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El barón rojo

Como siempre, la película es sólo una excusa. Y esta vez le toca a Almas perdidas, un engendro producido por Meg Ryan en el que Winona Ryder intenta salvarnos del Anticristo. A partir de eso, José Pablo Feinmann recorre las películas que Hollywood le regaló a Satanás y explica por qué siempre fueron más bien simplonas y bastante propagandísticas en comparación al lugar que personas como San Agustín, Goethe, Hegel, Engels y Baudelaire le otorgaron al ángel caído: el de un verdadero revolucionario.

Por José Pablo Feinmann

1
El Diablo escupe en el Cielo
A esta altura de los tiempos –sobre todo: luego de haber atravesado el siglo XX– son pocos los que no están de acuerdo en lo siguiente: Dios ha muerto (y no sólo por decisión de Nietzsche) y el Diablo está más vivo que nunca. No obstante, es arduo entenderlo. El Diablo ha sido un ente subordinado a Dios. Angel caído, rebelde maligno expulsado del Cielo, seductor implacable al servicio del Mal, el Diablo sólo existe dentro de un contexto –o si se prefiere: de un plan– divino. Para creer en el Diablo hay que creer en Dios, hasta tal extremo ambos conceptos se implican.
Durante los años de la dictadura se editaba una revista hecha por semiólogos algo irresponsables, tipos que habían decidido no cuidar excesivamente sus vidas, o no ser tan cuidadosos (y hasta cobardes o cómplices) como lo era la mayoría. Se llamaba, esa revista, Medios y Comunicación. En la tapa de uno de sus números (finalizaba 1980) pusieron una leyenda expresiva: “Prohibido escupir en el Cielo”. La dictadura –como todo orden represivo– se postulaba como el Bien, como el Cielo. Su espacio era sagrado y perfecto. Plena afirmación, una geografía en la que sólo se podía y sólo se permitía ser feliz. ¿Qué era escupir en el Cielo? Era escupir en el espacio sagrado, negarlo.
Acaso alguien piense que era demasiado sutil, que los militares no advertirían la agresión; atentos, sobre todo, a las agresiones directas, sin veladura alguna, que recibían del afuera del Cielo, del exterior, y que ellos llamaban campaña antiargentina. Es posible. Acaso, también, ello explique que la revista no fue clausurada ni tampoco sufrimos persecución sus colaboradores y sus editores. Sin embargo, sutil o no, ese texto del adentro del Cielo, sirvió. Decía: ellos dicen que esto es el Cielo y nos prohíben escupir en él. Decía: hagamos como hizo el Diablo. Decía: escupamos en el Cielo.
No es casual que luego de la dictadura la democracia se postule como un nuevo Cielo. Un Cielo no represivo que alertaba una y otra vez contra la existencia de los demonios. De los dos demonios que habían malogrado la democracia y volverían a malograrla si no se los echaba del Cielo, o, al menos, si no se los mantenía lejos, más allá. El prólogo del Nunca más –en célebre y solucionable error: alcanzaría, para tal propósito, con eliminarlo e iniciar el libro con la escueta Advertencia– dice: “Durante la década del ’70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”. En el medio, una sociedad inocente. Esta sociedad (la de la inocencia) es la que recupera su espacio con la democracia. Son esos “honestos ciudadanos sobrevivientes del caos” que menciona María Elena Walsh en su celebrado texto sobre el país jardín de infantes. Ellos, ahora, deberán velar contra los demonios (Nota: ver el capítulo “Referentes y demonios” de mi ensayo La sangre derramada). El Cielo de los militares advertía contra un demonio, la subversión; el Cielo de la democracia contra dos, la extrema derecha y la extrema izquierda. Así, el Cielo es siempre un espacio de pureza e inocencia que debe luchar contra la agresión incansable del Demonio. Además, ese espacio existe en tanto existe el Demonio, de aquí que todo espacio de pureza busque demonizar a Otro para justificarse. Hoy, el Cielo de la democracia ya ha demonizado a quienes, dice, lo agreden: en Europa los inmigrantes; en América latina los marginados, los excluidos, los delincuentes. Ocurre que el Cielo de la democracia –que se ha transformado en el Cielo del mercado– es cada vez más estrecho, cobija a menos ángeles (ángeles rumbosos y extravagantes) y crea, día a día, incesante, hambrientos demonios. No es casual que el Diablo se convierta en una figura fascinante. Escupe contra lo establecido, contra lo sacralizado. Se revela, quiere ser lo Otro de Dios. Quiere encontrar en el Mal la expresión suprema de la libertad. Si la historia humana, en tanto expresión de una desobediencia fundante, existe es porque existe como pecado, porque el Diablo tentó a Eva, porque Eva tentó a Adán, porque comieron el fruto del árbol del conocimiento y fueron arrojados del Cielo. Por haber escupido en él.

