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Cruces Cuando a Shakespeare lo hacen cine

Los inadaptados

Son cada vez más las adaptaciones cinematográficas de Shakespeare que se suman a las ya casi 400 en circulación. A la luz de las dos últimas (Hamlet y Tito Andrónico, ésta por desgracia sin estreno en la Argentina), Radar indaga cuál es el encanto del Bardo de Avon para Hollywood; para qué ambientan las obras en épocas diferentes a las originales; y cuál es el motivo por el que unas funcionan a la perfección mientras otras naufragan más que el “Titanic”.

Por Carlos Gamerro

¿Por qué insiste en meterse con Shakespeare el cine? Para algunos se trata apenas de la mala conciencia causada por su carácter comercial y masivo: la adaptación de los grandes clásicos le daría un aura, o al menos un barniz, de cultura, de seriedad, a un entretenimiento cuya condición de artístico nunca estaría libre de toda sospecha. Pero si es este el objetivo, ¿por qué no adaptar a Virgilio, a Dante, a Cervantes, a Milton con la misma fruición?
Una primera respuesta sería postular simplemente que si Shakespeare viviera, sería guionista en lugar de dramaturgo. De hecho, puede decirse que Shakespeare inventó el cine .-o, para ser menos efectistas y más precisos, digamos el lenguaje y el espectáculo cinematográficos– trescientos años antes de que la fotografía del movimiento y el celuloide lo hicieran técnicamente posible. Inventó el espectáculo (lo que es decir, también el negocio), porque su teatro era .-como no lo fue ningún teatro antes o después-. un entretenimiento popular, para todas las clases, y cotidiano, no limitado a festividades religiosas o celebraciones oficiales .-exactamente lo que el cine ha sido desde sus inicios. Inventó el lenguaje, porque las obras de Shakespeare, con su alternancia a veces desenfrenada de momentos de acción y escenas íntimas o reflexivas (sus panorámicas y sus primeros planos, digamos); con la variedad de locaciones .-desde la intimidad del dormitorio hasta los campos de batalla-. y el manejo nada continuo de los tiempos; con la cantidad y variedad de personajes; y sobre todo por su estructura episódica más que escénica (la división de sus obras en actos es posterior) no tuvieron herederas en el teatro posterior y sí en el cine .-y no únicamente en sus productos de arte, sino en el cine de Hollywood sobre todo. Si al pensar en el teatro de Shakespeare como poesía nos vienen a la mente directores como Kurosawa o Tarkovsky, al pensarlo como espectáculo son Disney o Spielberg los más cercanos: quizás, para no fundar una dicotomía donde sólo hay unidad, habría que pensar en un director como Hitchcock, incapaz de pensar lo artístico y lo comercial separadamente. El teatro isabelino fue quizás el primer profético vagido de la moderna industria cultural de masas, y Shakespeare el primero en escucharlo.
Esta combinación del prestigio legitimador que “la marca Shakespeare” da al cine, con la afinidad natural entre ambos, resultó irresistible desde un comienzo: se calculan en cuatrocientas las adaptaciones sólo en la época del cine mudo, la mayoría, es verdad, fragmentos de teatro filmado de pocos minutos de duración. Las adaptaciones del sonoro han seguido básicamente dos modelos: el teatral de Laurence Olivier, donde la cámara está al servicio de la actuación y la declamación, y la estructura narrativa apenas se aparta de la dramática original, y la cinematográfica de Orson Welles, que rearma las obras a partir de la lógica del montaje, juega libremente con la secuencia y convierte a la actuación en mera materia para los encuadres, los ángulos de cámara y la iluminación. (Una tercera, que incorpora el lenguaje de las artes plásticas, el video y las enciclopedias en CD-rom, representada por Derek Jarman –La tempestad, 1980– y Peter Greenaway –Prospero’s Books, 1991–, merecería un artículo separado y quedará fuera de los alcances de éste.) De las versiones de la última década, prácticamente todas han sido situadas fuera de la época original, generalmente en los siglos XIX y XX: las dos más recientes, Titus de Julie Taymor, con Anthony Hopkins y Jessica Lange en los protagónicos (2000, no estrenada entre nosotros) y el Hamlet de Michael Almereyda (2001) serán nuestro objeto de estudio.

