RESEÑAS
La
vida entera
DESCANSO
DE CAMINANTES
Adolfo Bioy Casares
(edición de Daniel Martino)
Sudamericana
Barcelona, 2001
506 págs. $ 19
POR
MARTÍN DE AMBROSIO
Descanso de caminantes es una recopilación de los
cuadernos íntimos de Adolfo Bioy Casares escritos entre febrero
de 1975 y junio de 1989 que, como él mismo señala, estaban
destinados a ser póstumos: Publicarlos en vida del autor
excedería el límite de vanidad soportable. Además,
existen demasiadas referencias a escritores y otras personas por
lo general, amantes de ABC que podrían sentirse enojadas,
y con derecho.
Este libro de brevedades continúa en sus mejores momentos a De
jardines ajenos, publicado cuando aún vivía ABC, en el
que convivían citas de erudito con la más insospechada
escatología (en ese libro sorprendían los versos
chanchos de Borges). Uno de los géneros en
los que incurre Bioy en Descanso de caminantes es el onírico.
De los numerosos sueños narrados por ABC, que contienen casi
siempre referencias de índole sexual, debería decirse
que están demasiado narrados, para el modo más bien caótico
en que efectivamente los sueños suelen materializarse. Bioy escribe
lo que soñó del mismo modo canónico en que estructura
sus cuentos. A pesar de este detalle, y del explícito aborrecimiento
del escritor por el aparato interpretativo que debemos a Freud, se pueden
hallar algunos buenos momentos en las lecturas oníricas de un
hombre viejo que ha soñado mucho. Por ejemplo, el repetido recuerdo
del padre muerto que vuelve mientras duerme a acompañar su soledad.
La vejez, por cierto, es otro de los temas omnipresentes. Bioy, que
en alguna entrevista dijo que si le ofrecieran un contrato de eternidad
lo firmaría sin leer las cláusulas, se lamenta por sus
achaques: lumbago, desmemoria y, sobre todo, el impedimento de copular
y de jugar al tenis (en ese orden) como lo hacía en la juventud.
En otro tiempo, de noche soñaba y de día me acostaba
con mujeres. Ahora, de noche sueño con mujeres.
Las intimidades de escritores de la época constituyen otro de
los platos fuertes del libro. En una de las entradas, Bioy se lamenta
de que esa señora lo haya alejado tanto de Borges;
y luego cuenta el modo en que se enteró de la muerte de su amigo.
Alguien, por descuido, señala que hoy es un día
muy especial. Cuando Bioy escucha por segunda vez la frase, y
sigue sin entender a qué se refiere su interlocutor, le pregunta
por qué. Porque falleció Borges. Esta tarde murió
en Ginebra, le dicen. ABC siguió su camino, pasó
por un quiosco, fue a otro de Quintana y Callao, sintiendo que eran
sus primeros pasos en un mundo nuevo, al que tenía que acostumbrarse,
donde ya no estaba más Borges. Y escribe: Yo, que no creo
en la otra vida, pienso que si Borges está en otra vida y yo
ahora me pongo a escribir sobre él para los diarios, me preguntará:
¿Tu quoque?.
Más frívolamente, el libro repite las famosas acusaciones
a su cuñada Victoria Ocampo (autoritaria, malvada, etc.), aunque
no abunda acerca de la relación que ABC tenía con Silvina,
su esposa, salvo algunos comentarios que apenas la tocan de cerca. Bioy
también cuenta que una noche se encontró en una cena con
la azucarada conductora Canela. Pero a través de
la charla descubrió que no era tan tonta y cuando,
caballerosamente, se ofreció a acompañarla a su departamento,
ella, enterada de la fama de mujeriego del escritor, le respondió
indignada: ¿Quién se piensa que soy?.
En otra oportunidad hubo una reunión de escritores en honor de
Mujica Lainez. El homenajeado se hace esperar; pasadas las once,
por fin llega, principesco y afectado, saludando lánguidamente
con manos anilladas. Claramente se oye la voz de Silvina Bullrich: Tenía
que llegar tarde, naturalmente, el maricón de mierda. Interrumpiendo
apenas los saludos, Mujica Lainez contesta en el acto, con voz igualmente
clara: Callate, vos, gaucho con concha.
Muchas veces, Bioy se lamenta por las obligaciones sociales, que le
impedían continuar escribiendo. Los reportajes, los viajes, los
premios. Ya no está Borges, y Ernesto Sabato es un gran
escritor de obra mediocre, ¿a quién admirar, a quién
dar los premios? A Bioy, por supuesto, escribe no sin ironía.
