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Territorios Una colonia menonita en La Pampa

Esta tierra es mi tierra

A 160 kilómetros de Santa Rosa, casi cien familias viven desde 1985 en las diez mil hectáreas de la ex estancia Remecó. Vinieron desde México, Bolivia, Paraguay y Belice. Rechazan la violencia y el lujo. Tienen prohibido el alcohol, el tabaco, el teléfono, la luz eléctrica, la televisión y el automóvil. Ahora están obligados a aprender castellano, además del alemán que hablan entre ellos. Pero los menonitas de la colonia Nueva Esperanza no creen en la patria ni en el Estado. Por lo menos, no de este lado del paraíso.

Por Sergio Romano, desde La Pampa

Juan Loewen se baja del carro y entra en su casa. No enciende la luz, ni pide a sus hijos que atiendan el teléfono, ni se molesta en bajar el volumen del televisor, porque nada de eso hay en su casa. En la colonia menonita de La Pampa siguen las normas que hace más de 450 años impuso su líder Menno Simons. Cualquier diccionario dirá que Menno Simons nació en 1492 en Witmarsum (Holanda), que fue cura católico y que en 1536 rompió con la Iglesia para unirse a los anabaptistas, luego de que el sector más radicalizado de esta escisión tomara la ciudad alemana de Münster, estableciendo la poligamia y un gobierno propio. Ya con Simons como líder de ese grupo, se los comienza a conocer como “menonitas”. En la colonia Nueva Esperanza, 160 kilómetros al sudeste de Santa Rosa y a 35 del pueblo de Guatraché, rigen los principios impuestos hace siglos por él (el rechazo a la violencia, a la guerra, al confort; la división entre Estado e Iglesia y la nulidad del bautismo infantil) y otros posteriores pero igualmente férreos: además del teléfono, la luz eléctrica, la televisión y la radio, también está prohibido el automóvil.
–Ningún auto –remarca Juan Loewen, sentado en el comedor de su casa.
¿Por qué, entonces, ese almanaque con la foto de un coche?
–Pero ése es auto muy viejo –y se ríe con toda su fuerza. Juan tiene 41 años, una esposa, ocho hijos, trece hectáreas de campo, ocho vacas, tres caballos, un carro lechero y cuatro dientes menos, según delata su amplia sonrisa. Nació en el estado de Chihuahua (México), como la mayoría de las casi cien familias que en 1985 se radicaron en las diez mil hectáreas de la ex estancia Remecó. Viajaron en avión, y enviaron por barco los pocos muebles, carros y maquinarias que trajeron. Ese año también llegaron otros menonitas a La Pampa, desde Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), así como luego se sumarían otros, venidos de Paraguay y Belice. La casa de los Loewen es de adobe, con un amplio comedor, una cocina a leña, despensa, baño y dos dormitorios. Con sus ocho hijos y su esposa me enseña los dormitorios. En la habitación matrimonial hay una cama de caño blanco de dos plazas, un cochecito de bebé y otra cama donde duerme su única hija mujer. De una madera del techo cuelgan más de media docena de gorras que, junto al riguroso mameluco, conforman la vestimenta típica del hombre menonita.
–Casa hice hace un año, todo con familia. Ahora falta machimbre, pintura y también eso para revocar, no sé cómo llaman en castellano -dice, mientras me señala un tarro en la despensa donde se lee “cemento”. Es que los dos mil campesinos hablan en un dialecto alemán llamado Plattdeusch y leen y escriben en alemán. Son pocos los que se muestran dispuestos a hablar en castellano. Loewen señala dos fuentes de agua sobre la mesa para explicar por qué se vinieron de México: –Había que regar mucho la tierra y los pozos eran hondos y el riego salía caro.
La mujer de Loewen, Margarita, confecciona vestidos, mamelucos y camperas, se encarga de la huerta, elabora dulces, mermeladas y tortas, ayuda a ordeñar las vacas y es una de las encargadas de hacer el jabón.
¿Con qué lo hacen?
–Con aceite, agua, grasa de chancho y lavandina –contesta Loewen, en lugar de su mujer.