MI REINO POR UNA KAWASAKI La actualización temporal de las piezas de Shakespeare obedece a diversos motivos, desde los desvergonzadamente comerciales a los ideológicos o conceptuales, pero en principio está autorizada (quizás exigida) por el texto mismo: las piezas de Shakespeareno conocen el respeto por el verosímil histórico o geográfico, y siempre, en última instancia, parecen desarrollarse en la Inglaterra contemporánea. El Hamlet de Kenneth Branagh (1996) se trasladaba a una Dinamarca del siglo XIX cuidadosamente –aunque quizá no realísticamente-. reconstruida; la nueva versión de Michael Almereyda, a una Wall Street apretada y sombría, que por analogía con los infranqueables muros de Elsinore no deja resquicio de aire para que el protagonista respire. Aquí terminan los aciertos del nuevo film, un catálogo de lo que no debe ser una adaptación de Shakespeare a la época actual. En primer lugar, porque el mundo de las finanzas actuales podría, quizás, homologarse al de la Italia francamente urbana y capitalista de El mercader de Venecia, pero poco o nada a una Dinamarca en transición entre la barbarie feudal y la ilustración renacentista. No se puede adaptar la obra a cualquier época, sino a aquellas con las que comparta análogo sistema de relaciones y conflictos: Romeo y Julieta puede recrearse en un contexto de pandillas urbanas, Ricardo III en uno nazi-fascista, Rey Lear en el Japón feudal, La tempestad en una colonia caribeña .-no cualquiera en cualquier época y lugar–.
El otro problema es el de la distancia lingüística. Toda adaptación de Shakespeare a un contexto moderno entabla un juego con el espectador culto: ver cómo ciertas frases o situaciones irremediablemente antiguas pueden mantenerse, sin perder sentido o volverse ridículas, en un contexto moderno .-algo especialmente difícil cuando tenemos en cuenta que una regla no escrita pero inviolable impone que toda adaptación cinematográfica de Shakespeare debe mantener sin alteraciones el texto original. Ejemplo paradigmático: la famosa “Mi reino por un caballo” en la reciente versión de Ricardo III. El espectador, que a lo largo del film no ha visto más que tanques, aviones y trenes blindados, espera ansioso el momento: ¿Cómo van a hacer? ¿Cómo van a hacer? Y llega: Ricardo maneja un jeep marcha atrás, huyendo de sus perseguidores; el jeep se atasca en una lomita de escombros que el caballo más matungo sortearía de un salto, Ricardo, atrapado en esa máquina inútil, clama “¡Mi reino por un caballo!” y el agradecido espectador apenas puede contener el impulso de levantarse y aplaudir. Menos espectacular pero igualmente convincente, la constante referencia a las espadas en Romeo y Julieta, absurda en un contexto de bandas gangsteriles, se resuelve en la película de Luhrmann en primeros planos de las armas de fuego, que ostentan la marca “Espada”. En el mismo film, el monólogo de Mercucio sobre la reina Mab, hada creadora de pesadillas y alucinaciones, sirve para ilustrar las virtudes de una pepa de LSD: algo que, más que añadir sentidos al texto, parece restaurarle un sentido original perdido (resulta casi imposible, después, leer este monólogo sin pensar que se refiere a los alucinógenos, ni, incidentalmente, imaginar un Mercucio que no sea a la vez negro y drag queen).