2
El Diablo contra el sentido
divino de la historia
Esta fascinación del Diablo debía convertirlo en un personaje fascinante para el cine. El Diablo ha sido cortejado hondamente por el romanticismo, por el literario y el filosófico. También por el cinematográfico. Acaso el cine sea un arte romántico en tanto se alimenta de las subjetividades, de los conflictos y de las pasiones. De aquí, su recurrencia al Maligno. Hablaremos del Diablo en dos sentidos: 1) como negación del orden social establecido; 2) como negación del sentido divino de la Historia. Esta segunda modalidad es la que más se ha expresado en el cine y la que trama por completo la película que motiva estas líneas. Es una película sobre la llegada del Anticristo. ¿Se logrará impedir o no? El Anticristo viene a destruir el sentido y el final de la historia de la cristiandad. Viene a negar la redención, a impedir la consumación de la Historia por la que Cristo se sacrificó. Esta película se llama Almas perdidas y la encargada de arruinarle los planes al Anticristo es la pequeña pero enérgica Winona Ryder. El Anticristo ha elegido–para encarnarse– a un exitoso autor de best sellers interpretado por un actor de apellido Chaplin y ostentosa nariz semita. ¿Casualidad? Tal vez no. Sobre todo si recordamos a Josef Pieper, un especialista en la temática del Maligno que, en Sobre el fin de los tiempos, escribe: “Quien trate de ver las profundas señales de los tiempos tendrá que conservar siempre a la vista lo que acontezca a los judíos (...) Y es doctrina teológica general que, antes del fin temporal de la historia, el judaísmo, como pueblo, se convertirá a Cristo, de forma que algunos teólogos han entendido que entre las cosas que retardan todavía el fin del mundo, está la incredulidad persistente de Israel”. Tal vez, conjeturo, no falten quienes anhelen la continuidad del obstinado descreimiento de Israel para que el mundo, cotidianamente, siga existiendo. (Nota: Josef Pieper –nacido en 1904– es un pensador tomista con una pasión por la desmesura escatológica, es decir, por las temáticas sobre el fin de la historia [escaton: fin]. Volveremos sobre él porque expresa como pocos las paranoicas imaginerías del tomismo acerca del Anticristo, presentes en la mayoría de los films de Hollywood y, muy especialmente, en el que nos ocupa, el de la dulce, atormentada Winona.)
Menos contemplado por el cine está el primer sentido del Diablo, el que lo entiende como subversión del orden social. Para las visiones cristianas (que demonizan, si se me permite decirlo así, al Diablo) el ángel caído subvierte el orden de Dios. Para las visiones dialécticas –inspiradas en Hegel y Marx, con un toque nietzscheano– el Diablo subierte el orden burgués. Hay, para esto, un ejemplo brillante: Severino Di Giovanni. Severino se consideraba un maldito, acaso en la tradición de Baudelaire. (Nota: ver “Letanías a Satán” en Las flores del mal.) Era, se asumía como el Mal, porque era la negación de la sociedad establecida. Vestía de negro, el color de los malditos y, en una de sus más bellas cartas de amor, escribe: “¡Oh, cuántos problemas se presentan en los senderos de mi joven existencia, trastornada por miles de torbellinos del mal! No obstante, el ángel de mi mente me ha dicho tantas veces que sólo en el mal está la vida (...) El mal me hace amar al más puro de los ángeles”. Sabemos cuál es, para Severino, el más puro de los ángeles: el ángel rebelde, el ángel caído, el que ha renegado del paraíso del buen Dios. Hollywood no ha ofrecido ejemplos como el de Di Giovanni. Se le acercan, tal vez, Bonnie y Clyde; pero si Hollywood los idealiza y los trata románticamente (aunque jamás sin mostrar ese trágico, sangriento final que dice: El crimen no paga) se debe a que Warren Beatty y Faye Dunaway no cuestionan el orden capitalista burgués, sólo quieren robarle algo de su dinero. No son bandoleros con una ideología de sustitución. No son subversivos. Agreden el Cielo de la burguesía, pero lo aceptan. Y aunque no se integran, jamás piensan reemplazarlo. Di Giovanni le ponía bombas porque quería destruirlo.