JOVEN MENONITA
A pesar de que no conoce nada de fútbol, Jacobo Brown, de 19 años, luce un llavero de Boca prendido al cierre de su campera marrón, regalo de un amigo del pueblo. Juan Martenz, de la misma edad, tiene otro con el dibujo de un hincha de River sentado sobre un inodoro pintado de azul y oro. Pero ni el uno ni el otro han oído hablar de un tal Diego Maradona. El domingo es la única jornada de descanso en la colonia. Y hoy es domingo: no es tan difícil ver a chicas con pulseras y a muchachos con relojes y llaveros. A la mañana van a una de las dos iglesias de la colonia. Luego pasean y visitan a amigos y familiares en los llamadosbuggies, que no son más que pequeños carros de cuatro ruedas, tirados por un caballo. A partir de las 19.30 hasta las 22, los novios se encuentran en casa de los padres de ellas. Dos horas y media por semana para tocarse tímidamente las manos y tal vez darse un beso: los novios menonitas deben llegar vírgenes al matrimonio. Jacobo Reimer ya lleva cinco años de casado con Agustina, luego de conocerla un domingo como hoy.
¿Cuánto tiempo anduvieron de novios?
–Poco, nueve meses.
¿Qué se hace en caso de que te guste una chica?
–Siempre andan los domingos en la calle. Pasea un poco con usted. Hablamos con ella y después hacemos un casamiento.
Antes de casarse, se reúnen un sábado en casa de la familia de la novia para festejar con los parientes. Durante toda la semana posterior visitan a familiares y amigos. Cuando por fin llega el domingo, se casan en la iglesia de la colonia, frente al obispo menonita, y a los pocos días legalizan el matrimonio en el Registro Civil de Guatraché. Deben elegir muy bien su pareja, ya que no se permite el divorcio.
La religión ocupa un lugar central en la vida de la colonia. A partir de los doce años los niños pueden ir a misa y, cuando cumplen diecisiete, al tener “conciencia de pecado”, pueden bautizarse. El obispo y los pastores presiden la ceremonia todos los domingos de 9 a 11.30. Para ingresar a la iglesia hay dos puertas: una para los hombres y otra para las mujeres. La mujer ocupa un segundo plano en las actividades sociales. Hablan muy poco el castellano, deben caminar unos pasos detrás de su marido o su padre y no tienen voz ni voto en las decisiones de la comunidad. Toda menonita sabe que su objetivo primordial es parir. En la colonia, parir significa tener no menos de seis hijos. Cuantos más, mejor. A menos que un médico lo recomiende, por considerar peligroso un nuevo embarazo, no se toman medidas anticonceptivas.
Son las tres de la tarde del domingo. Cuatro jóvenes corean canciones de un viejo casete que han puesto en el estéreo de mi auto. De un lado tienen grabados temas religiosos en alemán y del otro chamarritas. En el reducido espacio menean su cuerpo para nada acostumbrado al baile, y parecen felices. Son pocos los que se atreven a esconder casetes o radios en algún rincón de su casa. A uno de ellos (de nombre Isaac Martenz, según me confiesa un comerciante de Guatraché), su padre le descubrió un radiograbador, corriendo la suerte que todo artefacto de este tipo merece por estos lados: fue destrozado con un martillo. El comerciante agrega:
–No importa; dentro de unos meses compran otro entre todos los muchachos y escuchan música de nuevo.
¿Por qué los tractores tienen ruedas de hierro, en la colonia?
–Así los chicos no se escapan al pueblo.
Cinco chicas adolescentes pasean por las calles. Me dicen que siempre usan trenzas, que no se maquillan, que no las puedo fotografiar, o sí pero no ahora, que esos vestidos los hacen ellas, que las solteras usan en su cabeza pañuelos blancos, que las casadas llevan pañuelos negros, que de vez en cuando viajan al pueblo, que les encanta la música.
¿Por qué las mujeres deben caminar detrás del hombre?
–Son costumbres –me dice Catalina, y baja la vista, tal vez recordando que no está bien hablar con extraños. No hay un solo bar o lugar para jóvenes donde reunirse. Los obispos no ven con buenos ojos que se fume ni que se beba alcohol. Quizá por eso, los jóvenes menonitas no paran de escupir cáscaras de girasol. Pero de pronto veo que Juan le alcanza una lata de Bieckert a Pedro.
¿No está prohibido tomar cerveza?
–Vender prohibido, pero igual puedes conseguirla y tomar un poco, sin emborrachar –dice Juan antes de subirse al buggie y hacer trotar al caballo hacia el campo 9, donde vive su novia.

