughs, después de leerlo, anunció que “Dennis Cooper es escritor por naturaleza” y pidió “que Dios lo ayude”. Cacheo es una larga carta de un personaje llamado Dennis que busca un compañero para realizar su fantasía: asesinar y mutilar a un adolescente durante el acto sexual. La ira de cierto sector de la comunidad gay no pudo evitar que autores “políticamente correctos” como Edmund White o Michael Cunningham expresaran su admiración por Cooper, pero siempre con cierta reserva. Se duda, en fin, de que su literatura sea “responsable” y se lo acusa de perpetuar prejuicios. Que en varias novelas el narrador se llame Dennis contribuye a borrar la línea entre lo confesional y la ficción, entre fantasías y actos. Pero a Cooper no parece preocuparle demasiado la opinión de la comunidad. “Supongo que soy como una espina en su costado” dice, y define su trabajo como parte de un movimiento de anti-asimilación. “El arte homo-normal es una prisión. De acuerdo a las leyes no escritas de la comunidad gay, si sos un artista estás obligado a ser vocero de la comunidad. Deja de ser arte y se convierte en propaganda. Personalmente, nunca me sentí cómodo en la comunidad homosexual. Aun antes de que la liberación decidiera que estábamos todos fuera del closet y podíamos tener vidas más convencionales, nunca me gustaron los rituales. No tengo ningún interés en la identidad colectiva. De todos modos, la comunidad gay ya no me percibe tanto como una amenaza. Tiene que ver con que los gays ya no leen. Cuando publiqué mi primera novela, había un boom de literatura gay: estaba de moda. David Leavitt fue promocionado como el ángel y yo como el demonio. Los gays compraban mis libros y se enfurecían porque creían que era un ataque al erotismo o a sus estilos de vida, cosa que nunca fueron. Pero ahora la comunidad mira películas o ve Queer as Folk por TV. Mis lectores de hoy son los gays renegados, y muchos adolescentes. Prefiero eso.”
Dennis Cooper acaba de finalizar, con Punto (2000), una pentalogía que inició en 1989 con Contacto. El ciclo llevó hasta el límite su fascinación por la violencia, el sexo, la muerte, la cultura joven y la busca de un objeto de deseo. La pentalogía es una repetición obsesiva de las fantasías de Cooper, que siempre culminan en asesinato y espantosa mutilación de jóvenes de un tipo físico muy definido, en general ejemplificado con actores o estrellas de rock reales, como Alex James de Blur o Keanu Reeves. Esos jóvenes suelen estar, en el momento del desmembramiento, en un estupor narcótico, o cercanos a la muerte por cualquier otro motivo. Las obsesiones periféricas de Cooper incluyen violaciones, films snuff (películas underground de las que nunca pudo obtenerse prueba real de su existencia y que se basan en un asesinato real y erotizado), paidofilia, porno infantil, drogas y abuso en general. Todos sus protagonistas son jóvenes norteamericanos de diferentes subculturas, en general asociadas con el rock: punks, rockeros alternativos, artistas plásticos, homeless portadores de HIV, siempre drogados, distantes. Su minimalismo recuerda al Bret Easton Ellis de Menos que cero (Ellis reconoció recientemente que Cooper es una de sus influencias estilísticas), su minuciosa descripción de perversiones lo acerca a Sade y su retrato perfecto de la cultura joven norteamericana lo revela como cronista. Muchos lo comparan con Burroughs, pero Cooper no ve la relación salvo en que “somos homosexuales, obsesivos y escribimos sobre sexo”.