3
San Agustín se confiesa
El concepto del Diablo surge para ayudar a Dios. Es tan evidente el mal en este mundo, tan evidente el dolor, los padecimientos de todo tipo (físicos y morales) que la pregunta está a la mano de cualquiera que piense con mediana hondura estas cuestiones: si Dios es bueno, ¿por qué permite el Mal? Pocos hombres de la Iglesia se han planteado esto con mayor desgarramiento que San Agustín. No lo hizo Santo Tomás. El tomismo adquiere la forma de una summa. El agustinismo se expresa en primera persona: adquiere la forma de las confesiones. Donde Santo Tomás estratifica el Saber, San Agustín habla desde la duda, desde el desgarramiento. Así, en sus Confesiones, dice: “¿Quién me ha hecho a mí? ¿No me ha hecho mi Dios, que no sólo es bueno, sino la misma bondad? ¿Pues de dónde me vino a mí el querer el mal y no querer el bien?”. Vemos, aquí, el punto central de la confesión: yo deseo el Mal y no el Bien; si Dios, que es el Bien, me hizo, ¿de dónde surge esta atracción por el Mal? Sigue San Agustín: “¿Quién puso esta voluntad dentro de mí? ¿Quién sembró esta semilla de amargura en mí, habiendo sido hecho por mi Dios, que es la dulzura misma? Y si la puso el diablo, ¿quién hizo al diablo?”. Agustín conoce la respuesta bíblica: el Diablo era un ángel bueno que se hizo demonio. No le alcanza. Pregunta cómo llegó el Diablo a poseer esa voluntad mala que lo hizo demonio. Lo que implica seguir preguntando la misma insidiosa, lacerante pregunta: “¿Dónde está el mal? ¿De dónde y por dónde se ha colado en el mundo? ¿Cuál es su raíz y su semilla?”. Y también: “¿De dónde viene, pues, el mal, si Dios hizo todas las cosas buenas y siendo bueno las hizo buenas? (...) Tanto el Creador como su creación son buenas. ¿De dónde procede el mal?”. La confesión –un mecanismo de explicitación extrema– lleva a San Agustín a escribir textos que parecieran acercarlo a espíritus como el de Kierkegaard o aun Dostoievski: “Todo esto revolvía mi espíritu, desdichado y entristecido sobremanera por las agudísimas preocupaciones que el miedo a la muerte y el no haber encontrado la verdad le causaban”. Finalmente, San Agustín habrá de calmarse. Todos necesitan encontrar paz para su espíritu y acaso más un hombre ligado a una concepción de lo sagrado sin contradicciones internas. Es decir, Dios no puede ser malo ni crear el Mal. ¿Quién queda? El hombre, claro. Agustín habrá de recurrir al mito del pecado. El Mal existe porque el hombre ha pecado; idea que habrá de redondear –con menos dudas y desgarramientos– San Buenaventura: el Mal existe porque el hombre ha obrado por causa de sí y no por causa de Dios, y esto es el pecado.
Los teólogos son los abogados de Dios. Consagran sus vidas a demostrar su inocencia. A explicar cómo en un mundo arrasado por las atrocidades aún debemos creer en un Dios bueno e inteligente, que quiere lo mejor para nosotros. Y la más efectiva y –sin duda– espectacular de las pruebas que han presentado los abogados de Dios... es el Diablo.

