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El ángel negro

Cultiva un estilo diametralmente opuesto al de Marianne Faithful. Su aproximación al mundo del cabaret alemán de principios del siglo XX aparece cargada de una perversidad que su aire de fingida frialdad sólo aumenta. Heredera de Marlene Dietrich y voz oficial de Kurt Weill, en sus últimos discos decidió incluir música de compositores como Nick Cave, Tom Waits y Elvis Costello. Además, es pintora, bailarina, actriz y escritora. Antes de su debut en Buenos Aires, el próximo miércoles 18, Ute Lemper habló con Radar de todo esto y un poco más.

Por Diego Fischerman

La voz es extrañamente suave. Melodiosa en el sentido más tradicional (y posiblemente más alejado de su propio estilo) que pueda imaginarse. Ute Lemper habla por teléfono desde Nueva York. Si la imagen que construye, en particular con el último álbum, Punishing Kiss, es la de una perfecta frialdad –o fría perfección, vaya a saberse–, su manera de hablar parece tener poco que ver con lo que en el escenario puede intuirse acerca de ella. La poesía oscura de Nick Cave, Elvis Costello o Tom Waits (los autores a los que dedica esa última grabación), la vestimenta de cuero negro y esos movimientos precisos como los cuchillos de un lanzador circense establecen una zona de tensión inevitable con esa mujer que cuenta la famosa escena de Prêt á Porter, de Robert Altman, en que desfilaba por una pasarela, embarazada y desnuda. “Lo peor eran los zapatos. Ya estaba embarazada de siete meses, tenía los pies hinchadísimos y tenía que desfilar con unos zapatos con los que era casi imposible caminar. Todo el tiempo pensaba que iba a caerme para adelante, que entre el peso del vientre y esos zapatos no iba a poder mantener el equilibrio”, relata.
Nacida en Münster en 1963, hija de una cantante de ópera y de un empleado bancario, Ute Lemper empezó a estudiar danza y piano a los nueve años. Luego vino el Seminario Max Reinhardt de Viena, perfeccionamiento en Salzburgo, Colonia y Berlín y, a los 19 años, el descubrimiento por parte de Andrew Lloyd Webber, que la llamó para formar parte de la producción vienesa de Cats. En 1984, Jérôme Savary la conoció en el Stadtheater de Stuttgart y le propuso un papel que resultaría premonitorio: Sally Bowles en la versión teatral de Cabaret, de Bob Fosse. El espectáculo se presentó en París, Lyon, Düsseldorf y Roma y, con él, Lemper ganó el codiciado Premio Molière como mejor actriz del año. El cabaret, el repertorio ligado al Berlín de la República de Weimar, incluyendo las canciones y óperas de Kurt Weill y, en particular, la figura de Marlene Dietrich, serían esenciales para el perfil que Lemper se construyó a sí misma. El próximo miércoles 18 actuará por primera vez en Buenos Aires. El concierto, en el teatro Gran Rex, contará con Bruno Fontaine como pianista y director musical (tal como en los discos City of Strangers e Illusions) y, junto a él, el bajista Dan Cooper y el baterista Todd Turkisher. El repertorio dará vueltas alrededor del Berlín y el París de las décadas de 1920 y 1930, de la bohemia existencialista de los años 50, de los nuevos compositores a los que Lemper recurre, de sus propias canciones (“si me animo”) y, por detrás, como una sombra siempre presente, el espíritu de eso vagamente definible pero claramente identificable con el cabaret.
“El cabaret era, en su origen, simplemente un lugar –explica Ute Lemper–. Ahora designa mucho más que eso. No es que se trate de un género, con características precisas. No hay un tipo de canciones en especial a las que pueda caracterizarse como canciones de cabaret. Pero sí hay algunos rasgos comunes, que tienen que ver con ese origen nocturno, casi prohibido, con la caída de valores morales, con el derrumbe de una idea acerca del mundo que tuvo lugar en los años 20 y 30 y con las posteriores persecuciones políticas. La música de cabaret es irónica, las letras son crueles, sardónicas, satíricas, muchas veces llenas de explicitaciones sexuales, en ocasiones decadentes. Pero no es una clase de canciones que se agote allí. Yo creo que actualmente hay artistas que desarrollan esa línea. Las canciones de Punishing Kiss, en ese sentido, son como modernas canciones de cabaret. No porque vayan a ser cantadas en un lugar de ese tipo sino porque el espíritu de las letras, esa intención de hablar del mundo desde lugares no convencionales, de formas provocativas, está allí.”
En las biografías se lee acerca de los aprendizajes de un artista y, de golpe, alguien lo descubre y llega la fama. ¿Cómo fue en realidad esetránsito para usted? ¿Cuándo dejó de sentirse la joven estudiante y empezó a considerarse una artista profesional?
–Lo que sucede es que ese tránsito es como el paso del río al mar. Hay un momento en que con certeza se trata de agua de río. Hay otro en que el agua es sin duda agua de mar. Pero, ¿quién puede decir exactamente en qué momento dejó de ser uno para convertirse en el otro? El recuerdo que tengo es el de tener muchísimo trabajo. Vivía estudiando, tratando de perfeccionar cosas, buscando papeles. Y nada fue de golpe. Los papeles en Cats y después en Peter Pan no eran como para que una se hiciera famosa. El cambio vino con Cabaret. Ahí era la protagonista. Y las críticas hablaban de mí y yo me daba cuenta de que estaba empezando una buena carrera. Creo que en ese momento, por primera vez, pensé que si no hacía nada especialmente malo me iba a ir bien. Desde ahí era difícil volver atrás. Podría haberme dedicado más a la actuación. O exclusivamente al teatro musical. Pero difícilmente hubiera podido retroceder.