A través de las mentes obsesivas de sus personajes, Cooper parece decir que la conexión sexual-emocional entre la gente es imposible, porque todo lo que el cuerpo puede ofrecer es información fragmentada. Aunque vuelve una y otra vez sobre los mismos temas, cada novela de la pentalogía es distinta en estructura y argumento. Contacto es una semana en la vida de George Miles, un adolescente de secundaria pasivo y permanentemente drogado que es objeto de numerosas formas de abuso, físico y emocional, y que acaba horriblemente mutilado. Cacheo es mucho más brutal, casi un monólogo obsesivo y aterrador, pero en Tentativa vuelve a un formato más convencional para narrar las desventuras de Ziggy, un chico de dieciocho años, hijo adoptivo de padres gay que lo someten a abusos sexuales desde que tiene ocho años. Es una novela que explora las emociones mucho más que los cuerpos. Guía vuelve a estar protagonizada por Dennis y es la novela más fragmentada y cercana a lo confesional: Dennis intenta escribir, durante un viaje de ácido, una novela sobre sus amigos. En realidad, lo que pretende es decidir si puede prescindir de sus fantasías violentas y de la tentación de realizarlas, mientras se debate entre Chris, un heroinómano que fantasea con ser asesinado, y Luke, un amigo más inocente que le propone algún tipo de salvación a través de un amor platónico.
En Punto, Cooper se parodia a sí mismo: todas sus obsesiones son llevadas al extremo en una novela confusa que incluye sitios web secretos, satanismo, bandas de rock gótico, pornografía y, por supuesto, crímenes. Hay una relación entre forma y contenido en la pentalogía. Si la obsesión es el desmembramiento de un cuerpo humano, el ciclo, explica Cooper, “está construido como una lenta tortura y desmembramiento del cuerpo de la primera novela, Contacto. Cada una de las otras es una nueva herida. La novela se desintegra y la estructura por debajo se hace más evidente. Cuando se llega a Guía, es casi un monólogo mental que trata de volver a componer un cuerpo fragmentado. Punto es un esqueleto, un fantasma. Ya no hay nada con que trabajar”.
Punto es además, afirma Cooper, la última vez que usará sus fantasías como material para su literatura. Escribir acerca de su perversión, dice, lo ayudó a obtener claridad. “En las novelas intenté resolver mi interés por el sexo y la violencia. Los libros tienen posturas confusas ante temas terribles, y yo las tenía. Soy más razonable desde que pude poner todo sobre papel. Ya no estoy tan loco. Ni tan sexual: antes no podía siquiera estar con alguien porque tenía demasiado interés en investigar... qué había dentro de ese cuerpo. Fue una psicosis. Pero tuve que hacerlo.”