1986: Balance del año, marea de muertes. Pero hubo un viaje,
una quincena en Roma, en que fui feliz y estuve sano, se consuela
Bioy.
Dos aspectos de la edición llaman la atención. Antes que
nada, el número de ejemplares de la primera tirada: ¡34.800!
A la sobria edición de Daniel Martino, responsable de todos los
últimos libros de ABC, sólo se le puede hacer un reparo:
la inexplicada tal vez inexplicable separación en
capítulos, que hace que el lector se pregunte por qué
no se respetó el continuum, como en De jardines ajenos. Es altamente
improbable que el escritor haya separado en capítulos
sus cuadernos íntimos.
Del
vagabundeo
ERRANTIA
Carlos Martín Eguía
Sin datos editoriales
Buenos Aires, 2001
96 págs., $ 10
POR
SANTIAGO LLACH
El ánimo
de deriva que sustenta la escritura de Errantia la exime de los vericuetos
férreos de la técnica, según la conciben los más
limitados profesores de literatura: introducción, nudo, desenlace.
En general, la prosa es didáctica. Pero ésta es prosa
de poeta, esto es: atenta a la letra. El tema de Errantia es precisamente
la imposibilidad de escribir en las presentes condiciones.
Un viejo tópico: un oscuro librero de La Plata quiere escribir
una novela. Con síntesis maestra, Carlos Martín Eguía
procede ya desde el comienzo a destilar la producción artística,
comenzando por su génesis: Era el recuerdo de una captación
que se ligaba a una frase breve: nada fijo.
Antes, en los textos cortos que preceden a la novela, hay también
otras poéticas posibles. Entre ellas, merece ser citada la primera
frase del primer escrito (El Vaca): Soy el Vaca. Mi
mirada es lo central. Ésa bobera inimitable de la mirada
de la vaca, su impasibilidad, como algo para desear. Después
de esa vaca que mira apacible y centrada, después de ese recuerdo
que debería originar la escritura pero que sólo se puede
captar con mucha dificultad, los hechos exteriores (un robo, la infidelidad
de la mujer del librero) descubrirán una fauna de voces. Nunca
se sabe si son voces imaginarias o reales, pero lo cierto es que, con
una rapidez que delata un desajuste definitivo, el fallido librero patina
desestabilizado hacia una discusión de tonos más y más
crispados. En ella se descubrirán las patrañas de la vida
literaria, pero también que el fracaso de la escritura va de
la mano sobre todo de un fracaso social, colectivo. Nada fijo: las consideraciones
de poética muy rápidamente se trasladarán a otros
órdenes, a todos los órdenes. La escena (no hay mucho
más que una), situada al comienzo de lo que ahora llaman la segunda
presidencia, hace emerger las voces de un sabio con aires
hitlerianos que, después de predecir la hilera de crisis financieras
que sucedieron al efecto tequila (Tailandia, Rusia, Brasil), declara
con esperanza científica: Hay una realidad que nos ha sido
dada irremediablemente, y para la cual debe existir una correspondencia
en la prosa.
El desahuciado librero, el Lacio, contempla con calmo desánimo
el debate eufórico del zorro, el abejorro, el búho y la
gallina. Uno de ellos siente que apenas puede llegar a ser un
Menem de la literatura. El zorro, más recluido, omite el
nombre propio, pero dice, lapidario: La realidad nos excluyó
de la política. Y lleva una propuesta de una esperanza
tenue, casi irredenta: Salvémonos por la literatura.
Errantia emerge en el consenso dilatado en torno a Aira y a Saer y no
escatima homenajes a ambos: la celeridad repentina de los acontecimientos
desemboca en reflexiones que trabajan el germen del delirio; sobre pasajes
de un estilo hiperconsciente de sí, se entrama una delectación
morosa. La novela, publicada por una editorial innominada, circula como
circulan los libros de poemas y en el fondo amenazadoramente negro de
su tapa lleva escritos en una pequeña tipografía blanca
sólo el nombre del autor y el título. Reverbera en Errantia
la continuidad de la voz que Eguía construyó en sus libros
de poemas, especialmente en Phylum vulgata. Esa voz es el esqueleto
de retóricas desmembradas, y mezcla un oído atento a la
lengua oral, una conciencia política estremecida, y remezones
de la biología y de discursos cultos no digeridos como sistema.
