Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

Beatriz Sarlo en la encrucijada nacional

Bibliografía obligatoria

Dos libros recientemente distribuidos con su firma �Tiempo presente (Siglo XXI), La batalla de las ideas (1943-1973) (Ariel)� y un escándalo institucional ponen a Beatriz Sarlo en el centro de la escena intelectual.

Por Daniel Link

El Consejo Directivo de la Facultad de Filosofía y Letras, no conforme con el alarmante deterioro de las instituciones universitarias, ha decidido dar un paso adelante y se dedica ahora a humillar públicamente a sus (mejores) profesores. Tal es el caso de Beatriz Sarlo, quien acaba de renovar su cargo de Profesora Titular de Literatura Argentina Contemporánea. Sarlo había concursado hace ya más de siete años (lapso de duración de los cargos regulares, aquellos que son objeto de concursos de antecedentes y oposición) y finalmente la Facultad de Filosofía y Letras logró llevar adelante el concurso (de complicado trámite) para la renovación del cargo de Beatriz Sarlo, en el que oficiaron de jurados Raúl Antelo, Jorge Schwartz y Hugo Achúgar (distinguidísimos profesores de diferentes universidades de América latina). De acuerdo con la reglamentación vigente, el jurado decidió unánimemente recomendar al Consejo Directivo de la Facultad de Filosofía y Letras que solicitara a la Universidad de Buenos Aires el nombramiento de Sarlo, en virtud de sus méritos académicos, como Profesora Titular Plenaria.
La figura, recientemente reglamentada, significa que un Profesor Titular así distinguido queda eximido de renovar cada siete años su cargo mediante el agobiante (y carísimo para la Universidad) proceso de concurso de antecedentes y oposición. En el caso de Sarlo, el nombramiento solicitado por el jurado no es más que un (más que merecido) reconocimiento simbólico, dado que antes de los próximos siete años Sarlo deberá jubilarse, de acuerdo con el reglamento universitario, y ella ha declarado públicamente su intención de así hacerlo.
Arrasado por las disputas palaciegas, el Consejo Directivo decidió hacer caso omiso de la recomendación de los jurados, ofendiendo a quienes desinteresadamente prestan su tiempo y su talento para garantizar la ecuanimidad en la provisión de cargos universitarios y, sobre todo, dando a entender que Beatriz Sarlo no sería merecedora de semejante reconocimiento académico, humillándola públicamente ante sus pares, que contemplan con estupor cómo una de las más lúcidas intelectuales argentinas (independientemente del grado de adhesión que sus posiciones políticas pudieran suponer) queda presa del sistema de bajezas que la Facultad de Filosofía y Letras considera hoy su “forma de gobierno”.
Afortunadamente, Beatriz Sarlo acaba de publicar dos libros, Tiempo presente –una recopilación de sus intervenciones periodísticas sobre “el cambio de una cultura”– y La batalla de las ideas (1943-1973) –una antología de textos seleccionados y prologados por la autora– que ratifican in toto los méritos que la institución para la cual trabaja ha decidido retacearle.
¡Qué sombría suena ahora la frase con la cual Tiempo presente se abre!: “Mientras enseño literatura en la Universidad de Buenos Aires, escribo en dos tiempos”, dice Sarlo. ¿Por qué, en efecto, sino por generosidad y convicción política, tendría una intelectual de la talla de Beatriz Sarlo que “enseñar literatura” en una institución decadente (a la luz de la escandalosa impugnación avalada no sólo por quienes se dicen sus pares sino también por los representantes del claustro estudiantil, esos que desde la apertura democrática han tenido no sólo la oportunidad de escuchar las clases de Sarlo sino incluso de discutir con ella)?
Las razones pueden leerse en Tiempo presente, sobre todo en los textos en los que Sarlo intenta reflexionar sobre las relaciones entre los sistemas escolares (su progresiva pérdida de prestigio y de eficacia) y las formas de la cultura contemporánea: los sistemas escolares, afirma Sarlo (citando a Gramsci, pero pensando sobre todo en Hoggart, Williams o Thompson, los culturalistas británicos cuya obra impuso decisivamente como perspectiva de análisis cultural hace ya más de veinte años) son la única garantía de democracia simbólica.