BUENOS VECINOS
El aislamiento que tratan de mantener los menonitas con el resto de la sociedad sólo se rompe con el contacto con los escasos turistas y comerciantes que se acercan a Nueva Esperanza. Lunes, miércoles y jueves, algunos menonitas viajan en colectivo hacia el pueblo, para vender sus productos y hacer compras. Pagan $ 6,50 (un taxi eleva la tarifa a 20 pesos, sólo de ida). En casi todas las chacras hay tambo. A la madrugada y al atardecer cada familia hace el ordeñe a mano. Hay tres queserías que en conjunto reciben veinte mil litros de leche por día, destinados a la elaboración de quesos y a lo que se conoce como “masa”. Isaac Penner es dueño de una quesería. En los minutos que dura el viaje en su buggie negro desde allí hasta su casa, me explica que el litro de leche vale 17 centavos, que la “masa” es retirada todos los lunes por un camión de Capital Federal, que las diez mil hectáreas ya les están quedando chicas y están pensando en comprar más tierras. Y agrega orgulloso:
–Cuando llegamos no había nada, levantamos todas las casas nosotros. Y productos que necesitamos los podemos hacer.
En la colonia se fabrican silos, buggies y muebles. En las fábricas se permite la luz eléctrica (que se obtiene por generadores); en las casas, sólo hay lámparas y faroles a querosén. Desperdigados por el campo hay tres almacenes donde se pueden comprar desde frutillas hasta ropa interior, desde papas fritas hasta nafta y chupetes para bebés.
Pedro Martenz, almacenero de poco más de 45 años, lleva como todos los hombres de la colonia varias lapiceras prendidas en la pechera de su mameluco. Es uno de los pocos que lee de vez en cuando los diarios.
–Alguien tiene que ver qué es lo que pasa en el mundo, qué es lo que dicen los periodistas de nosotros, porque muchas veces escriben cosas que nosotros no dijimos. Mienten.
Estamos sentados a la mesa, a la espera de que su mujer y una de sus hijas sirvan unas sabrosas verduras. Segundos después de agradecer en silencio a Dios por el almuerzo, Martenz agrega:
–No queremos problemas con gobierno, ni con gente de Guatraché.
Y es imposible no creerle a un menonita: a pesar de ser reiteradamente estafados con cheques robados o sin fondos, con maquinarias compradas que nunca aparecieron o dinero falso, no hay rencor en sus palabras cuando hablan con argentinos. Sólo desconfianza.

CASTELLANO, LENGUA MATERNA
“Nosotros tenemos nuestras propias leyes”, ha dicho innumerables veces Juan Blatz a los funcionarios provinciales. Blatz tiene 55 años y es uno de los dos jefes de la colonia. Fue elegido por voto de los hombres, al igual que el obispo y los pastores. Los jefes son elegidos cada dos años, mientras que el obispo y los pastores ostentan su cargo por el resto de sus vidas. Son ellos quienes se encargan del pago de los impuestos del campo y negocian con el gobierno temas tan espinosos como la creación de una municipalidad. Frente a cada acercamiento del gobierno bajo la consigna de integración, los menonitas intentan resistir, arraigados en sus tradiciones. Ese fundamentalismo los ha hecho deambular desde el siglo XVI por media Europa, para pasar luego a Canadá, Estados Unidos, México, Bolivia, Paraguay y Argentina. Esos años signados por las persecuciones y migraciones no alteraron prácticamente en nada el componente étnico del grupo. No es que la comunidad no evolucione, sino que lo hace de un modo mucho más lento que el resto de la sociedad. Antes de implementar cualquier cambio se discute el tema sobre la base de sus creencias. Si el cambio va en contra de sus convicciones religiosas, no lo permiten. Nada quieren del gobierno y nada piden. Ni policías ni médicos. Sólo si la enfermedad es grave recurren a un doctor de Guatraché. Los nacimientos son atendidos por parteras de la misma comunidad.
–Tenemos nuestras propias instituciones. ¿Para qué queremos municipalidad acá? –insiste secamente Blatz, razón por la cual prefierono recordarle que hace unos años decían lo mismo con respecto a la enseñanza del castellano a sus hijos.
El idioma es una de las más fuertes barreras que separa a los menonitas del resto de la sociedad. En las nueve escuelas (una por campo), los trescientos chicos de la colonia aprenden a leer y escribir en alemán. No se enseña el castellano. El maestro, que es menonita, tiene mínimos conocimientos de nuestro idioma. Durante seis meses y medio, cada día de 7.30 a 11.30 y de 12.30 a 15 horas, enseña, a los únicos cuatro grados que existen, a leer y escribir en alemán, a sumar, restar, multiplicar y dividir. En un primer momento, el gobierno de La Pampa pretendió crear una escuela incorporada a la Educación General Básica (EGB), con maestros provinciales. Frente a la negativa de los colonos y luego de una larga negociación, son los mismos padres y familiares de los niños (no los maestros de la colonia) quienes tienen la obligación de enseñarles el castellano.
–Ése es boludo –dice ahora Isaac, señalando a un joven del campo 3 que pasa frente a nosotros–. Le llamamos “España” porque no habla alemán; gusta más charlar en español.
Jacobo Loewen, maestro de la escuela del campo 1, me autoriza a entrar al aula, donde hay 28 alumnos, si dejo afuera la máquina de fotos y el grabador. No hay retratos del general San Martín en el aula, ni bandera blanca y celeste, ni se canta el himno, ni se conmemoran fechas patrias, ni se habla de patria siquiera. En la tierra, dice el maestro Loewen, no hay patria; sólo en la otra vida la hay. Varones y mujeres se sientan en sectores diferentes, compartiendo bancos de cinco metros de largo. Sólo el maestro escribe en el pizarrón; los alumnos copian con lápiz blanco en pizarras de veinte por treinta centímetros. Los únicos libros de texto son el Viejo y el Nuevo Testamento, ambos en alemán. Los que recién comienzan usan un pequeño manual de tapas naranjas, basado también en la Biblia. Hay un solo recreo de quince minutos, los viernes; el resto de los días, sólo un instante de descanso a media mañana para ir a los retretes y unos minutos después del almuerzo.