Nace una estrella
Después de Cabaret vino Weill. Con un espectáculo basado en su vida y estrenado en 1987, Ute Lemper realizó su primera gira: Nueva York, el Piccolo Teatro de Milán, el Berliner Ensamble, Tokio, Hong Kong, París, Londres, Jerusalén, Barcelona. Junto al director John Mauceri grabó la Opera de tres groschen y dos álbumes con canciones de Weill. Por un lado, su voz empezó a ser una referencia inevitable en ese repertorio. Un repertorio que, además, ella ayudó a revitalizar y redescubrir. Desde Lotte Lenya –la mujer de Weill– que nadie ponía tanto empeño en la obra de este autor. Pero por otra parte, la Fundación Weill, capitaneada por los herederos del músico, la condenó e intentó prohibir que ella cantara sus óperas. La razón: un extraño purismo. El registro de Lemper no es el mismo para el que están escritas muchas de las partes que canta y, por consiguiente, éstas deben ser transportadas. La fama posterior, el hecho de que –les gustara o no a los herederos– esas canciones volvieron a ser populares en la voz de Ute Lemper y el prestigio de que uno de los espectáculos sobre Weill en los que ella participó tuviera como coreógrafa y directora de escena a Pina Bausch acallaron los reparos. Por esos años, también, Maurice Béjart compuso una coreografía especialmente para ella, con el nombre de una cerveza belga de alta graduación: La Mort Subit. También participó, como Ceres, en Prospero’s Book –la versión de Peter Greenaway de La tempestad de Shakespeare–, donde además cantó algunas de las canciones escritas por Michael Nyman, y actuó en L’Autrichienne, de Pierre Granier-Deferre, donde hizo el papel de María Antonieta. Sus apariciones como actriz incluyen Bogus, de Norman Jewison, y un episodio de Cuentos de la cripta.
¿Qué le enseñó trabajar con directores como Pina Bausch o Maurice Béjart y en un contexto más cercano a la danza que a la interpretación de canciones? ¿El trabajo en cine le aportó algún saber específico?
–Con cada uno de los que trabajé, también con Savary y con directores de cine como Altman, aprendí a tratar de ser un instrumento. A ser dócil. Creo que recién cuando uno sabe cumplir los pedidos de otro, amoldarse a una estética ajena, hacer propio lo que otro está pensando acerca de lo que uno tiene que hacer, se está preparado para pensar un espectáculo propio. No sabría decir qué hay de Savary, qué de Greenaway o qué de Béjart en mis propios espectáculos, en mi manera de moverme sobre el escenario, en cómo pienso los ritmos. Pero seguro que hay cosas de cada uno de ellos. Tuve la suerte de trabajar con grandes directores y es una suerte que espero no haber desperdiciado. Por otra parte, si bien el trabajo en cine y en teatro es totalmente distinto, porque en cine es más un rompecabezas, uno a veces no conoce la escena completa hasta que la ve en la pantalla, creo que ambas maneras de trabajar enseñan lo mismo. Por un lado a ser disciplinado. Por el otro, que el material de un actor o unbailarín –y para un cantante lo es también en gran medida– es el espacio. Creo que con ellos aprendí a manejarme en el espacio.

