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ENTREVISTA

Contar el cuento

La crueldad de la vida (Alfaguara) es el último libro de relatos de Liliana Heker. Como es habitual en su producción, lo siniestro aparece agazapado en la cotidianidad de la clase media argentina, esa especie que está hoy en peligro de extinción.

POR WALTER CASSARA
Liliana Heker nació en Buenos Aires en 1943. Ha publicado numerosos relatos que se encuentran recopilados en Los bordes de lo real (1991) y es asimismo autora de un tríptico de cuidadas novelas cortas: Un resplandor que se apagó en el mundo, Zona de clivaje y El fin de la historia. En la década del sesenta publicó Los que vieron la zarza, recopilación de relatos que fue distinguida con una mención en el premio Casa de las Américas. Dirigió la revistas literarias El escarabajo de oro y El ornitorrinco. Sus filosos ensayos y polémicas fueron reunidos en Las hermanas de Shakespeare (1999).
La crueldad de la vida, el título de su nuevo libro, es un frase melodramática, ¿no? ¿Qué aspectos del melodrama le interesa rescatar para su ficción?
–No es que rescate en particular el melodrama, ni tampoco me interesa eso de que sea tomado como un género de mujeres. Trabajo muchísimo mi literatura y, en última instancia, si tomo situaciones melodramáticas es porque creo (y eso es algo que se sostiene en uno de mis cuentos) que, a veces, ciertos excesos como el melodrama, lo único que indican es una especie de vestigio un poco descarriado de la sed de vivir, de la misma manera que el alcohol o la droga. En última instancia lo que me interesa es el por qué de ciertas actitudes melodramáticas de la gente, pero no escribir melodramas.
¿Entonces no considera que exista algo como una “escritura femenina”?
–No, creo que hay mujeres que escriben y hombres que escriben. Nadie se sustrae de su propio sexo para escribir, como no se sustrae de su propia historia, de su propio lenguaje y de su propio carácter. Uno escribe con todo eso y todo eso pesa en la escritura, pero de ninguna manera creo que el sexo sea más determinante que otros factores. De cualquier modo, una de las particularidades del escritor es que crea lenguaje. Lo que importa es hasta qué punto la propia experiencia y el conocimiento de experiencias ajenas sirve para crear esos lenguajes, con qué agudeza se crean esos lenguajes y esas psicologías que a veces son no diría extrañas a uno (de alguna manera tienen que ser familiares), pero sí pueden ser exteriores.
Sus personajes siempre esperan algo, mientras sus vidas son devoradas o cercadas por eso que esperan. El tópico señala algo del orden de un optimismo que termina por volverse trágico.
–Mis personajes terminan en general en situaciones bastante terribles, pero, si tuviera que analizar mis cuentos, diría que en esas vidas que, en realidad no terminan de resolverse, se vislumbra, en algún punto del relato, una posibilidad de ser feliz; una especie de ventanita. La condición humana suele hacer que seamos desdichados, pero hay una posibilidad de alegría. Sin duda, esa contradicción entre una necesidad de vida y una necesidad de alegría, de alguna manera podría definir mis cuentos.
Sus personajes constantemente se vuelven hacia el pasado, en un denso tráfico con lo desconocido, con la infancia. A la vez puede percibirse en ellos cierta desintegración o inconformismo moral que los conduce hacia el desastre.
–Es muy probable. En muchos de mis cuentos algún episodio de la infancia marca lo refleja el conflicto actual. Es una característica mía, sin duda. En cuanto a la desintegración moral... a mí lo que me interesa es que mis personajes se muevan en un ámbito cotidiano y que pertenezcan, aunque no esté marcado, a la clase media, algo que aparentemente es lo más normal. Si hay algo que singularmente me interesa en la literatura es mostrar la fisura dentro de esos ámbitos de normalidad. Cómo una situación aparentemente normal y pacífica puede conducir a la locura, al disparate o al crimen incluso. Eso es una decisión personal que tiene que ver con mi ideología. Cuando escribo un texto “ideológico” y no de ficción puedo ser explícita respecto de mi visión del mundo; cuando escribo cuentos, esavisión no tiene por qué ser explícita, pero sin duda se filtra en lo que escribo.
Mucho más que la novela, el cuento suele estar ligado a una estricta preceptiva técnica: argumentos transparentes, tramas sólidas, finales persuasivos...
–No escribo a la luz de preceptivas. Sé que un cuento, tal como lo dijo Quiroga, es una novela sin ripio; exige, dentro de una estructura que puede ser abierta, un enorme rigor interno para que produzca ese efecto que casi se parece al poema. El cuento produce un efecto estético, casi diría compulsivo. Cortázar decía que la novela gana por puntos y el cuento por knock out. Conseguir ese knock out exige mucho trabajo. Uno siempre, en cada texto de ficción, choca con sus propios límites, choca entre aquello que quiere decir y ciertas posibilidades limitadas. En ese deseo de resolver ese choque uno va avanzando con la forma, va rompiendo con ciertas formas tradicionales, simplemente por el límite que presenta la forma tradicional para sugerir aquello tan particular que uno quiere para cada cuento.
“Política” y “ficción” siempre tendieron a formar una misma trama en la literatura argentina. ¿De qué modo hoy un escritor podría aludir o resignificar las luchas y los movimientos sociales?
–Es un gran desafío en este momento. Estamos ante una situación social nueva que va a empezar a aparecer en la literatura. Toda esa degradación del trabajo, esa pérdida de la seguridad, no sólo la seguridad policial sino la seguridad que podía dar un proyecto, una carrera, un trabajo más o menos estable, toda esa pérdida de ese tejido social y de una solidaridad que de alguna manera nos constituía, es decir todo el peso que solía tener la clase media se perdió y todavía es terriblemente conflictivo como para que la literatura empiece a dar testimonio de cómo esos conflictos modifican a los seres humanos. Creo que poco a poco vamos a empezar a encontrar en la ficción formas para contar eso.

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