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Música El magistral debut solista de Ryan Adams

Como un corazón
que rueda

Separó a la mejor banda de country justo antes de hacerla conocida. Arrastra la tristeza etílica de Keith Richards. Sus tendencias autodestructivas le auguran una vida tan breve como la de Kurt Cobain. Sin embargo, Ryan Adams dice que sólo sufre para escribir las mejores canciones. Quienes escuchen Heartbreaker sabrán que la cosa da resultado, porque hasta ahora nadie le había pisado tanto los talones a Bob Dylan.

Por RODRIGO FRESAN

“Armé una banda country porque el punk rock es tan difícil de cantar”, canta Ryan Adams, cowboy punkie si los hay, en una de las canciones de su ex-banda Whiskeytown, leyenda instantánea del alt.country, descanse en paz. Y está todo más o menos dicho. Agregar algunos detalles al atardecer, sin embargo: Ryan Adams nació hace 26 años en Jacksonville, North Carolina. Allí escuchó discos de los Dead Kennedys y de The Smiths y a los 14 escribió sus primeras canciones para su grupo punk. The Patty Duke Syndrome, se llamaba. Tres años después eran bastante famosos en su tierra, y Ryan decidió hacer volar todo por los aires. Fue entonces que su primera novia lo hizo volar por los aires a él y Ryan Adams descubrió que no hay nada mejor que cierta tristeza para escribir grandes canciones. “Fue por entonces cuando empecé a prestarle atención a las canciones tristes y, claro, no hay mejores canciones tristes que las canciones country”. La buena noticia es que a Ryan Adams lo abandonan novias cada vez mejores para que él escriba canciones cada vez mejores. Lo que nos lleva al mejor álbum del año que acaba de acabarse: Heartbreaker.

COMO UN PAUL WESTERBERG
Por momentos, la misma voz de resaca reflexiva del líder de otra banda autodestructiva: The Replacements. La banda de Westerberg sucumbió al alcohol y al peso de su leyenda de culto. Y Whiskeytown –la banda insignia del movimiento alt.country liderada por Ryan Adams desde 1994– vació demasiadas botellas y consumió demasiadas sustancias prohibidas antes de morir por sobredosis de histeria y cirrosis del ego en el momento exacto que iban a convertirse en estrellas fugaces pero estrellas al fin. El cuarteto gustaba de subir a tocar con bourbon hasta las cejas y caerse del escenario después de recitales antológicos. “Nos llamábamos Whiskeytown, ¿qué esperaban? Pero llegó un momento en que las cosas se pusieron decididamente poco saludables”, se defiende Ryan Adams para, enseguida, agregar: “Whiskeytown era una mierda, básicamente una máquina borracha adorada por la crítica que funcionaba gracias a que yo soy tan sexy. Una de esas bandas basadas en la actitud. Puede decirse que escuchamos demasiado Fleetwood Mac”. Antes de que cerraran todos los bares, Whiskeytown se las arregló para editar Faithless Street (un perfecto arrancar de motores en 1995), Strangers Almanac (formidable obra maestra de 1997) y grabar el doble póstumo Pneumonia que, dicen, verá la luz en algún momento del 2001. La culpa de todo, la culpa del final temprano, la tiene Ryan Adams, aseguran las viudas de Whiskeytown mientras apuntan con el dedo a este muchacho con ganas de que las novias lo sigan abandonando mientras él abandona sus bandas a un costado del camino y se aleja caminando hacia el horizonte. Como un Paul Westerberg.

COMO UN KEITH RICHARDS
“Me cansé de ser el líder de algo que no me interesaba liderar. Okay, culpa mía: yo quería ser el jodido Keith Richards y acabé siendo el jodido Mick Jagger. Mientras grabábamos Strangers Almanac, los Rolling Stones estaban grabando Bridges to Babylon en el estudio de al lado y yo me cruzaba todo el tiempo con Keith en el baño. Los dos íbamos ahí con nuestras botellas de vodka y yo ya disfrutaba esa soledad, sin tener que pensar en componer canciones para que mis amigos se lucieran. Las primeras canciones de Heartbreaker las compuse ahí, en ese baño, en cinco minutos. Y las mantenía bien escondidas y las cantaba frente al espejo. Y también cantaba “Happy”, como un Keith Richards, sabiendo que era cualquier cosa menos feliz”.

COMO UN BOB DYLAN
El mismo modo de tocar la armónica, la manera en que la última sílaba de ciertos versos dan coletazos en la canción “Don’t Ask for the Water”, el sonido subterráneo de su banda de amigos de luxe –entre los que se cuentan David Rawlings, Gillian Welch y el productor Ethan Johns– en “To Be Young (Is to Be Sad, Is To Be High)”, el suspiroacústico y ciudadano de “Damn, Sam (I Love a Woman That Rains)”, los coros de la gran madrina country Emmylou Harris en “Oh My Sweet Carolina”, la propensión a inventarse historias sobre su pasado para la prensa, pero –más que nada– el latido emocional que sostiene a Heartbreaker, convirtiéndolo en la perfecta mezcla de Another Side of Bob Dylan con Blood On The Tracks, grandes discos de chico abandonado que susurra y grita pidiendo perdón y explicaciones al mismo tiempo. Las canciones de Heartbreaker siguen la estela de un Ryan Adams enamorado de su chica, siguiéndola hasta una Nueva York demasiado hostil para su corazón campesino y siendo intempestivamente plantado por aquella que decía amarlo para siempre. Entonces queda la guitarra y la botella y el departamento con las persianas bajas, las ventanas cerradas y las altas canciones abiertas por donde sopla el viento. Catorce canciones que suenan como si fueran una sola y larga canción narrando la misma historia de siempre pero con un talento que la vuelve única: la curva del tipo que arranca eufórico besando el techo de la medianoche y acaba lamiendo los zócalos de la madrugada. Heartbreaker –country y folk y rock y psicodélico– como uno de esos discos que suenan atemporales y, al mismo tiempo, petrificados en el Greenwich Village de los ‘60, a donde llegaban para perderse todos los cowboys de medianoche. Heartbreaker es uno de esos trabajos realizados a corazón abierto porque, una vez que tuvo las canciones listas, Ryan Adams huyó a Nashville para grabarlas rápido y sin pensar demasiado y en vivo en el estudio –lo mismo ocurrió con Blonde On Blonde, John Wesley Harding y Nashville Skyline– como un Bob Dylan.

