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Cine Traffic o el regreso del niño prodigio de Hollywood

 

El Imperio
contraataca


Partida doble al Oscar como mejor director (por Erin Brockovich y por Traffic, ambas candidatas también a mejor película). La primera era un perfecto vehículo para el lucimiento de Julia Roberts y la causa ecologista; la segunda, un acercamiento al complejo problema de la droga a ambos lados del río Grande. José Pablo Feinmann explica por qué Soderbergh no puede perder; por qué Hollywood siempre se deberá a sus villanos y por qué Traffic se pierde en buenas intenciones. Demasiado buenas.

Por José Pablo Feinmann

No hay quién no lo sepa: el nuevo rey de Hollywood se llama Steven Soderbergh y tiene treinta y ocho años. Mírenlo en las fotos. Cuando le acercan la cámara, el tipo baja un poco la cabeza y eleva sus ojos (más azules que grises) para mirar el objetivo. Así sale gatuno, incisivo, tal vez genial. Es una pose que le robó a Uma Thurman, que se la robó a Marlene Dietrich. A Soderbergh no le preocupa su calvicie: lo hace sexy. Todos los calvos se han vuelto sexies. Ocurre que el siglo XXI solucionó el problema ancestral de la calvicie. Y no por exceso, sino por defecto. No encontró una fórmula para hacer crecer el pelo. Pero inventó una moda para la carencia: hoy, da fashion ser pelado. Así, todos los que tienen poca vegetación ahí arriba, todos quienes están irreparablemente lejos de Juan Facundo Quiroga (“su cabeza es un bosque de pelo”, decía Sarmiento) pueden hoy superar ese flagelo cortándose el pelo muy-muy al ras o despreocupándose de disimular su pelada, sin más. Soderbergh se ha inclinado por la opción uno. Sin embargo, hay algo que no logró: se parece fatalmente a Woody Harrelson, un actor limitado, algo mogólico y ya perdedor que debe apenas enturbiar los sueños de Soderbergh.
El tipo es de esos que se pintan de cuerpo entero: si le preguntan si Traffic intenta plantear una solución al problema de la droga, se ríe. Y dice que su solución es ganar dinero. Se lo dijo a una enviada especial de un matutino argentino. Sí, Clarín. Luego, como apiadándose de la gilada, es decir, del resto del mundo, dice: “Cada uno cree que la película propone su propio punto de vista”. La gente es así, imbécil, para Soderbergh. Quien sigue: “Hasta se la mostré a unos zurdos y me dijeron ¡Genial!”. Los zurdos son, para Soderbergh, el colmo de la gilada. Porque ante esa exclamación (una exclamación que es azúcar para todo artista, ya que ¿quién no desea que la audiencia exclame ¡Genial! y confirme lo que uno piensa de sí?), el nuevo golden boy dice: “Algo debo haber hecho mal”. O sea, si los zurdos aplauden, te equivocaste. Y equivocarse, en Hollywood, es no filmar más. Algo que no ocurrirá con Soderbergh, quien, si busca algo, no es precisamente el aplauso peligroso de los zurdos, que siempre son “veneno para la taquilla”. Preguntemos aquí la inevitable pregunta: ¿qué aplauso busca Soderbergh? (Nota de honda sinceridad: no crean en exceso nada de lo que escribo. Advierto, a esta altura del texto, que una vez más escribo desde la más pura, sucia y abismal envidia. A todos nos gustaría -.oscuramente o no tanto– ser Soderbergh, que los productores quieran producirte o que te llame Julia Roberts y te diga que quiere hacer otra película con vos; o que te llame Russell Crowe y te diga que sólo vos merecés dirigirlo, a él, el nuevo dios-cabrío de California; o que te llame Meg Ryan y te diga que no la olvides, que lo que hace Julia ella lo puede hacer igual o mejor y, de paso, Steven, no te repetís porque ya la tuviste en Erin Brockovich y no es justo que le des todo a una; o que te llame Michelle Pfeiffer y te diga que si no hace de una vez por todas una buena película se hunde para siempre y que sólo vos, Steven, sólo vos podés hacer eso para mí; o que te llame Steven Spielberg y te diga que Steven ya se llama él, que te cambies el nombre, que ya no da más, está harto, llame a quien llame, no bien dice “Habla Steven...”, del otro lado del auricular voces exaltadas, unánimes, sofocantes dicen: “¿Soderbergh? ¿Soderbergh?”. Usted, aquí, se preguntará: ¿por qué este tipo habla de semejantes pavadas cuando está en juego una película como Traffic, que trata del muy serio y dramático tema de la droga? Muy simple: porque yo, como muchos otros que andan por ahí, tengo la solución para el problema de la droga y esa solución no está en Traffic.)