4
Dios es bueno, el Mal es cosa del Diablo
El Times Literary Supplement declaró que el historiador Jeffrey Burton Russell es el ser humano que más conoce sobre el Diablo. Con frecuencia pienso que Burton Russell es, sin más, el Diablo y por eso lo conoce tan bien y debiéramos pedirle cuentas a él y no a Dios. JBR sabe mucho y tal vez demasiado, de aquí la imposibilidad de obviarlo. Sea o no sea el Diablo, parece haber tenido sus contactos con el Maligno. Al menos en la modalidad de la frecuentación absoluta. Así, en El príncipe de las tinieblas, dice: “La tensión de confrontar el poder de Dios con la existencia del Mal es la piedra angular del concepto del Diablo”. Lo que venimos viendo: el Diablo es la mejor prueba de absolución que los teólogos han puesto al servicio de Dios. Se reduce a decir: toda la culpa la tiene el Maligno, Dios es pura bondad. No obstante, vimos que esto no tranquilizaba a San Agustín: si Dios es pura bondad, ¿por qué diablos creó al Diablo? Así las cosas, se hace necesario el traslado al hombre. La culpa fue del pecado. El razonamiento es similar al que se emplea cuando se estrella uno de esos aviones que no fueron hechos para estrellarse sino para ser perfectos, como Dios. Digamos: el Concorde. Cuando se estrella un Concorde se dice que se debió a un error humano. Lo mismo con Dios, que es, quién podría dudarlo, un gran Concorde, ¿cómo entonces habría de serle adjudicado el Mal? Fue un error humano, dicen los teólogos.
JBR escribe: “La razón básica para examinar al Diablo en las tradiciones musulmana y judeo-cristiana es que esencialmente fueron ellas quienes crearon el concepto. Con su énfasis en el monoteísmo, estas tradiciones han tenido que enfrentar la responsabilidad de Dios por el Mal. ¿Cómo se reconcilia la existencia del Mal con la de un Dios bueno y omnipotente?”. Aquí, los amigos de Dios han esforzado sus dotes ficcionales y crearon toda esa parafernalia del ángel caído, la manzana, el Paraíso y el pecado.
Pero otros vendrán en defensa del pecado. En defensa del hombre, ya que defender el pecado es defender a los hombres. Y defender a los hombres es defender al Diablo, que los hizo pecar y los arrojó a la temporalidad. Al, digamos, barro de la historia.