Indirectamente, en La batalla de las ideas puede rastrearse una genealogía de la relación entre intelectuales y universidad en losapartados que agrupan los capitales textos que gracias a la perspicacia de Sarlo (y a la mezquindad de sus detractores) pueden ahora leerse como un campo de tensiones todavía vigente. La sección III sobre “Los universitarios” y la sección IV sobre “Historiadores, sociólogos, intelectuales” deberían ser revisados por los miembros del Consejo Directivo de la Facultad de Filosofía y Letras antes de continuar con sus desatinos pretendidamente políticos. Del mismo modo podría reclamarse que Tiempo presente (que examina las transformaciones del espacio público urbano en los últimos años, la muerte de Rodrigo, el ascenso de la cantante Soledad, la relación entre droga y violencia –con afirmaciones de lo más objetables–, las formas contemporáneas de religiosidad popular y de espiritualidad pagana, los mundiales de fútbol o la “justicia popular”, entre otros temas) sea considerado libro de bibliografía obligatoria para discutir en las escuelas secundarias argentinas, si es que algo puede salvarse todavía del naufragio.
Es que uno de los rasgos más sobresalientes de Tiempo presente es la potenciada eficacia de las ideas de Sarlo en el momento en que se pone en contacto con un público no especializado. Es probable que nada de lo que dice Tiempo presente sea diferente de lo que Sarlo ha escrito en Punto de vista, la revista que la autora dirige desde hace más de veinticinco años, pero lo cierto es que, imaginada para un público no especializado, la prosa de Sarlo gana en potencia expositiva y en eficacia política. Como quien dice: el presente explicado a nuestros hijos.
Habría que insistir aquí –porque los prepotentes suelen confundir respeto con obsecuencia– no tanto en las virtudes de Tiempo presente y La batalla de las ideas (que son innumerables) sino más bien en sus defectos. Queda dicho que la relación que Sarlo establece entre “droga” y “violencia urbana” parece reificar dos categorías que han sido desde siempre el caballito de batalla de los discursos más conservadores. Podría señalarse, también, que Sarlo es incapaz de leer, en ciertos fenómenos de la cultura contemporánea, el componente “libidinal” que contienen. O que, incluso, evalúa demasiado generosamente el retiro del estado de sus “deberes” en relación con la ciudadanía. A la perspectiva que desarrolla Tiempo presente podría oponerse la idea (para nada descabellada) de que el Estado abandona deliberadamente ciertas áreas a la voracidad del mercado como parte de una política de clases que sería la forma actual de la renovación de la explotación capitalista (parafraseando palabras del culturalismo británico, para no ir más lejos). O que, tal vez, Sarlo no puede evitar cierta fascinación (y hasta cierta condescendencia) hacia todo aquello que pretende llenar el “vacío de sentido” que constituye la lógica de la cultura contemporánea.
Se puede (se debe) discutir con Sarlo. De hecho, no hay mayor felicidad intelectual que sentirse estimulado (y autorizado) a discutir con alguien que lo ha dado todo en aras de una política del disenso y de la crítica en el marco de “la batalla de las ideas”, que ha sido capaz de volver a pensar todo de nuevo cada vez que le pareció que las circunstancias históricas así se lo exigían, que ha decidido persistir educando en los peores momentos de la historia. Se puede, incluso, no compartir la línea política con la que Sarlo se identifica en la Facultad de Filosofía y Letras (es el caso de quien esto escribe).
Lo que no se puede es ignorar, mediante un trámite administrativo que sólo esconde la cobardía y la mediocridad de quienes lo llevan adelante, el peso específico de su palabra en una sociedad abrumada por la incapacidad de dotar a su propio pasado de un sentido y a su futuro de un proyecto o tan sólo de una dirección.