ERIN, O LA ECOLOGIA
Erin Brockovich era algo más que un brillante vehículo para llevar a Julia Roberts hasta la casa del tío Oscar. (Nota cholula: con que sólo hubiera sido eso, para mí estaba bien. Porque mejor no podía estar Julia en esa película y porque ya estoy algo fatigado de oír quetiene “sólo” dientes perfectos o que “sólo” es la novia de Hollywood o que en Erin “sólo” cambiaba de corsetería en cada escena. La Roberts es una actriz fenomenal y tiene, claro, un carisma arrasador; supongo que no la deberíamos culpar por eso. Pero la crítica raramente consagra a este tipo de estrellas. No, al menos, contemporáneamente. Lean las reseñas que le hacían a Marilyn en los 50: nadie hubiera dicho que era una actriz; y hoy es un símbolo absoluto del cine. Es decir, bastante más que una actriz, cosa que también era. Dentro de treinta años nadie negará a la Roberts; habrá cientos, miles de pósters con ella y el afiche de Mujer bonita decorará los interiores de todas las naves espaciales, para deleite de quienes consigan huir de un planeta que ni Erin Brockovich logró salvar.) Bueno, decía que Erin Brockovich era algo más que un vehículo para Julia Roberts. Era una buena película. Giraba alrededor de la impunidad de las grandes industrias, que pueden envenenar el planeta y matar a medio mundo sin que pase nada. Lo que está pasando es que el planeta se deteriora sin remedio. Y el capitalismo (una de cuyas más impecables expresiones son esas industrias envenenadoras) lleva en sí la destrucción de la naturaleza, ya que la mercantiliza hasta extremos absolutos. Los deterioros salen en los diarios. Buena gente se reúne en congresos varios y advierte: nos vamos al desastre (por decirlo con alguna elegancia). Uno se despierta, abre el diario y lee: “El IPCC -.que reúne a investigadores de 100 países y presentó en Ginebra su Resumen para tomadores de decisión- hace pronósticos de aquí al 2100: la temperatura global aumentará de 1,4 a 5,8 grados; el nivel medio del mar subirá de 0,9 a 88 centímetros”. Y también: “derretimiento completo del casquete de hielo del Artico y del que cubre Groenlandia; carencia de agua potable para 500 millones de personas en la India, por disminución de los caudales de sus ríos a causa del derretimiento de los glaciares del Himalaya, expansión de los desiertos en Africa, aumento de las lluvias en Europa... y en la ciudad de Buenos Aires” (Página/12, 20-2-2001). Siempre supe dos cosas del futuro: que viene después del pasado, y que siempre es peor. Pero esta vez no sólo es eso: es lo peor en la modalidad de la pesadilla.
Pero, para no deprimirnos, imaginemos las posibilidades que este panorama deparará: nadie tendrá que ir a verlo a George Clooney para disfrutar de una tormenta perfecta. Las grandes olas serán cosa de todos los días, matices de lo cotidiano: todo el ancho mundo devenirá un maravilloso efecto especial. Será la venganza de la naturaleza. La naturaleza (acaso coherentemente) superará a Hollywood. Usted no tendrá que bancarse a Pierce Brosnan ni a Linda Hamilton para ver un auténtico volcán estallar en vivo y en directo. Cualquier boca de tormenta, en cualquier momento, vomitará un fuego mortal, devastador, definitivo, pero de una belleza visual superior a cualquier efecto californiano. No tendrá que tolerarlo a Bruce Willis en Armaggedon (¡qué mal estaba el gran Bruce en esa peli!). No tendrá vergüenza ajena viendo a Téa Leoni abrazar a su papi Maximillian Schell ante la ola-maremoto que se viene, que ya cae sobre ellos, más inmensa que el obelisco, para que ella -.solucionando viejos problemas de la infancia– le susurre: Daddy (¿Hacía falta tanta agua para superar una mala crianza?). Usted, en fin, no necesitará alquilar en su video el gran clásico de George Pal Cuando los mundos chocan. No, la destrucción no vendrá de afuera. No será un meteoro gigante ni un planeta a contramano del orden divino lo que hará trizas este viejo y -.en rigor– bonito planeta. Los hombres no son como los dinosaurios; son superiores. No necesitan que venga un meteoro para hacerse moco: así cualquiera. No; la destrucción es cosa de hombres. Así, sobre el silencio infinito de las cenizas, sobre el desierto ya crecido y final, se agitará la última, orgullosa certeza: fuimos nosotros.