Elecciones
¿Cómo elige su repertorio?
–De una forma casi azarosa. No me dedico demasiado a buscar nuevas canciones. Están las que recuerdo, las que escuché alguna vez, incluso de chica, y pensé que algún día cantaría. Y después está lo que escucho por ahí. Aunque no todo lo que me gusta lo considero apto para mí. Admiro profundamente a Joni Mitchell. A Carole King. Hay grandes compositores de canciones, como Randy Newman, Sting, Billy Joel. Escucho cosas de ellos que me gustan casi permanentemente pero, por ahora, no los elijo para cantar en público. Mi próximo disco, que ya estoy terminando, tendrá sólo canciones mías. Las letras cuentan historias. Historias de vida: amores, infancia, soledad. Las músicas tienen características más contemporáneas.
¿Se siente más cómoda con el repertorio de tradición escrita, cuando hay una partitura a la que remitirse, o en las canciones más populares?
–Hay repertorios que permiten un trabajo mayor de recreación. Las canciones del cabaret berlinés, por ejemplo. Allí las partituras no dicen casi nada más que la melodía, la letra y los acordes. La guía para saber cómo sonaban esas canciones está en otras partes: en grabaciones antiguas, en testimonios. Y a partir de esos datos hay que ponerse a recrear. De todas maneras, en este momento no me interesa mucho hacer un trabajo arqueológico. Tampoco lo hago con las canciones de Dietrich o Piaf. Lo que hago es ponerlas en escena nuevamente, con recursos y sonidos actuales. Hay, por supuesto, un cierto clima de la canción al que no creo que sea interesante oponerse. Pero después, hay muchísimo para crear. En cuanto a la comodidad, no sé. Cantar algo que está escrito y que debe ser interpretado con precisión es atractivo. Resulta interesante que el espacio de la creatividad esté restringido y que uno tenga que arreglárselas para hacer algo personal. Aunque tampoco es que me preocupa demasiado ser personal. Creo que la originalidad es una de esas cosas que suceden cuando no se las piensa. Si se está muy pendiente de tratar de ser distinto, nada sale con fluidez. Puede ser que se logre ser original pero lo que no se logra es que lo que uno hace sea interesante para otro.

Berlín, Berlín
Usted habló alguna vez acerca de que no quería que sus hijos vivieran en Alemania y que odiaba a un pueblo en el que era posible encontrarse con asesinos por la calle. ¿Sigue manteniendo esa posición?
–No sé si usé alguna vez la palabra odio pero, si lo hice, no volvería a hacerlo. El pueblo alemán es un pueblo que se ha repuesto de cosas espantosas, entre ellas el haber estado separado en dos. Lo que sucede es que hubo una Guerra Fría y, posiblemente, miedo a mirarse en el propio espejo, entonces Alemania no revisó su historia, no pensó en por qué llegó a lo que llegó. Yo no creo que el nazismo sea un fenómeno exclusivamente alemán, o, en todo caso, pienso que aprovechó, de la peor manera posible, las peores cosas que todos tenemos dentro: el miedo a lo distinto, el autoritarismo, el sadismo. Me parece que al condenar al nazismo como algo inhumano se tomó el camino más fácil, que es pensar que fue obra de animales totalmente distintos a nosotros. Y no es así. De hecho, hay muchísima gente que participó del nazismo, con distintos grados de responsabilidad, a los que uno puede cruzarse por la calle. Pueden ser los maestros de nuestros hijos, los porteros de nuestros edificios e, incluso, nuestros gobernantes. Un país que no acepta su pasado (y que no condena lo que debe condenarse) queda mal parado para encarar el futuro. Lo que es inconcebible es seguir escuchando cosas como “yo no sabía que en loscampos se mataba gente” u oír a un médico decir “de algo tenía que trabajar y en los campos se pagaba bien”. Pero, al mismo tiempo, Alemania es un país donde el arte forma parte de lo cotidiano, donde la tradición es riquísima.
Más allá de las canciones de cabaret, ¿cuál es el lugar que ocupa, para usted, el arte de la República de Weimar?
–Esa fue una época de ebullición, en la que estaban sucediendo cosas nuevas e interesantes todo el tiempo. Desde principio de siglo, en Alemania y en Viena venía gestándose un caldo de cultivo maravilloso. El grupo El Jinete Azul, en el que estaba Kandinsky, Schönberg y el atonalismo, el jazz y el music hall que llegaba de Estados Unidos, el tango. Creo que esa época, y también lo que sucedió en ese entonces en París, cambió definitivamente las reglas del arte. Dejaron de existir las diferencias que había entre “arte alto” y “arte bajo”. Stravinsky componía ragtimes y tangos, Weill recurría al jazz y a las canciones de music hall y, al mismo tiempo, los artistas populares daban un impulso a lo que
hacían que trascendía ampliamente el entretenimiento. Letras como la de “Münchaussen”, que Hollaender escribió en 1931, dos años antes de que Hitler fuera elegido canciller, tienen un nivel de observación y de crítica que todavía hoy resulta asombroso.