COMO UN GRAM PARSONS
Los que lo conocen más o menos bien se lamentan de que Ryan Adams no vaya a vivir para festejar su cumpleaños número treinta. “El Kurt Cobain del alt.country”, lo definen. Pero, mejor, un Gram Parsons revisitado. Recordar: el vaquero lisérgico y loco cuyo cadáver fue secuestrado por sus amigos para arder a los pies del Joshua Tree. Vive intensamente y muere joven. Quién te quita lo bailado y lo sufrido. Nada apuntala una leyenda como un cadáver bien parecido y Ryan Adams parece, por momentos, más preocupado en la posteridad post-mortem que en su presente inmediato. O tal vez sean la misma cosa: “Sí, todo el mundo se la pasa diciendo que sueno como Gram Parsons (lo que me enorgullece) y que tengo sus mismas tendencias autodestructivas (lo que es un poco exagerado). De acuerdo, digamos que tiendo a pasarla muy bien en los bares; pero es algo más del tipo Jack Kerouac que Keith Richards. Y en cuanto a sufrir y caerte unas cuantas veces, bueno, yo creo que es necesario saber de lo que hablas a la hora de agarrar una guitarra o sentarse frente a un piano. Cuando en “Come Pick Me Up” yo canto ‘Ven a buscarme / Sácame a pasear / Jódeme hasta el fondo / Roba mis discos / Acuéstate con mis amigos / Están llenos de mierda / La sonrisa en tu cara / Y vuelve a empezar’, sé de lo que estoy hablando. Es lo que piensa alguien que sabe que le van a destrozar el corazón pero no importa porque ella es jodidamente hermosa. Tienes que estar lastimado de mala manera para lastimar a la gente de la mejor manera con tus canciones. La música country siempre fue eso, ¿o no?”.

COMO UN RYAN ADAMS
Por encima de todo y de todos y por encima de toda influencia –como un Neil Young, como un Nick Drake, como un Mark Eitzel, como un Paul McCartney, como un Steve Earle, como un Johnny Cash, como un Robyn Hitchock también, por momentos–, al final y desde el vamos Ryan Adams metaboliza sus influencias hasta convertirlas en señas propias y privadas. Para cuando ustedes lean ésto, Heartbreaker figurará merecidamente en todas esas listas de lo mejor del año, del siglo, del milenio. Un clásico instantáneo. Ryan Adams ya está grabando la continuación con las treinta canciones que le sobraron y por ahí se hablade editar unos demos con el título de Four Track Mind y, quién sabe, tal vez falte un poco menos para reencontrarnos con Whiskeytown y su Pneumonia. Hasta entonces habrá que sacarle el jugo a lo que tenemos a mano. Canciones perfectas como “My Winding Wheel”, “AMY”, “Call Me On Your Way Back Home”, “Come Pick Me Up”, “Sweet Little Gal (23rd/1st)”. Y esperar que el tipo no se muera demasiado pronto y que –como al principio de Heartbreaker, en una conversación con sus músicos en el estudio– siga discutiendo acerca de si el “Suedehead” de Morrisey está en Viva Hate o Bona Drag para enseguida arrancar con una canción que suena como un himno de batalla de quien sabe que no demorará en batirse en retirada pero con los bolsillos llenos de versos. Para ir terminando –porque hay raras y contadas ocasiones en que uno no tiene ganas de escribir sobre algo que oyó sino que querría que todo el mundo lo oyera como ahora se dispone a oírlo uno, una vez más– hay primeros discos que parecen un Greatest Hits y éste es uno de esos casos y ahora les toca mover a ustedes. Si van a comprarse un sólo disco en todo el 2001, que sea éste y bienvenidos a la fiesta de descubrir a un genio en el momento exacto en que da un paso al frente y a un álbum del que uno no va a salir nunca del mismo modo en que entró. Canciones para corazones destrozados y abandonad toda esperanza los que aquí se arriesgan. Pero, como dice Ryan Adams, te va a lastimar de la mejor manera posible. “Llámame cuando llegues a tu casa, porque te extraño / Sólo quiero morir cuando no estoy contigo”, canta Ryan Adams como podría cantar Britney Spears, de acuerdo, pero la diferencia –como Dios– suele estar en los detalles y los detalles son lo que finalmente cuentan. Este es el cantautor que hizo llorar a esa pareja de novios mientras desayunaban oyéndolo pero que vivieron para escribirlo en Internet. Este es el disco que el crítico de la revista inglesa Uncut definió con lírica y epifánica justicia como “un cuadro de Edward Hopper que canta, una novela de Jack Kerouac que baila, una película de Robert Altman que toca”. Esta es la prueba de que si el pop le canta a los cielos y los blues al infierno, entonces el buen country –que tiene lo mejor de la música de los amos y de los esclavos– le canta al purgatorio, ese lugar en el que estamos todos pero donde algunos, cada vez más, tienen la suerte de escuchar a Ryan Adams.

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