TRAFFIC, O LAS DROGAS
Soderbergh da serio. Zemeckis no. Pero cuando Tom Hanks (en Náufrago), en esa balsa miserable, quemado por el sol, barbudo, esquelético, llora y grita: “¡Wilson! ¡Wilson!”, y con ese grito busca convocar el retorno imposible de una pelota de vóley (marca Wilson) que lo acompañó durante años de soledad absoluta en esa isla en medio de la nada, bueno, vean, Zemeckis llega ahí adonde Soderbergh todavía no. Pero Soderbergh se metió con la droga. Y todo indica que ha llegado hasta donde los norteamericanos pueden llegar. (Es decir, no hasta donde yo y muchos otros como yo que andan por ahí hemos llegado –ya veremos dónde.) ¿Hasta dónde pueden llegar los norteamericanos? No sé si está muy claro. Creo que pueden llegar a instalar la iluminación de un estadio de béisbol para los chicos que viven del lado mexicano de la frontera, en ese final edulcorado que plantea Traffic. O a que Michael Douglas se siente a escuchar las historias de buena gente apretada por la tragedia de las drogas y mire a su hijita (que las pasó todas) y diga -.con ese afán de comprensión tan de héroe yanqui ultrapolíticamente correcto–: “Vine a escuchar”. Pero no nos apresuremos.
El film, por desdicha, tiene toques Oliver Stone. Cambio de colores. Nubes que se mueven rapidísimo. Cortes en lugar de acercamientos. (Esto, hoy, lo hace todo el mundo: un personaje dice una frase en tres o cuatro posiciones distintas: sentado, parado, rascándose la oreja o haciendo tap sobre un escritorio. La cosa es no aburrir.) Pero el toque Stone de la peli de Soderbergh son esos virados al amarillo que “sitúan” al espectador en la geografía mexicana del film. Los Esteits dan pleno color; México, amarillo. ¿Será por la prensa sensacionalista que cubre los avatares de la droga? ¿Será para que la platea media yanqui sepa de inmediato cuándo la película transcurre en México y cuándo en los Esteits? No sé, pero los mexicanos quedan bastante desairados en Traffic. Militares, policías, todos son torpes y corruptos. Hay un general (que hace Tomas Milián y lo hace muy bien) que es de lo peor. Y está Benicio del Toro, que termina siendo de lo mejor: un policía mexicano que trata de hacer lo correcto, cosa bastante difícil a uno y otro lado del río Grande. (Suponemos todos que Benicio se llevará el Oscar. Pero ya lo merece desde China Moon, donde brillaba más que el mismísimo Ed Harris.) También está Catherine ZetaJones, y está embarazada. Y no le queda bien. No es chica para la gordura. Pero hace su parte con convicción (la de una señora bien, que descubre que su marido es narco cuando cae preso, la deja sola y en bancarrota, y la fuerza a tomar cartas en el asunto). Todos sabemos que es -.en la llamada “realidad”– la mujer de Michael Douglas, que se casaron luego de miles de arreglos judiciales: esto es mío, esto no, jamás pondrás aquí tus sucias manos, me caso pero me aseguro el futuro, único modo de aguantarte, en la casa, en el coche, en el cine y sobre todo, mi amor, en la cama. Así son las cosas entre esta gente tramada por el poder, por las cuentas bancarias y el abominable deseo de la juventud eterna, deseo que obedece -.por ahora– más a Michael que a Catherine.