La loca de la revolución

Tengo miedo torero
Pedro Lemebel
Seix Barral
Santiago de Chile, 2001
218 págs. $ 14

Por Cristian Alarcón

Podría decirse en confianza, del escritor chileno Pedro Lemebel, que es una marica barroca y popular –en lo más clásico del termino en desuso–, capaz de calzar tacos altos de vez en cuando y con esos mismos chuteadores golpear con ruda inclemencia la entrepierna de las derechas trasandinas, pero al mismo tiempo presionar lo suficiente la dimensión machista de la izquierda heredera de Neruda y Allende. Al menos como para que al hombre nuevo perimido se le complique justamente la vida utópica con algunos conflictos sobre la sexualidad, la identidad sexual y la lucha de clases totemizada por la izquierda negadora, esa misma que ahora sí lo mira con cariño.
Aquel manflorón que, parado en una tarima sobre la Alameda en años de lucha antipinochetista, allá por fines de la década del ochenta, era capaz de escupir en la oreja de los compañeros del PC aquello de “yo hablo por mi diferencia” se despacha –después de que la edición de sus crónicas en España le valiera becas mundiales, la admiración de la academia americana más crítica y la de coterráneos como Roberto Bolaño– con su primera novela, Tengo miedo torero, editada por Seix Barral en Santiago.
Habiendo inscripto con su crónicas un estilo irruptivo, entre el barroco reflexivo de Perlongher y la respiración brutal de Reinaldo Arenas, con una dosis de “pobla santiaguina” nunca abandonada, como si allí su piel estuviera en juego, Lemebel sale al ruedo con un libro en el que juega su primer relato largo en su más larga carrera de cronista. Lo hace cuando “ella” ya ha dejado de ser una “Yegua del Apocalipsis”, ese grupo de performances artístico-políticas en las que era capaz de tirar cal viva sobre su cuerpo rebelde para demostrar que nada era más doloroso que la existencia del régimen de Augusto Pinochet Ugarte y su continuidad democrática.
Tengo miedo torero es uno más de los versos que “la Loca del Frente” escucha entonados por los baluartes del bolero y la canción romántica de la talla de Sarita Montiel y Lucho Gatica. Musical y poética, fuera de los registros oficiales sobre la conveniencia del adjetivo que supuestamente mata, Tengo miedo torero es la historia de esa marica de población seducida, enamorada y utilizada por el muy joven Carlos, militante del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, organizador y partícipe del atentado a Pinochet que fracasó en 1986 entre las elevaciones precordilleranas del Cajón del Maipo.
Bordadora de manteles, ajuares, y sábanas de la clase alta santiaguina, la Loca es inocente hasta ahí, hasta el punto en que se deja cautivar por el amor sublimado que le ofrece el militante a sabiendas de que algo está entregando por el acceso a ese cuerpo lejano que se le ofrece de a ratos, entre medidas de seguridad que no comprende, y que asume bordándoles carpetitas. Como en El beso de la mujer araña de Manuel Puig, novela en la que una sola escena de sexo se concreta entre tanto cortejo verbal tras las rejas, en Tengo miedo torero la disposición del cuerpo del hombre deseado es también una utopía a la que apenas se accede en una noche de locura etílica, cuando la negación del sopor hace efecto sobre ese miembro que la Loca vuelve a acicatear pero no ya solo para su goce sino para cuestionar la dimensión revolucionaria en la que el goce y la diferencia se niegan bajo los imperativos de las viejas lecturas políticas. Son ellos dos, la Loca y el joven, los protagonistas de esta historia de amor, y otros dos, Pinochet y La Primera Dama, los que encarnan el coprotagónico, más agónico que nunca en una pintura grotesca de la dictadura hecha a partir de la imaginaria vida cotidiana del dictador, su reposo de foca y el parloteo chicharra de su mujer, que lo atormenta como nunca lo hicieron sus propios crímenes. Y hay en Tengo miedo torero hasta una marica de derechas que asesora en el vestir a La Primera Dama, ocupada en decidirse por un Nina Ricci o un conjunto mostaza de Chanel para los festejos del régimen. Porque vestirse equivale a producir subjetividades estéticas que toman posición política, una metáfora de la dominación y de la rebeldía.
Así, en una de las escenas más lemebelianas del libro, la Loca atraviesa en micro las grandes alamedas sitiadas por la violencia militar para entregar en el otro extremo de Santiago, allí donde viven los generales, un mantel bordado de ángeles y pájaros encargado para la fiesta del golpe del 11 de septiembre. Y cuando está allí se mete al comedor de la mansión y prueba su obra sobre la larga mesa que parece una ataúd. La Loca enamorada imagina entonces sentados y ya ebrios de alegría (por tanto marxista muerto) a los generales en su tinta. Ve ya no chorrear el vino sobre el mantel blanco, sino la sangre y los coágulos. “A sus ojos de loca hilandera, el albo lienzo era la sábana violácea de un crimen, la mortaja empapada de patria donde naufragaban sus pájaros y angelitos.” Entonces, la Loca del Frente arría su bandera bordada, pierde la ganancia de su trabajo, y corre de regreso a su barrio, asqueada de las marchas marciales que atronarían en esa cena de la que no quiso ser cómplice. Se sumerge la Loca en el amor esquivo por el muchacho, en la complicidad ahora con una causa que no le quieren revelar, pero que presiente y asume riesgosa, como esa canción cantada por la Montiel: “Tengo miedo torero/ tengo miedo que en la tarde tu risa flote”.


