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RESEÑAS

El canto del viejo soldado

VALER LA PENA
Juan Gelman
Seix Barral
Buenos Aires, 2001
160 págs., $ 12

POR SANTIAGO LLACH

“La poesía es esto./ Y luego, escríbelo”, anotaba Juan Gelman en el último poema de Violín y otras cuestiones, su primer libro, publicado en 1956. Su obra, un curso largo y ardoroso de poesía civil, ha sido siempre una tentativa multiplicada, emperrada en captar la poesía que, anterior a la escritura, hay en el mundo, o más bien en la ciudad.
Se ha insistido con persistencia en los rasgos comunes que recorrían muchos de los poetas que empezaron a publicar hacia los años sesenta, y se los ha agrupado muchas veces bajo el nombre de coloquialismo. Lejos de adscribir a una coherencia programática, la poesía es en Gelman el lugar donde asoman la necesaria endeblez de una voz personal, individual, y una voluntad de indagación en la que se refleja eso que bien describe la vieja frase hecha: una conciencia desgarrada.
¿En qué momento el lenguaje, patrimonio común, se vuelve individual? En Valer la pena, que contiene 136 poemas escritos entre 1996 y 2000, Gelman vuelve a elegir algunas palabras que retoman viejas obsesiones personales: pájaro, deseo, alma, noche, amor, compañeros, muerte, caballo, niño, memoria. Son también palabras clave de la historia de la literatura. Su voz recurre a préstamos en su hambre de lecturas, como en “Rones”, ese poema entrañable para todo lector de poesía en el que enlaza con pasión de sibarita al romano Catulo y a los nicaragüenses Darío y Martínez Rivas (tal vez en homenaje al epicúreo Paco Urondo, de quien Gelman recoge la frase que titula el libro). Pero esa voz nunca es engolada, y hace un culto de cierta falta de énfasis.
A través de los nombres de personas (Andreíta, Mara, José, Gerarda, Marcela) y de lugares (Rusia, Serrano y Corrientes, café Colón de Malabia y Corrientes), el poeta le ofrece al lector sus señas particulares. Por supuesto, esas experiencias formadoras de la persona de Gelman que son la literatura y la política entran también a través de nombres y referencias (Eduardo Milán, Hugo Gola, Paco Urondo, Marx, elecciones democráticas, militares). Gelman imagina y talla en sus poemas las advertencias de la realidad (“Cuidado con el país que existe. Cuidado con el país que no existe”). Pero, para el poeta, la poesía no es necesariamente un arma sino sobre todo el lugar donde sueña y lidia con la reparación, el remanso y el recuerdo. Es por eso, porque cree que ahí se puede integrar la experiencia, que se permite incluso nombrar lo peor (CCD Automotores Orletti, El Vesubio).
Muchos de los poemas de Valer la pena ensayan poéticas con intensidad. “Escribe porque/ la vida lo escribe y cree/ que escribe sobre/ lo que ella no sabe”, dice Gelman en un poema dedicado a la luna. En “Otoño” se permite esa ironía tierna que ya otras veces usó: “Dado que la vena poética no es/ una arteria donde circulan/ vehículos de toda clase, me/ pregunto/ hasta qué punto/ esta rima molesta la interrogación”.
Finalmente, la poesía experimenta que la definición se convierte también en abandono: “La piedra está al sol, la cubren/ de ideas que velan/ su relación con la verdad”. La voluntad pelada de la búsqueda convierte la exposición en un motivo de amor. Estos poemas, ha dicho Gelman, no son sino cartas personales que ha decidido mostrar después a los demás. Cultivo delicado de un viejo vicio, buceo provisional en la sintaxis,lugar donde se sintetiza la experiencia, la poesía es también allí donde el poeta acude en resguardo de su propia voz. “Nadie te enseña a ser vaca./ Nadie te enseña a volar en el espanto./ Mataron y mataron compañeros y/ nadie te enseña a hacerlos de nuevo.” Toda escritura es escritura de futuro. Como el canto melancólico de un viejo soldado (que sabe mejor que antes, pese a todo, dónde, con quién y contra quién está), este libro conmovedor no es una máquina de guerra sino el ejercicio de una vieja función, la de transformar el dolor y devolverle a la lengua algo casi imposible ya: el poder de captar la emoción colectiva.