5
El Diablo es enemigo del establishment
Busquemos ayuda en la palabra. Esa palabra, Diablo, debe venir de alguna parte y su procedencia alumbrará una que otra cosa. “El inglés Devil”, escribe JBR, “como el alemán Teufel y el Diablo español, derivan todos del griego diabolos, que quiere decir calumniador, perjuro o un adversario en la corte. Este nombre fue aplicado por primera vez al Diablo en la traducción al griego del antiguo Testamento (siglos II y III a. C.), en correspondencia al término hebreo satán, que significa adversario, obstáculo u oponente”. Ya lo tenemos a Satán en el lugar adecuado: es el enemigo de la corte. El que vino a arruinar la beatitud de Dios y sus ángeles, esa siesta sin conflictos, ese escenario sin drama alguno. El Diablo introduce el drama, que surge, siempre, del conflicto. Goethe, al escribir el “Prólogo en el Cielo” (que abre el Fausto y se inspira en el Libro de Job, como tantas otras cosas), nos presenta al Diablo (Mefistófeles, aquí) en el ámbito de la corte celestial. El Diablo afirma encontrar deplorable lo que pasa en la Tierra: “Lástima me dan los hombres en sus días de miseria, y hasta se me quitan las ganas de atormentar a esa pobre gente”. (Nota: El Libro de Job es decisivo porque, en él, Dios pone a prueba la fidelidad, la paciencia del hombre sometiéndolo a infinidad de males. Job es la antítesis del hombre prometeico, que ahora veremos surgir de la mano de Hegel y Marx. Y, desde luego, de la Revolución Francesa, una revolución diabolizada por todo el pensamiento posmoderno, enemigo de la historia.) Goethe lo exhibe cómodo al Diablo, incómodo a Dios. El Diablo está de visita en el Paraíso, sus diálogos con Dios no son frecuentes. De este modo –cuando Dios y los Arcángeles se dispersan–, dice en soledad: “De cuando en cuando pláceme ver al Viejo y me guardo bien de romper con él”. Sin embargo, ¿hasta qué punto no ha roto con el buen Dios un ángel que se atreve a decirle “el Viejo”?
La filosofía romántica (en la gran figura de Hegel) es la que habrá de valorar la negatividad del Diablo. En el que es su mejor libro, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Friedrich Engels (mi valoración de Engels –un empresario cuyo gran mérito fue alimentar y apoyar a Marx– es tan escasa que con frecuencia me pregunto cómo diablos pudo haber escrito un libro tan bueno) escribe: “La misma vulgaridad denota (Feuerbach) si se le compara con Hegel en el modo en que trata la contradicción entre el bien y el mal. ‘Cuando se dice –escribe Hegel– que el hombre es bueno por naturaleza se cree decir algo muy grande; pero se olvida que se dice algo mucho más grande cuando se afirma que el hombre es malo por naturaleza’. En Hegel, la maldad es la forma que toma la fuerza propulsora del desarrollo histórico. Todo nuevo proceso representa necesariamente un ultraje contra algo santificado, una rebelión contra las viejas condiciones consagradas por la costumbre”. En suma, el progreso histórico surge de la rebelión y la rebelión es el Mal, ya que siempre se alza contra una realidad sacralizada. La dialéctica hegeliano-marxista nace como amiga del Diablo. En el Prefacio de la Fenomenología del Espíritu (texto al que sigo considerando la pieza maestra de la historia de la filosofía), Hegel establece de una vez para siempre la relación entre Dios (lo positivo, lo instaurado, lo sacralizado) y el Diablo (lo negativo, lo que destruye, lo que arroja a la temporalidad y a la historia). Escribe: “La vida de Dios y el conocimiento divino pueden, pues, expresarse tal vez como un juego del amor consigo mismo; y esta idea desciende al plano de lo edificante e incluso de lo insulso si faltan en ella la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo”. No hay demasiada distancia entre este texto y el traje negro de Severino Di Giovanni. Dice Hegel que la vida de Dios, expresada como “un juego del amor consigo mismo”, es insulsa. Debe aparecer lo negativo para que la historia surja. Y lo negativo es seriedad, dolor, paciencia y trabajo. La densidad del pensamiento es la densidad de la historia. Dios es aburrido, por usar una expresión de moda en la Argentina. Así las cosas, cuando viene Marx y –según muchos– demoniza a la burguesía, lo que está haciendo es otra cosa. Los neoliberales acusan a Marx de esa demonización. Paul Johnson en Tiempos modernos, por ejemplo. No, para Marx la burguesía no es demoníaca. Jamás hubiera pensado exaltarla tanto. Es el proletariado quien es demoníaco. Acaso la burguesía destructora de formas arcaicas que Marx dibuja en el Manifiesto podría tener contactos con el poder negativo del Maligno, pero una vez consolidada la burguesía se sacraliza, establece un orden, un Paraíso que pretende no tener contradicciones. Es entonces cuando llega la hora del proletariado destructor. Por decirlo claro: siempre será demoníaco escupir en el Cielo. Y escupir en el Cielo es la condición de posibilidad de la rebelión.
Si Hegel es el gran filósofo romántico, si su pensamiento se despliega a partir del hecho prometeico fundante de la Revolución Francesa, no es casual que esa vertiente se encuentre en Marx primero y en los poetas y novelistas del desgarramiento luego. Entre nosotros, Sarmiento amó el Mal como pocos. Era un gran escritor y como gran escritor supo que Facundo era más fascinante que Rivadavia. También a Echeverría le fascinó el matadero como síntesis del Mal. Y Alberdi escribió el “Fragmento preliminar al estudio del Derecho” pensando en Rosas, no en el general Paz. Tanto atrae e inspira el Mal, que José Mármol no escribió nada luego de la caída de Rosas. Y fue por Rosas que escribió Amalia. Tanto atrae el Mal que Baudelaire extrae de él sus flores. Y Dostoievski su amor por los desbordes, por la locura: “Que el hombre propende a edificar y trazar caminos es indiscutible. Pero ¿por qué se perece también hasta la locura por la destrucción y el caos?” (Memorias del subsuelo).
La historia del Diablo es inabarcable y deslumbrante. Baudelaire dijo esa frase célebre: que la gran ventaja del Diablo es que la gente no cree en él. Y Bram Stoker la retoma en Drácula: la gran ventaja del vampiro (ese perfecto matiz del Diablo) es que nadie cree en él, dijo. Y luego Freud y el inconsciente. Digámoslo: el inconsciente freudiano es el Diablo. Es lo que se oculta, lo que se niega desde la razón, lo que viene a alterar el calmo universo de lo consciente. Y el nihilismo nietzscheano alcanza su más explícita altura demoníaca cuando postula la muerte de Dios. Nadie ha postulado la muerte del Diablo. (Nota: sobre los intentos del pensamiento neoliberal por ligar las revoluciones –en tanto sucesos prometeicos– con la idea de pecado sugiero consultar el capítulo “Modernidad y pecado” de mi libro La sangre derramada. Sobre la temática del Mal sugiero una ojeada a mi reciente Pasiones de celuloide: “Hegel y Richard Widmark”.)