La resolución audaz y sutil de estas discrepancias produce en el espectador una descarga de libido seguramente análoga a la que Freud asociaba a los buenos chistes y juegos de palabras: la resolución pedestre, o la no resolución, una descarga de bilis de parecida intensidad. Que es lo que pronto empieza a sufrir el espectador de la nueva Hamlet cuando se acomoda frente a la pantalla, la cual le propone una guerra entre dos corporaciones “Dinamarca” y “Noruega”: al presidente de una de las cuales se denomina “rey de Dinamarca”, a su esposa, inexplicablemente, “reina” y al hijo de ésta, más inexplicablemente aún, “el príncipe heredero de Dinamarca”, al cual su novia Ofelia, y sus amigos más cercanos, incongruentemente llaman “señor”. En general la obra no se preocupa en absoluto por este desfasaje entre el texto y la situación, induciendo por momentos la duda de si no se tratará de una versión trasnochada de esos experimentos de la nouvelle vague que divorciaban labanda sonora de las imágenes para “desautomatizar la percepción”. No mucho mejor resulta el tratamiento de las situaciones: el fantasma del rey Hamlet desvaneciéndose contra la máquina de Pepsi puede arrancar una sonrisa (aunque el abrazo entre Hamlet y su gaseoso padre resultará inverosímil, es de suponer, en cualquier época y cultura), al igual que el monólogo “ser o no ser” pronunciado en el local de Blockbuster (que termina reduciendo la más básica de las preguntas existenciales a la algo menor ¿Qué película saco para hoy?) y el inmoderado consumo de cerveza Carlsberg (a esta altura del nuevo milenio ya nos hemos resignado a no preguntarnos si momentos como éstos deben ser tomados como crítica a la sociedad de consumo y la “marcadocracia” o como mero chivo). La obra de “teatro dentro de teatro” montada por Hamlet para descubrir la culpabilidad del rey se convierte, adecuada aunque previsiblemente, en un video; y aquí el espectador, sabiendo que se avecina la apoteótica escena final con ese torneo de esgrima en el que mueren hasta los ratones, no puede dejar de retorcerse en su asiento y hacerse la famosa pregunta: ¿Cómo van a hacer? ¿Cómo van a hacer? La solución de Almereyda es de una sencillez apabullante: en lugar de tomar el toro por las astas decide olímpicamente ignorar su existencia, y resuelve la escena del torneo de esgrima –con una escena de torneo de esgrima (¡en un edificio de Wall Street, entre personajes que no han hecho otra cosa en todo el film que ver películas en DVD y viajar en limusinas, que ni siquiera han concurrido a un gimnasio, y de golpe resultan ser eximios espadachines!) pero eso sí, con contador digital, y con un final sorpresa en el cual largan las espadas, sacan las armas y se matan a tiros. La banalidad y la pereza son la marca de fábrica de esta película: un guionista y un director que se tomaran el trabajo de hacer media hora de brainstorming inevitablemente llegarían a una solución mejor. Los detalles de caracterización son dignos del resto: Ethan Hawke compone para el protagónico un adolescente rebelde admirador de James Dean y el Che Guevara, con un guardarropas muy fashion que remata con un gorrito peruano, supuestamente para molestar a sus padres y quizá, también, para aludir a otro icono de la rebeldía teenager: el gorrito cazador colorado del Holden Caulfield de El guardián en el centeno. Algo parecido sucede con las decisiones de casting, como la de elegir a Bill Murray, que no puede entrar en escena sin arrancarnos una sonrisa, para encarnar a Polonio, invirtiendo así los roles: un Polonio alegre y divertido y un Hamlet mediocre y soporífero.