Los límites de la literatura

El hombre de la corbata roja
Natalia Kohen
Atlántida
Buenos Aires, 2001
224 Págs. $ 17

Por Martín De Ambrosio

Este libro no es literatura. Se podría decir que es más que eso porque contiene, además de los 24 relatos, una serie de 24 obras plásticas (aguafuertes, dibujos y grabados). En un particular diálogo, Natalia Kohen hace hablar a la pintura y la escritura y demuestra con gran eficacia que no son artes irreconciliables. Por el contrario, pueden congeniar y complementarse. En algunos casos los relatos dieron origen a las pinturas y a veces, a la inversa, como explica la autora en el prólogo en el que, por otra parte, señala el hecho de que todas las obras seleccionadas son de artistas argentinos (con la excepción de Lajos Szalay, un extranjero que igualmente lleva muchos años en el país).
En uno de los cuentos más logrados del libro –justamente “El hombre de la corbata roja”–, la narradora envía una carta a un amigo pintor que vive en París, en la que le cuenta los problemas que le produjo la contemplación de las imágenes de un cuadro. Sobre el final de la carta, le pide que haga algo para exorcizar los efectos de la pintura. Al mensaje de socorro sigue, dentro del mismo ¿cuento?, otro dibujo del mismo artista (Antonio Seguí), donde un gaucho está por liquidar al hombre de la corbata, que perseguía a la narradora. En el epígrafe se señala que se trata de un aguafuerte enviado por el pintor como respuesta al pedido de auxilio. De este modo, se introducen otras voces en el relato: la voz del “editor” que tercia en el diálogo epistolar y comenta en tercera persona qué función juega el cuadro allí, en medio de las letras, y la del pintor, que sólo se expresa con la pintura. Luego del aguafuerte, se lee una nueva carta a París en la que la narradora agradece al destinatario haber matado al señor de la corbata roja que invadía sus pesadillas.
Con este estilo despojado, Kohen se dedica a contar pequeñas historias, por lo general de tranquilas vidas urbanas, en las que los mayores conflictos corresponden a la esfera privada. En ese sentido, “Diálogo de alcoba”, a pesar de su título, es una excepción, por la simple razón que los dueños de esa alcoba “de un palacete, en un selecto barrio de la Capital” se llaman Juan Domingo y Eva. El diálogo de alcoba está bien logrado, y resulta efectivo en la creación de verosimilitud, a pesar de que un “buen peronista” no dudaría en calificarlo de “gorila”. La pareja no se profesa ningún amor, y dentro de la frialdad sólo se hace explícito un pacto por el poder. “Somos socios, somos cómplices”, dice ese Perón.
Otro de los momentos fuertes del libro es el cuento “De melodramas y algo más”. Allí se cuenta la historia de un guionista de telenovelas que imagina una situación típica para las 4 de la tarde (una hija de terratenientes se enamora de un desclasado que resulta ser un pariente bastardo y odiado de los poderosos; se planifica su asesinato, se lo mata; luego la propia hija de ricos se mata, pero sobrevive el hijo “mestizo” que llevaba en su vientre). Terminado el guión, el mismo guionista cree estar repitiendo la historia y se atemoriza porque conoce su trágico final, que termina siendo tan ficticio como la obra que pergeñó.
Los elementos fantásticos no son nunca eje de la narración sino que se introducen como una gracia, un don o regalo que es enseguida escamoteado y, entonces, se vuelve a la “realidad”, casi sin que el lector se despeine o siquiera sienta que algo extraño ha sucedido.