La vida es un cabaret
De Kurt Weill y Edith Piaf a Pink Floyd y Elvis Costello: un recorrido por la discografía imprescindible para escuchar a Ute Lemper.

Por D.F.

Desde la banda de sonido original de la producción alemana de Cats, casi imposible de conseguir en Argentina, hasta el reciente Punishing Kiss, donde interpreta canciones de Tom Waits, Elvis Costello y Nick Cave entre otros, la producción discográfica de Ute Lemper es variada y abarca con precisión sus obsesiones estéticas. En los dos volúmenes dedicados a canciones de Kurt Weill, con la Orquesta de la Radiodifusión de Berlín dirigida por John Mauceri –en donde pueden escucharse versiones memorables de “Alabama Song” y el tango en francés “Youkali”–, al igual que en la versión completa de “Die Dreigroschenoper” y de “Die sieben Todsünden” (en el mismo álbum que el “Mahagonny Songspiel”) aparece uno de sus costados más populares, hasta el punto de que muchos la consideren la equivalente actual de Lotte Lenya (que fue mujer de Weill) como voz oficial del compositor. Ella, por su parte, se encarga muy bien de separar estas obras del repertorio de cabaret: “Él era un compositor clásico, que utilizó materiales provenientes de los géneros populares entre otras cosas porque tenía motivos políticos para hacerlo y porque para él era vital buscar la máxima comunicatividad posible para los textos que elegía”.
Su participación en la versión grabada en vivo en Berlín de The Wall, junto a Roger Waters, y las canciones de Prospero’s Books, la música de Michael Nyman para el film de Peter Greenaway, junto al Nyman Songbook (donde aparecen reelaboraciones de algunas de las canciones de Prospero, además de otras con textos de Paul Celan, Mozart y Rimbaud) y el exquisito Illusions, con canciones del repertorio de Marlene Dietrich y Edith Piaf, están entre sus CDs más logrados. Una lista de sus discos esenciales debería completarse con City of Strangers, donde canta canciones de Kosma sobre textos de Jacques Prévert y de Stephen Sondheim, con la dirección musical de Bruno Fontaine, quien la acompañará en su actuación en Buenos Aires y con el magnífico Berlin Cabaret Songs. Este disco, en el que el Matrix Ensemble, conducido por Robert Ziegler, realiza un verdadero trabajo de reconstrucción de las instrumentaciones y tipos de arreglos de las canciones de cabaret de la décadas de 1920 y 1930, incluye obras de Spoliansky, Hollaender y Goldschmidtt entre otros, y fue editado dentro de la excelente serie Entartete Musik (Música degenerada) del sello Decca, una colección dedicada por completo a obras y autores prohibidos por el nazismo. A Punishing Kiss le sucederá (Lemper dice estar terminándolo) un álbum con canciones enteramente compuestas por ella.

 

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