¿GLADIATOR? ¿QUE GLADIATOR? Tito Andrónico es una de las tragedias más desaforadas de una época en la cual los dramaturgos competían entre sí para ver quién llegaba más lejos en el torneo de lo atroz. Habiendo escrito Ricardo III, Shakespeare quiso superarse y superar a todos los demás (pasados y futuros), o quizá liberarse del modelo llevándolo al paroxismo y la parodia. El comienzo es tan vertiginoso que se lee como una obra de Copi traducida por Shakespeare al inglés: Tito Andrónico llega victorioso a Roma trayendo los cadáveres de 21 de sus 25 hijos muertos por la patria y, como prisioneros, a la reina de los godos, Tamora, y sus tres hijos. A pesar de las súplicas de ésta sacrifica al mayor y arroja sus entrañas al fuego. En Roma los hijos del difunto emperador, Saturnino y Bassianus, se enfrentan por la sucesión. Se le ofrece a Tito el título de emperador, que rechaza y otorga a Saturnino. Saturnino entonces decide casarse con la hija de Tito, Lavinia, prometida a Bassianus, quien para evitarlo la rapta con la ayuda de los cuatro hijos sobrevivientes de Tito. El iracundo Tito entonces mata a su hijo Mucio: le quedan tres. Mientras tanto, Saturnino, lejos de sentirse despechado, se ha enamorado a primera vista de Tamora, quien automáticamente convertida en emperatriz jura vengarse de Tito y los suyos. Todo esto sucede ante nuestros ojos en la primera escena de la obra, en apretadas 495 líneas, a una velocidad quedaría vértigo al mismo Spielberg. Lo que sigue amaina la velocidad sólo para subir los decibeles del espanto.
Entra en escena Aarón el moro, amante de Tamora y el villano de la obra, y convence a los hijos de ésta de matar a Bassianus y usando de colchón su cadáver violar a Lavinia y cortarle luego lengua y manos para que no pueda delatarlos. Logra que Marcio y Quinto, hijos de Tito, sean acusados del primer crimen y condenados a muerte: luego dice a Tito que en su misericordia el emperador ha decretado que si éste se corta una mano serán perdonados. Tito accede gustoso a donar “la mano que ha defendido al emperador de mil peligros”, y en el momento más burroughsiano de una obra que se va asemejando cada vez más a una rutina de El almuerzo desnudo fuera de todo control, el emperador le desprecia la mano y se la devuelve en bandeja junto con la cabeza de sus dos hijos. Entonces Tito jura venganza, y si el lector cree poder imaginar lo que sigue, se equivoca.
El principal mérito de la película de la norteamericana Julie Taymor es no achicarse jamás, y servirnos el plato siguiendo al pie de la letra la receta de Shakespeare. Cuando Tito pide a su hermano que tome una cabeza mientras él lleva la otra con la mano que le queda y a Lavinia, que no tiene ninguna, la mano de su padre entre los dientes, la película muestra exactamente eso: la manca Lavinia con la mano en la boca como los perritos de Kurosawa y David Lynch. No hay ningún esfuerzo por verosimilizar lo inverosímil: Aarón asiste impaciente a la disputa entre Tito, Marco y Lucio por ver quién se corta la mano del rescate, comentando apenas “a este paso van a ejecutarlos antes de que se pongan de acuerdo”; Tito bailotea vestido de chef mientras corta y sirve a Tamora los dos pasteles humeantes en los que ha convertido a los hijos de ésta; cuando en una de las escenas más pelotudas de toda la literatura Tamora visita a Tito disfrazada de La venganza, con sus hijos disfrazados de El asesinato y La violación, la película elige no disimular la idiotez del original y nos propone una Tamora con una corona de cuchillos de cocina en la cabeza y el hijo que hace de La violación vestido de travesti, con lo que los tres resultan tan intimidantes como el león, el espantapájaros y el hombre de lata tratando con Dorothy en El mago de Oz. Julie Taymor básicamente no se come ninguna, y eso es lo que hace que la película funcione. Es como si hubiera intuido que los espectadores, como los perros, huelen el miedo: al primer achique el público y la crítica se le iban a tirar encima (o, como dice la sabiduría popular: no corran que es peor).