Turismo, cultura y deporte

CULTURA Y SOCIEDAD
Raymond Williams
trad. Horacio Pons
Nueva Visión
Buenos Aires 2001
286 págs. $23

POR RUBEN H. RIOS

Si hubiera que buscar una palabra para definir Cultura y sociedad y los textos que aborda, sería “respuesta”. El interrogante se llama “industrialismo” y “democracia”, en relación con los cuales la “cultura” responde como un registro o un mapa de la vida histórica (social, política y económica) puesta en marcha en las sociedades occidentales –Inglaterra, como caso paradigmático en el estudio– desde fines del siglo XVIII. Sin embargo, la historia de esta “respuesta”, de 1780 a 1950 (tal el corte), no equivale a liquidar el interrogante.
Se trata, en Williams, más que nada de establecer los rasgos enunciativos de una tradición inglesa de pensamiento y escritura que se amalgama en la crítica a la sociedad moderna. Autoposición de ciertos textos, de ciertos autores, que habrían diseñado el significado de la palabra “cultura” como “todo un modo de vida”, además de designar las actividades intelectuales y artísticas. En esa tradición se inscribe Cultura y sociedad, no sin contribuir en gran medida a hacerla tangible y prolongar –a través de conceptos como “orgánico” y otros de menor sobrevida, desde el conservadurismo antiliberal de un Edmund Burke hasta las pesadillas político-sociales de Orwell, desde la fundamental distinción entre “civilización” y “cultura” de Coleridge hasta el antiprogresismo elitista de un Eliot– toda una serie discursiva que tal vez sólo tiene en común el rechazo al mundo transformado en mercancía por el sistema industrial y el liberalismo político y económico.
La palabra “cultura”, en todos estos pensadores, es algo así como el hilván de sentido para una formación histórica y social cuya totalidad significativa ha sido neutralizada por las determinaciones económicas.
Sin duda, en esta tradición la intervención romántica (Blake, Wordsworth, Shelley, Keats, Novalis, Byron) ejerce un influjo considerable, pero no fundacional. Esa gloria se le reserva en Cultura y sociedad a la sensibilidad radicalmente antimoderna y antiutilitarista de Burke, quien fijaría el aliento del lenguaje de la crítica de la cultura hasta mediados del siglo XX, y que incluso contaminaría a los primeros escritos de Marx y explica el homenaje de éste a Thomas Carlyle, la gran figura (con William Morris) del siglo XIX que nos lega la palabra “industrialismo”.
Williams no puede menos que lamentar las contradicciones y el culto al héroe de Carlyle y elogiar, por lo demás, el análisis de la democracia como expresión del laissez-faire liberal y los anatemas lanzados contra el orden crematístico de la economía política en nombre de una “aristocracia espiritual” destinada a la conjugación de las relaciones humanas y sociales en el pensamiento y el arte. Coleridge y Carlyle, en definitiva, son los que preparan el campo de batalla de la “cultura” contra la “civilización” mediante una reubicación del arte (que ya venía de los románticos) en el siglo XX. El hilván, por supuesto, no es lineal. D.H. Lawrence representa, en este sentido, la reencarnación enriquecida de Carlyle tanto por su origen de clase (obrera) como por su experiencia personal de resistencia a la opresión del sistema industrial. Williams dedica un capítulo entero a celebrar una vida literaria y un pensamiento enervado por el deseo de plenitud sexual y comunitaria al que le da elvalor de antítesis de la tesis capitalista. Esto (de donde emana el aire gramsciano de Cultura y sociedad) no quiere decir más, se entiende, que la “cultura” –en los términos orgánicos de la tradición– es la antítesis de la “civilización” echada a rodar por el industrialismo decimonónico y no la superestructura de la estructura económica, de acuerdo con la visión del marxismo ortodoxo.
La toma de distancia de Williams de la crítica marxista, tal como la encuentra, no cuestiona el determinismo económico sino que amplifica su proyección sobre “todo un modo de vida” y ya no sobre las formas ideológicas, aunque no se pregunta (lo que resultaría más revelador para sus propios fines) cómo ha sido posible la determinación de la economía sobre la vida de los hombres. Con todo, la cultura como negación o superación del capitalismo y potenciación de la democracia supone el debilitamiento (al menos) de la ley económica.
Precisamente es esta tradición crítica la que hoy, de acuerdo con el organigrama posindustrial de Daniel Bell en Las contradicciones culturales del capitalismo (1976), habría quedado aprisionada en el rol de pura negación del establishment funcionalista del capitalismo tardío. De allí el interés de revisar las hipótesis que encierra Cultura y sociedad, publicado originalmente en 1958.