6
volvemos al cine
Raramente Hollywood ha estado a la altura de estas temáticas. Las películas sobre el Diablo son maniqueas, cargadas de una religiosidad elemental, casi propagandística. En verdad, uno debería preguntarse por qué el agua bendita y los crucifijos son tan poderosos contra un ser que se alzó frente al orden divino, que hizo trizas el Paraíso de Dios, ese juego del amor consigo mismo, según decía Hegel de la siesta edénica.
La mejor es El bebé de Rosemary. El Diablo aparece en el sueño de la protagonista embarazada, que, antes de preñarse, sueña que una Bestia la penetra y despierta con diversas heridas. En casi todas estas películas el Diablo es asimilado a la Bestia que describe el Apocalipsis. “En el Apocalipsis aparece el Anticristo”, escribe Josef Pieper, “como una bestia, que se alza desde el mar, pero no como un animal conocido en nuestra experiencia, sino como un monstruo (diez cuernos, siete cabezas, semejante a un leopardo, con pies de oso, hocico de león)”. Que mete miedo, mete. De aquí la violencia y la brutalidad del Diablo en estos films. Luego de Polanski vino la célebre El exorcista, que también mezclaba al Príncipe de las Tinieblas con crucifijos y sotanas, aun cuando fuera el eminente Max Von Sidow quien los portara. Aquí, el psicoanálisis fracasa. Pero no el viejo Max, quien logra ahuyentar al Maligno. Luego, La profecía. Luego La profecía II. Films con viejos y queridos actores de Hollywood; la primera con Gregory Peck, la segunda con William Holden. Y hasta mi venerado Richard Widmark se sumó a la lista, ya que viajó a Alemania y filmó Para el Diablo, una hija. El Maléfico se encarnaba en Christopher Lee y la hija era una muy joven y muy hermosa Nastassja Kinski, lo mejor del film.
Tal vez –luego del film de Polanski– lo mejor haya sido El abogado del Diablo. Aquí, Pacino (el Diablo) entra en una iglesia, mete su mano velluda en agua bendita y ríe desafiante, absolutamente impune. Luego le dice a Keanu Reeves una verdad irrefutable: “El siglo XX ha sido enteramente mío”.
Todo empeora con el módico intento de Winona y Meg Ryan (Meg es la productora del film). Otra peli sobre el Anticristo. Con una variante válida: los malos son los curas. (También en el film Vampiros, de John Carpenter, el malvado es un cura que juega Maximilian Schell y que prefiere la inmortalidad que puede darle el vampiro, pues ha dejado de creer en la de Dios.) Un cura le dice a Winona: “Ustedes tuvieron dos mil años, ahora nos toca a nosotros”. Un disparate. Creer que estos dos mil años transcurrieron sin el Diablo sólo se le puede ocurrir a un guionista excesivamente bien pagado de Hollywood. Uno ve estas pelis y terminan siendo con frecuencia pelis de curas buenos que luchan contra demonios atroces. No va con la experiencia argentina. Aquí, los más sanguinarios, bestiales demonios que hemos tenido, los despiadados maléficos de uniforme y no tridente sino picana que asolaron este país, se llevaron muy bien con los curas, quienes no se dedicaron a atosigarlos con crucifijos y agua bendita (salvo para reverenciarlos y bendecirlos y calmar cualquier posible inquietud que surgiera en sus almas ante las santas masacres que protagonizaban) sino que, casi unánimemente, callaron ante la presencia del Mal, acaso porque para ellos era, sin más, el Bien. No hubo un exorcista para Videla.

7
Otra vez se trata de
escupir en el Cielo
Brevemente: hoy se nos postula un nuevo paraíso. El capitalismo de mercado (con su poder mediático e informático) dice ser lo único. Dice ser el Cielo. Todo pensamiento que se postule como lo Uno, se postula como Dios. Como lo bueno y como lo mejor. Se trata, entonces, de construir la alteridad. Bien manejada, la diferencia derrideana puede presentar estimulantes aristas demoníacas. Porque de eso se trata: de construir la diferencia, de impulsar el acto rebelde y fundacional que proclame lo Otro. Y lo Otro es el Diablo. ¿Cómo no habríamos de creer en él?
Sólo algo más, una confesión: escribí este texto en Buenos Aires, durante las ardientes noches del 4 y 5 de este mes de enero. Dicen que la sensación térmica osciló entre los 35 y los 40 grados. Fue una gran experiencia. Todo ardía, todo era un fuego. Tan absoluto, tan extremo era el calor que, en muchos momentos, sentí Su presencia. Estaba a mi lado y –como suele hacerlo– susurraba, acaso dictándome.

 

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