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Queríamos
tanto a Balthus
Por
Alfredo Grieco y Bavio
Cuando
Miguel Cané murió en 1905, Alberto Gerchunoff gritó
su obituario: ¡Por fin solos! El mismo año nacía
en París Pierre Klossowski, el futuro autor de Sade, mi prójimo
(1946); tres más tarde, su hermano Michel, que firmaría
con su apodo infantil de Balthus toda una carrera pictórica, dedicada,
como su tocayo, a los juvenilia, ese plural neutro latino que designa
todo género de imágenes pre y pospúberes. Pero si
el argentino evocó la estudiantina de los varones del Buenos Aires,
por entonces colegio unisexual, la predilección del francés
de prosapia judío-polaca siempre se dirigió a las niñas.
Las imágenes de mujeres preadolescentes, en poses candorosas y
sádicas, no agotan la obra de un pintor polifacético como
pocos. Sin embargo, esa misma languidez que, más púdica
y finisecular, exhiben las repetidas figuras femeninas de Raúl
Soldi se convirtió en su sello, su gratificante identificación
inmediata. Balthus gozó ya en vida de extensas biografías
con las quinientas páginas de rigor, pero acaso ningún otro
retrato devuelva del retratista una imagen tan nítida, tan elegante
y tan cruel como el que trazó James Lord, uno de sus modelos ocasionales,
en Some Remarkable Men (1996). Tal como cuenta Carlos Mastronardi de Witold
Gombrowicz, Balthus no se sentía menos ultrajado en los atentados
sufridos en su polaca aristocracia porque ésta fuera sólo
una conveniente invención.
Con tantas diferencias sociales, culturales, y aun de talento, las semejanzas
de Balthus con Lewis Carroll, el matemático victoriano autor de
Alicia en el país de las maravillas, nunca dejaron de señalarse.
Los chicos chicos le parecían cerdos, pero no así las chicas
chicas. Al casto diácono de Christ Church le gustaba contarles
cuentos sentadas en sus rodillas o fotografiarlas desnuditas, como ocurrió
con la propia Alicia Liddell.
La acusación de pederastia se hizo esperar en el caso de Carroll;
no así en el de Balthus. Fue elevado inmediatamente a la categoría
de la perversión, de ese erotismo artístico que trasciende
la pornografía, y la refuta. Sus cuadros resultaban la ilustración
óptima para las tapas de los libros de Vladimir Nabokov, las lolitas
de uno equivalentes a la del otro, el falso aristócrata polaco
al émigré ruso patentado. Las afinidades electivas no necesitan
subrayarse: fueron las bodas del anticomunismo y el estilo, la heterosexualidad
más corriente travestida de transgresión, la satisfacción
asegurada bajo las apariencias de la sofisticación y aun de la
dificultad.
Porque el culto del que disfrutó Balthus se debe en no escasa medida
a su esfuerzo por dotar de título de nobleza a una ilusión
de las más vociferadas por los machos alfa en las sociedades occidentales:
la de aparearse con mujeres menores, mucho menores que ellos. Hasta los
mejores novelistas escriben sus novelas para inventar historias en las
que prostitutas jóvenes y arrabaleras se calientan con un alter
ego mayor pero irresistible. Estamos por eso agradecidos a Balthus, que
procuró a la normalidad los románticos prestigios de la
patología. Había nacido un 29 de febrero, así que,
cuando murió la semana pasada, sólo había festejado,
o lamentado, unos 24 cumpleaños auténticos.
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