Razones de la aflicción

Estado, sociedad y economía en la Argentina (1930-1997)
Noemí M. Girbal-Blacha (coord.)
Editorial Universidad de Quilmes
Buenos Aires, 2001
265 págs. $ 8

Por Federico Simonetti

Estado, sociedad y economía en la Argentina (19301997) no es simplemente una selección subjetiva de los hechos y personajes que cada autor consideró más relevante e influyente de la historia nacional y una posterior compilación cronológica. Esta publicación propone detener nuestra mirada en la construcción, la conformación, el desarrollo y la interrelación permanente que existe entre los tres ejes planteados. Y por supuesto que para lograr comprender la dinámica y la evolución de las líneas de pensamiento propuestas es necesario comprender el motor de los procesos históricos argentinos: la tensión constante entre los intereses de los sectores dominantes y los de la sociedad.
Pero Noemí Girbal-Blacha, lejos de los planteos que tienden a “naturalizar” esta tensión, plantea que el surgimiento del establishment político nacional puede explicarse porque “espacio y actor social conforman una relación-tensión entre la fragmentación regional de los sectores dominantes y la formación de un Estado nacional centralizado. Una ecuación que implica reconocer en la Argentina la conformación de un sector dirigente nacional a través de alianzas entre sectores dominantes regionales y explicar la formación de un Estado y un mercado nacional. La lógica social forma parte de las leyes y de la estructura de funcionamiento de una realidad regional. Conforme a este planteo teórico, el espacio proviene de un modelo social dominante, es socialmente producido y se convierte en un sinónimo de sistema socioeconómico”.
El libro está organizado en seis capítulos que abordan la situación nacional en el Estado neoconservador y las consecuencias de la crisis del ‘30, el peronismo y el surgimiento de una “Nueva Argentina”, la Revolución Libertadora y la proscripción, el desarrollismo y la radicación de capitales extranjeros, el Estado burocrático autoritario de la Revolución Argentina, el retorno de Perón y la disgregación del poder democrático, el Proceso, las víctimas y las consecuencias terribles para la democracia recuperada a partir de 1983. Los autores, Noemí Girbal-Blacha, Adrián Gustavo Zarrilli y Juan Javier Balsa, son investigadores del Conicet y docentes de diversas universidades nacionales.
Por otra parte se pueden encontrar en esta publicación exquisitas fuentes y documentaciones que van desde citas a un boletín de la Sociedad Rural exhortando a que Yrigoyen delegue el poder económico, hasta arengas de Ambito Financiero a favor de los “votos del mercado” en 1989; desde escritos de Roberto Arlt, hasta el periódico CGT de los Argentinos. Figuran también discursos históricos, desde el famoso “Por cada uno de nosotros, caerán cinco de ellos” de Perón, hasta el “Compatriotas, ¡Felices Pascuas!”, de Alfonsín. Slogans encubriendo una declaración de guerra, en el primer caso, una rendición, en el segundo, y ambos una derrota del pueblo.
La comprensión de los procesos históricos de nuestro país, las características de sus actores, su evolución e involución económica, los cambios en la manera de pensar de la sociedad y los motivos, a veces hasta sangrientos, de esos cambios, es una tarea difícil, pero de vital importancia para explicar el presente. Este libro puede ser un aporte interesante en esa búsqueda.

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