Los olvidados

Pierre Seel: Deportado
homosexual
Pierre Seel y Jean Le Bitoux
(prólogo de Jordi Petit)
Bellaterra
Barcelona, 2001
142 págs. $ 12

Por Sergio Di Nucci

“Por un placer, mil dolores”, escribió hace más de quinientos años François Villón, y un raro alsaciano sobreviviente del Holocausto, Pierre Seel, retoma estas palabras para intentar reparar un ultraje de la Historia: el sometido a quienes, por homosexuales, fueron encerrados, torturados y asesinados por el nazismo. Luego de décadas de silencio, y ante la perplejidad por la ausencia de voces, Pierre Seel decidió hablar, testificar, acusar, y contó con la colaboración de Jean Le Bitoux para redactar este volumen que lleva como título Pierre Seel: Deportado homosexual, publicado originariamente en Francia en 1994.
Un uso ya consagrado exige en los relatos del Holocausto la adopción, inmediatamente premiada, de una perspectiva aleccionadora y práctica: la memoria de la ocupación, persecución y humillación es el estímulo moral para enfrentar el mal. Pierre Seel elude esta casi bíblica compensación, porque en su caso no la hubo: el mal no estuvo condensado exclusivamente en la horda hitleriana sino también en Mulhouse, su pueblo natal, en su familia y amigos, que lo aceptarán de vuelta a cambio de reducirlo a una no-persona (la barbarie empieza en casa). “La verdadera liberación fue para los demás”, constata Seel, que debió presenciar cómo la sociedad francesa (Europa y el mundo) continuaba dispuesta, tras la liberación, a encarcelar a todo homosexual que se comportara públicamente como tal.
Si el Holocausto actúa hoy como la objeción más irreprochable en contra del antisemitismo, resulta impermeable a la homofobia. Es conocida sobradamente la saña del régimen nazi en contra de judíos, comunistas y gitanos; mucho menos la que ejerció en contra de personas homosexuales, identificadas en los campos con un tríangulo o cinta rosa (judíos y homosexuales, sin embargo, comparten todavía hoy algunos estigmas: el viejo libelo en contra del judío –que bebe la sangre de los niños católicos– tiene su eco en la insistencia de la joven madre moderna que asegura no tener nada en contra de los gays pero que prefiere que estén lejos de su hijo.
Católico y de padres burgueses, Pierre Seel es enviado a los 19 años al campo de concentración de Schirmeck, a 30 kilómetros de Estrasburgo. Dos años antes, y sin saberlo, la policía alsaciana lo había incorporado como homosexual en sus archivos, a los que, por supuesto, accedieron los nazis en junio de 1940. Las redadas comenzaron, y las primeras víctimas fueron los homosexuales. En Alemania venían siéndolo desde 1933, con fundamentos estrictamente raciales: si los judíos contaminaban la raza, los homosexuales perjudicaban su reproducción. El funcionario nazi Heinrich Himmler podía exaltarse en 1937: “Los que practican la homosexualidad privan a Alemania de los hijos que le deben. Si este vicio continúa expandiéndose será el fin del mundo germánico”. En 1943, Himmler llega a la conclusión de que los homosexuales debían ser castrados. Y a los encerrados se les prometió que una vez castrados volverían a su hogar, aunque fueron enviados al frente de combate.
No sólo el ciudadano común alemán acompañaba el ritmo del nazismo sino también las instituciones, entre ellas las psiquiátricas y psicoanalíticas. La sociedad psicoanalítica de Berlín, convertida en instituto Göring, creó comisiones para erradicar, “curar”, la homosexualidad. Le acercaba además al Ministerio de Guerra perfilespsicológicos de los desviados. El mismo Pierre Seel sufrió experimentaciones médicas en su cuerpo y conoció casos de personas a quienes se quiso modificar su conducta sexual mediante lobotomía. En su relato, sin embargo, pasajes como éste no abundan: “Las SS empezaron a arrancar las uñas de algunos de nosotros. Rabiosos, rompieron las reglas sobre las que estábamos arrodillados y con eso nos violaron. Nuestros intestinos fueron perforados. La sangre salpicaba por todos lados. Oigo todavía nuestros gritos”.
Las cosas tampoco fueron fáciles para Seel una vez acabado el infierno, porque para él, que había sido castigado por homosexual, no había caminos que permitiesen vivir una vida, precisamente, homosexual, “y hablar de ello equivalía a recibir una nueva condena”. El modernísimo Código Napoleón de 1804 había sido barrido ya antes de la ocupación y, tras la liberación, De Gaulle limpió sólo superficialmente el Código Penal. Desaparecían en Francia las leyes antisemitas, pero no las que concernían a la homosexualidad. Ni siquiera los estridentes años sesenta interpelaban a Pierre Seel: “Es verdad que la vida de los homosexuales había cambiado mucho desde hacía algunos años. Una fiebre asociativa había creado mientras tanto los festivales de cine o las manifestaciones a cara descubierta. El kiosco de periódicos de la esquina tenía ahora una prensa de actualidad homosexual. Pero todo ese desbarajuste sólo concernía a la nueva generación del ‘68. Yo no había conocido más que la clandestinidad”.
El número de homosexuales asesinados por el nazismo oscila entre trescientos cincuenta y ochocientos mil. Y Alemania esperó hasta 1988 para reconocer la deportación de un solo homosexual. No sería difícil probar (si el esfuerzo valiese la pena) la continuidad de los movimientos radicales del ‘68 con los de 1990, que hicieron de las políticas de la identidad programas revolucionarios y de la homosexualidad un acto disruptivo, una protesta, un gesto.