Sigamos con ella. O no. Sigamos mejor con la hija de Michael Douglas, que hace de flamante zar de la lucha contra el narcotráfico. Mientras esa niña de carita de luna se droga con una vocación destructiva imparable. A través de esta niña y sus amigos, Traffic nos muestra el problema “en” los Esteits. Porque es así: Colombia y México producen, pero los que consumen son los desorientados norteamericanos, que viven en una sociedad que ha resuelto todo, menos cómo evitar que sus jóvenes tengan en la jeringa el horizonte único de sus vidas. Traffic acumula aristas del problema pero no se decide por ninguna de ellas. Hay que atacar a los productores de droga. Hay que dar piedra libre a la DEA y demás represores. Pero hay que alertar que el gran mercado consumidor está “en casa”. Y que nuestros chicos necesitan padres con los oídos abiertos. Que se incluyan “en” el problema.
LA SOLUCION Soderbergh, acertadamente, es de la opinión que el film resultará insuficiente, tanto para los que están contra la despenalización como para quienes están a favor. A unos les parecerá demasiado “comprensivo” con la droga. A otros les parecerá “demasiado blando” en la propuesta de una salida. Bueno, es hora de decirlo: a mí me pareció demasiado blando. Con total convicción (y respaldándome en la tradición y en los grandes relatos de Hollywood) propongo –como muchos otros que andan por ahí, según dije– la despenalización. En verdad, sería arduo encontrar en Nueva York (donde reside la parte potable de los Esteits) alguien que no respalde la despenalización como la gran, arriesgada y valiente salida. La definitiva. Pero seamos cinéfilos, que eso somos. Que la respuesta provenga de Hollywood.
Uno ha visto decenas de películas de gángsters. Al Capone, Lucky Luciano, Dutch Schultz, Gente mala, de hacer dinero rápido y fácil. Como los narcos de hoy. Sin embargo, ¿cuál era la condición de posibilidad de los gángsters? La prohibición. La Ley Seca. ¿Recuerdan a Elliot Ness? Sea en la figura de Robert Stack o en la de Kevin Costner, Ness era un tipo derecho, inexpresivo y valiente que rompía barriles de alcohol ilegal. ¿Alguien cree seriamente que Ness termina cuando mete a Capone en la cárcel por esa cuestión de los impuestos? No: Ness deja de ser Ness, y Capone deja de ser Capone, cuando la prohibición deja de ser la prohibición.
Los gánsgters eran una gran hipótesis de conflicto en Hollywood. El lugar de la maldad estructura a la industria fílmica: sea la mafia, los nazis o los narcos, malos hay que tener siempre. Películas de gángsters se hacían incluso durante la Ley Seca. Dillinger muere luego de haber ido a ver un film de gángsters. Fue al cine Biograph de Chicago a ver Manhattan, melodrama con Clark Gable y William Powell, y a la salida lo acribillaron (que digan, después, que ver una película no mata a nadie).
Con el arresto de Capone, con el fin de la prohibición, siguen las pelis de gángsters y de mafiosos. Así como con el nazismo derrotado, siguen las películas de nazis. ¡Hasta la Mujer Maravilla peleaba (en TV) contra los nazis! Ni hablar de Indiana Jones. En suma, la despenalización no va a acabar con el negocio del cine. Sólo va a acabar con los narcotraficantes. Lo que no es poco. ¿Pero por qué, si hay un comercial de un ron (Bacardí, creo) que dice “la calidad la ponemos nosotros, la cantidad la pone usted” (es decir, un comercial que apela a la responsabilidad del consumidor, un comercial absolutamente impensable en la época de la prohibición), no puede haber un comercial referido a las demonizadas drogas de hoy que diga lo mismo? Lo habrá. No hay nada que pueda impedir que ese comercial llegue -.algún día, lejano o cercano– a existir. A Elliot Ness, la publicidad de Bacardí le hubiera parecido satánica. Hoy la escuchamos por la tele, en los aviones, en cualquier parte. Y no hay más o menos alcohólicos que antes. Sólo desapareció Al Capone.

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