SALUDANDO AL OBISPO
“No escribas que manejamos auto, si se enteran los jefes nos castigan”, repiten una y otra vez los cuatro chicos que están sentados en mi coche. El castigo por cometer una infracción implica ser denunciado públicamente en la iglesia por el obispo (sin que se mencione su nombre). Si la falta es muy grave, el pecador no podrá hablar con sus vecinos, ni se le permitirá comer con su familia, ni dormir con su esposa, hasta demostrar arrepentimiento frente a todos. Si es menor de doce años, puede llegar a ser azotado con un látigo por sus padres. Los flamantes automovilistas me piden que les cambie los nombres para no ser reconocidos por sus mayores. De ahora en más se llamarán Pedro, Juan, Isaac y Jacobo. Pedro dice que maneja tractores al sentarse al volante de mi coche, pero cuando pone el primer cambio sospecho que no. A nadie parece importarle, de todas maneras: mientras Pedro acelera y desacelera en punto muerto, los del asiento de atrás gritan eufóricos. A los pocos minutos, cuando el coche se pone finalmente en movimiento, pasamos al lado de cinco menonitas que caminan por la calle. Tienen el típico sombrero de ala ancha recubierto con cintas de color azul o violeta, pañuelos blancos cubriendo sus trenzas, vestidos floreados, sandalias negras y medias blancas. Jacobo les silba al pasar y ellas ríen tímidamente. Doscientos metros más allá vemos un buggie que viene en nuestra dirección.
–¡Es el obispo! –se lamenta el ahora llamado Pedro. Como no hay tiempo para cambiarse de lugar, se saca la gorra de un manotazo y alcanza a cubrirse los hombros con mi campera, tratando de pasar por un curioso más que visita la colonia. Pedro tiene los nudillos blancos de tanto aferrar el volante; los tres de atrás están serios, pálidos. El obispo pasa anuestro lado, mira, saluda, saludamos, el buggie sigue por la huella, nuestro coche también, todos miramos hacia atrás, el obispo también nos mira y Pedro dice: “No nos conoció” y todos por fin ríen. Cuando pasa el sofocón les pregunto:
¿Por qué los varones asisten a la
escuela hasta los trece años y las mujeres hasta los doce?
–Porque el varón tiene que hacer negocio cuando es grande. Entonces se
prepara un año más –contesta Isaac.
Pedro tiene su propia interpretación:
–Mujer a esa edad cambia biológicamente. Por eso se la aparta. Recluye en casa.
Al dejar a mis pasajeros, veo a lo lejos a dos nenes de tres años que juegan en el patio de su casa. Corren hacia el alambrado que da a la calle con sus manos en alto, a la espera del paso de unos chicos de Guatraché, que saludan detrás de los vidrios empañados de una 4x4 blanca. Todavía no tienen que ir a la escuela, ni escuchar de sus padres palabras en alemán traducidas precariamente al castellano, con un pequeño diccionario bilingüe que les ha enviado el gobierno de la provincia, con frases tan alejadas de la realidad de la colonia como la que figura en página 82, donde dice: Kann ich bee Ihnen telefonieren? A partir de este año, los padres de Nueva Esperanza tienen la obligación de enseñarles a sus hijos en edad escolar que eso es lo que significa en alemán la siguiente pregunta, que pueden recibir de boca de turistas o extraños (una pregunta tan incongruente, en esta comunidad en guerra con la modernidad, que casi no hay necesidad de responder, aunque se la entienda):
–¿Puedo llamar por teléfono desde aquí?

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