La brasa en la mano

FIESTAS, BAÑOS Y EXILIOS. LOS GAYS PORTEÑOS EN LA ULTIMA DICTADURA
Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli
Sudamericana
Buenos Aires, 2001
224 págs., $ 19

POR CLAUDIO ZEIGER

Una mezcla de deseo y riesgo, de frivolidad y marginación, de ternura y terror, caracterizaron a una de las napas más secretas y menos exploradas de la vida cotidiana bajo la dictadura militar. A diferencia de otros relatos sobre la época, los avatares de los gays hacia fines de los setenta y principios de los ochenta en la Argentina producen aun hoy (cuando se los puede leer con la supuesta distancia de un mundo que definitivamente cambió) discursos sinuosos, contradictorios y en gran medida, insólitos. Las locas (como llaman los autores del libro, decididos a esgrimir políticamente un término peyorativo, a quienes dieron su testimonio) hablan acerca de sus prácticas con una honestidad brutal, una desmesura literaria y un coqueteo que no termina de extinguirse. Como diría el escritor chileno Pedro Lemebel sobre sí mismo (ver nota en página siguiente), hablan por su diferencia. Y esa diferencia, a la vez, va delimitando los distintos territorios que fueron transitados por los pasajeros del sexo gay bajo la dictadura.
Las tres partes en las que se divide el libro (las que aproximadamente se corresponden a las tres zonas mentadas en el título: las fiestas, los baños y los territorios del exilio) son las tres zonas básicas que –para los gays que pueden ser englobados bajo la categoría “minoría sexual”– operan como círculos concéntricos, que a veces se tocan y otras veces no, en esos típicos movimientos de lo que se dio en llamar una “cultura de cruces”. De eso trata Fiestas, baños y exilios: de cómo operó esa cultura de cruces (sociales, culturales y estéticos) en unos años tan poco proclives a la mezcla social y cultural.
Las primeras preguntas que pueden surgir entonces de la lectura son las siguientes: ¿qué tenían en común un habitué de los baños públicos (para tener sexo, se entiende), un plástico de iniciales FK que organizaba exóticas fiestas de disfraces, una mariquita de barrio humilde exiliado en alguna casita del conurbano harto de las detenciones y los maltratos policiales, o un sofisticado militante del Frente de Liberación Homosexual, más allá del deseo orientado hacia su propio sexo? ¿Vale igual la experiencia de un homosexual de doble apellido protegido por la familia, que el de uno ignoto y pobre? ¿Alcanza esa orientación común para agruparlos en un colectivo? ¿La experiencia de algunos, digamos, un tanto superficial, no habría ofendido a la conciencia política de otros? La conciencia de una vanguardia esclarecida que quería mezclar revolución y homosexualidad, ¿no quedaba al desnudo como un disparate mayúsculo, frente a la extrema frivolidad de la “masa” gay?