Por momentos, uno tiene la sensación de asistir al enhebrarse
de un dialecto que no por estar armado con requechos se resiste a la
aparición de la ternura.
En la página final, el Lacio accede a esa recuperación
de la lengua que la realidad le había cercenado. Una vez más
es a través de la voz de otro que accede a la palabra; de un
otro extraño y amigable a la vez. Se trata de una página
bella de Emilio Estiú, un viejo fenomenólogo platense,
una página que no necesita traducción ni otra mediación
que la cita (ése es el lugar que el novelista parece finalmente
aceptar para sí). Y la cita dice, entre otras cosas: El
viejo primado del conocimiento de la verdad, referido a una realidad
sustancial, queda destruido por el empuje de la vida, que aniquila toda
sustantividad. (...) Los latinos empleaban el sustantivo errantia, que
no es otra cosa que el estado permanente, sustantivado, de una condición
errabunda.
Bovarismo
La
asesina de Lady Di
Alejandro López
Adriana Hidalgo Editora
Buenos Aires, 2001
170 págs.
Por
Guadalupe Salomón
Pareciera que
la literatura argentina se empeñara en robarle sus potenciales
luminarias al cine nacional. Casi una condena.
La asesina de Lady Di se inscribe en una tradición en la que
una anécdota de Manuel Puig funciona como respuesta ciega a una
pregunta que César Aira formula muchos años después:
¿Por qué el cine argentino viene siendo consistentemente
malo y no lo afectan las buenas intenciones, el trabajo, el talento,
las buenas ideas que fatalmente tendrían que darse de vez en
cuando?. En el prólogo a una adaptación de un relato
de Silvina Ocampo y de manera casi obsesiva en muchos otros lados
Puig cuenta su ingreso a la literatura como un desvío involuntario
respecto al guión. La traición de Rita Hayworth literalmente
se le fue de las manos cuando una voz en off se transformó involuntariamente
en novela ante sus ojos.
La anécdota de Puig ilumina la sentencia de Aira: el gran cine
nacional subsiste como procedimiento exacerbado, enloquecido, en la
literatura. Y es este mapa plebeyo, entre Puig y Copi, el que alberga
cómoda y orgullosamente a La asesina de Lady Di.
La anécdota es simple: Esperanza, una adolescente entrerriana,
huye de su pueblo hacia Buenos Aires con el único objetivo de
tener un hijo de Ricky Martin; sus armas, un inagotable sistema de citas
televisivas y los saberes aprendidos en revistas del corazón.
Así dicho, parece trivial. Lo contrario sería pensar que
la banalidad del argumento se ve desmentida por la complejidad de la
trama. Lo justo es decir que Alejandro López toma lo trivial
con la gravedad del caso: nada es un ejemplo, nada es un chiste. Porque
el mundo de Esperanza no es un collage de citas puestas allí
para halagar la memoria del lector; por el contrario, se trata de un
aparato hilarante y demoledor que apenas se sostiene por el rabo de
una verdad: la foto de diario, la televisión, la guía
telefónica, la noticia radial no son las trampas en las que muere
la experiencia, sino su posibilidad a la vez proliferante y mutilada
(en las antípodas de la versión paranoica: The Truman
Show). Destinada a la fama y a la magia sólo por efecto
de su relato algo petulante Esperanza es una Nené devenida
en una Carrie vengadora que resguarda sus acciones en el enojo o la
piedad impostados de una locutora de noticiero. Como Carrie, La asesina
de Lady Di pide a gritos su versión cinematográfica; como
Boquitas pintadas, se le resiste. Porque el desvío de la novela
es definitivo y el montaje de su lengua, invisible como continuidad
cinemática: las escenas, las tomas, las minuciosas descripciones,
la mirada milimétrica sobre los cuerpos, los colores de esmalte,
la tramposa claridad de los objetos son desmentidos por la naturaleza
paradojal de las figuras. Los dibujitos apenas esbozados de La mujer
sentada de Copi, podríamos decir, trazan el límite de
su intermitente representabilidad.
Sin ánimo de discutir aquí la comprobación fáctica
de la afirmación que encierra la pregunta de Aira, lo cierto
es que, en ese mundo posible, La asesina de Lady Di se lee de un tirón,
como una buena película, o como un relato de Puig, Silvina Ocampo
o el propio Aira.