El Ricardo III de Richard Loncraine/Ian McKellen, quizá la versión cinematográfica más apabullante de Shakespeare desde las de Orson Welles, acerca la obra hasta un pasado reciente, pero un pasado que nunca sucedió: una Inglaterra de los años treinta en la cual el fascismo ha triunfado (recordándonos que no sucedió pero que podría haber sucedido); la Romeo y Julieta de Baz Luhrmann transcurre en una ciudad construida cinematográficamente, es decir, no en los sets sino en la sala de montaje, que puede describirse como México D. F. con costa de mar y personajes de Los Angeles, pero con todo plausible, coherente. Más cerca del cómic y la ciencia ficción, Julie Taymor construye una realidad inconsistente, es decir, temporal y espacialmente incompatible consigo misma. Los ejércitos de Tito, cubiertos de barro, entran con tanques en el Coliseo; portan escudos, hachas, mazas y modernas ametralladoras; el traje de chef de Tito no se distingue en nada del de Karlos Arguiñano o el Gato Dumas. Filmando en sets muchas veces construidos dentro de escenarios “reales” (la Via Appia, las ruinas del coliseo de Pula, Croacia, y el abominable Palazzo della Civiltà de Mussolini, ya aprovechado, y con la misma intención política, por Greenaway en El vientre de un arquitecto); combinando la estética punk, New Romantic, nazi-fascista, Julie Taymor entiende que la distancia lingüística de las obras de Shakespeare no se da entre su lenguaje y el público contemporáneo (la popularidad de las recientesRicardo III, y Romeo y Julieta incluso entre el público adolescente, alcanzarían para probarlo) sino entre el lenguaje y la realidad construida por la obra. Donde esta realidad es la de un no-tiempo y un-no lugar, o de tiempos y lugares hipotéticos, o utópicos, el verso blanco isabelino le calza como un guante.
Otro mérito de la pieza es reducir a polvo de celuloide la contemporánea y temáticamente parásita Gladiador. La película de Taymor parece concebida como un manual para demostrar todo lo que tiene de insincero, kitsch y estéticamente pérfido la multigalardonada película del otrora genial Ridley Scott. Contra las maquetas animadas que proclaman con estridente impotencia así, exactamente así era la Roma imperial, ahora usted puede verla, la construcción de un espacio como un castillo de juguete en el cual el niño junta todos sus soldaditos (desde los romanos y cowboys hasta los Power Rangers –ésta es, de hecho, la escena que abre la película, inscribiendo la pieza de Shakespeare a la vez en el espacio de la guerra del juego infantil y la del juego adulto); contra un verosímil que se obstina en sostenerse con literalidad de escuela primaria, para volverse meramente infantil en el final (un esclavo y el emperador de Roma peleando mano a mano en el Coliseo como dos cowboys en el final de un Spaghetti Western), la utilización sistemática de un espacio, una acción y un tiempo a la vez mítico e imposible, combinando las lecciones de Alfred Jarry con las del teatro de la crueldad de Artaud; contra el armado en computadora que no hace otra cosa que agregar un maquillaje CGI a las viejas películas de Victor Mature que se pasaban por la televisión blanco y negro, una pieza que exhibe con orgullo su naturaleza .-en todos los sentidos– teatral. No hay, por sobre todas las cosas, ningún intento de hacer un lavado políticamente correcto: Aarón es malo porque es negro, y su hijo un renacuajo que todos salvo él quieren pisotear; ni la violación de Lavinia, ni su sacrificio por su propio padre, son sentimentalizadas o ofrecidas como ejemplo de los abusos de la sociedad patriarcal. Quizá la película sea otro signo de nuestro tiempo (como no lo fue de los suyos la pieza de Shakespeare), y si es verdad que las cosas suceden sólo cuando pueden suceder, una versión cinematográfica de Tito Andrónico sólo era posible al filo del 2000 y bajo la sombra de American Psycho: cuando ya no es posible la crítica y la interpretación de los horrores, sino apenas su anómica exhibición en formato catálogo.

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