Flavio Rapisardi (escritor y coordinador del área de Estudios Queer de la Universidad de Buenos Aires) y Alejandro Modarelli (escritor y periodista) llevaron este concepto de cultura de cruces al propio entramado del libro. De hecho, Fiestas, baños y exilios no sólo es el resultado del “cruce” de visiones de dos autores sino que además es el resultado de un cruce de géneros: los testimonios y el ensayo crítico; el peinado de las teorías que reflexionan sobre las minorías sexuales (el “genre”, los gay studies, y finalmente la teoría queer, más proclive a romper el concepto de identidades y roles sexuales fijos) y la confrontación de tanta conceptualización con la experiencia de vida, de la calle, donde persisten con empecinamiento esos roles fijos y esos prototipos antiguos que se niegan a extinguirse (como el de la marica o elchongo, personajes de muchos de los relatos del libro). Deliberadamente juntaron a todos en una misma fiesta, los obligaron a mezclarse: a la loca travestida y al cuadro político, al poeta neobarroco y a la que imita divas de los años cuarenta.
Esos cruces son tanto la materia como la forma del libro, y esa íntima coherencia hace que estemos frente a un libro tan curioso como logrado. Además, intrínsecamente honesto: si bien los testimonios son muy duros (a veces por primitivos, a veces por desbordados), en ningún momento los autores vuelcan la balanza hacia el lado de la corrección política ni intentan ajustarlos a la teoría.
Los testimonios de las locas se acumulan no sin contundencia: cómo eran por dentro las “teteras” de las estaciones de trenes; cómo había un submundo de sexo entre varones en la comisaría de la Casa de Gobierno, literalmente debajo de Videla; cómo eran las fiestas en el Tigre a hurtadillas de la Prefectura o la realidad detrás del mítico viaje liberador a Brasil. La vida, asociada al sexo, palpitaba entre la muerte y la tortura. En este sentido, hay mucho de sobreviviente en estos gays que quedaron a medio camino entre la primavera del ‘73 y el golpe militar. Y mucho de picaresca también. Casi podría decirse que las dos primeras partes del libro son el despliegue de una picaresca homoerótica bajo un régimen fascista, un relato novelesco y desbocado, a la manera de ciertas páginas de Reinaldo Arenas.
La tercera parte del libro (“Militancia y exilios”) viene a poner un poco de paños fríos en el desenfreno, a la vez que abre la investigación a otras zonas. Es el momento de diseccionar los destinos de la vanguardia militante, de los orígenes más remotos del Frente de Liberación Homosexual y los destinos de quienes lo integraron. Los discursos convocados cobran otro espesor y, desde luego, otra clase de dramatismo. Las relaciones fallidas con la izquierda a través de figuras sumamente atractivas como la de Néstor Perlongher, Adelaida Gigli o el militante comunista Héctor Anabitarte, aportan el segmento de reflexión sobre la experiencia.
El libro, sin embargo, es el todo: las historias de la masa y la historia de la vanguardia; antropología urbana de los avatares de la minoría sexual y reconstrucción de campo intelectual; así que por un lado, Fiestas, baños y exilios viene a sumarse a los aportes de Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires de Juan José Sebreli y Médicos, maleantes y maricas de Jorge Salessi, y por el otro intenta abrir un camino más personal, arriesgándose en los territorios donde verdaderamente sucedieron –y suceden– los hechos, entrando en la intimidad de los cuartos y de las conciencias, apostando al cruce entre la teoría y la práctica, y aceptando los resultados que arrojó la mezcla de la siempre esquiva y sorprendente realidad.

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