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POMPAS FUNEBRES

RESTOS INMORTALES

Una serie de libros recientes en lengua inglesa tematizan la muerte de manera perturbadora, porque no se trata en ellas de ninguna trascendencia o pasaje a un más allá, sino solamente de la memoria de los cuerpos. El director de una funeraria (Thomas Lynch) reflexiona sobre el arte de disponer cadáveres. Un novelista británico (Jim Crace) cuenta el lento proceso de descomposición de dos víctimas de asesinato.

POR RODRIGO FRESAN
Días atrás, a propósito del atentado contra el World Trade Center, el escritor norteamericano Richard Ford escribió que “en la concepción que el novelista tiene de la realidad hay un axioma: la importancia de una muerte se mide por la significación de la vida que ha interrumpido. Así, puede parecer que morir como tantos que murieron el 11 de setiembre, sus existencias individuales momentáneamente eclipsadas, oculta e invalida una vida por completo. Pero sus vidas, pese a haber acabado de forma asombrosa, siguen siendo indelebles y no van a dejar de haber existido simplemente porque llegue la muerte. Siguen vivos en todos los sentidos, salvo los más literales”.
A Multitude of Sins –reciente libro de Richard Ford editado en Inglaterra por Harvill, que reúne nueve relatos y una magistral casi nouvelle de título “Abyss”– aparece surcado por muertos y muertes. La muerte del amor y la muerte del matrimonio, es cierto, pero también la muerte física y bestial y francamente idiota. La muerte que siempre –o en la mayoría de los casos– suele ser el final de una historia. O no tanto. En ocasiones la muerte, como territorio, es la más fértil de las cosas y el Más Allá no es si no una renovada oportunidad de seguir contando el cuento.

CORTE Y CONFECCION
“Cada año entierro a un par de cientos de mis vecinos. A dos o tres docenas más los llevo hasta el crematorio para que los hagan cenizas. Vendo féretros, títulos de propiedad de criptas y urnas para guardar los restos mortales. Tengo también un pequeño negocio si se trata de encargar lápidas y voy a comisión a la hora de las ofrendas florales”. Con estas palabras abre y da la bienvenida y el pésame a su libro The Undertaking: Life Studies from the Dismal Trade –editado en 1997 y finalista para el National Book Award de ese año– el poeta Thomas Lynch. Poeta y, claro, orgulloso dueño de la empresa de pompas fúnebres de Milford, Michigan, que supo heredar de su padre. Pensar en Thomas Lynch como el perfecto personaje –no el protagonista, pero sí uno de esos deslumbrantes secundarios impredecibles, en un film de los Hermanos Coen-. Alcanza con verle la cara y el sombrero y las gafas oscuras y la sonrisa satisfecha a este hombre que no tiene inconveniente alguno en posar junto a un ataúd. Lynch –quien no en vano comparte apellido con el perverso creador de Blue Velvet y Twin Peaks– es el reconocido autor de tres libros de poemas (Skating with Heather Grace, Grimalkin and Other Poems y Still Life in Milford), pero debe su prestigio y la admiración de la crítica a los ensayos sobre la muerte y sus alrededores. Un segundo libro de ensayos de vocación un tanto más milenarista y bastante peor que el primero, seamos sinceros –Bodies in Motion and at Rest, 2000– incrementó su prestigio y su mirada aguda y diseccionadora a la hora de teorizar sobre la práctica de lo que ya fue, de lo que no volverá a ser, del arte de hacer que parezcan que estuvieran durmiendo, del lirismo que apenas se esconde detrás de toda ceremonia funeraria.

CUERPOS ARDIENTES
El escritor inglés Jim Crace va todavía más lejos en la novela Y Amanece la Muerte, traducción supuestamente poética del más eficaz y poderoso Being Dead con que Ediciones B ha devaluado, apenas, a uno de los libros más interesantes y admirables de los últimos tiempos. Crace –lejos de las candilejas de Amis, Barnes, Rushdie, McEwan, Kureishi y Co.– suele explorar territorios poco frecuentados por sus contemporáneos. La prehistoria en The Gift of Stones, el siglo XIX en Signals of Distress, los días de Jesucristo en el desierto en Quarantine o los modales mefistofélicos de un magnate en Arcadia (que en su momento editó Anagrama), o los hábitos alimenticios en el recién aparecido The Devil’s Larder han sido algunos de los territorios que supo explorar. Pero Y Amanece la Muerte –ganadora del premio de la crítica en Estados Unidos–es sin duda su obra maestra a la vez que la gran novela mortuoria de todos los tiempos. En sus páginas, Crace cuenta –con una pericia casi intolerable– la vida después de la muerte de los cuerpos asesinados y perdidos entre los médanos de una playa del matrimonio compuesto por los zoólogos Joseph y Celice. Su lento descomponerse sobre la arena, su viaje por lo perecedero de la carne y la inmortalidad de la memoria a lo largo de varios flashbacks que nos explica lo que ocurrió durante la fea vida para así poder comprender la belleza de esta muerte. Crace nos cuenta -minuto a minuto– no un Había una vez... sino un Hubo una vez. Y lo que viene después. Los cangrejos, las gaviotas, el sol, la luna, el mar, la sal. Para cuando los cuerpos son descubiertos, algo menos de doscientas páginas más tarde, etiquetados y cargados a bordo de una ambulancia, el lector siente la violencia de la irrupción de un ciclo natural y perfecto en el que los muertos ya eran parte del paisaje. Es un final infeliz para una de las novelas más perturbadoramente hermosas jamás escritas. Una novela que se despide con la frase “Estos son los siempre terminales días de estar muerto” y que, en realidad, no hace otra cosa que señalar con el dedo largo de su última línea una puerta que se abre una vez. Y después, al cruzarla, se cierra para siempre.