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TARAS Raphael y alrededores


La bestia
pop

Dice que quien quiera imitarlo, cae irremediablemente en el ridículo. Dice que alcanzó en ventas el único disco de plutonio de la historia. Dice que su reloj biológico se detuvo a los 23. Y dice que sólo él se animó a ser Raphael. Emocionado por el disco de covers y duetos que acaba de editar, Rodrigo Fresán explica por qué Raphael es el Niño de sus ojos.

POR RODRIGO FRESAN, desde Barcelona

Pregunta: ¿qué tienen en común la exaltación barriobajera de Estopa, el turismo tropicaloide de Jarabe de Palo, la buena conciencia de niños pijos de La oreja de Van Gogh, la apología canalla de Joaquín Sabina, la pretensión sónica de Los Planetas, el desafinado for export de Enrique Iglesias y el gitanismo FM de Alejandro Sanz? La respuesta fácil es que todos ellos pueblan hoy las tapas de revistas y los rankings de ventas del contaminado paisaje pop ibérico. La respuesta más interesante es que todos ellos empezaron mucho tiempo después de Raphael y que, también, van terminar mucho antes que Raphael. De hecho, hasta es posible que Raphael no acabe nunca porque Raphael es el orgasmo que no cesa. Oigan cómo grita el maldito.

¿Y COMO ES ÉL? Buena pregunta para otra respuesta: Raphael es como Raphael. No se parece a nadie salvo a sí mismo. Me lo dijo una vez, seguro, en una entrevista: “Todo aquel que quiera imitarme, caerá en el más inevitable de los ridículos”. Y después me sonrió con todos esos dientes, seguro de que él es cualquier cosa menos ridículo. En cualquier caso, Raphael es el Expediente X de la música popular hispana, el villano invitado de Batman: torcido, inexplicable, sobrenatural, difícil de creer. Raphael es consciente de esto pero, no por eso, deja de creer fervorosamente en Raphael. Raphael es el alfa y el omega. Raphael es –en tercera persona y según Raphael– “el artista que ha vendido más discos que los Beatles” y “el inventor de la canción de protesta con ‘Digan lo que digan’” y el orgulloso poseedor “del único disco de plutonio porque a la compañía le salía más barato eso que varios discos de platino”. Raphael es también –me consta, me lo dijeron ellos– el tipo por el que gente como Serrat o Sabina sienten un respeto casi supersticioso y el protagonista de varias leyendas urbanas que, por temor a cuestiones legales, me niego a transcribir aquí.
Raphael es, básicamente, el tipo que canta tanto “La canción del tamborilero” como “La Bamba” o “Gracias a la vida” o “Toco madera” o “El gondolero” o “Escándalo”. Las canta, por supuesto, à la Raphael: cuando agarra una canción entre sus mandíbulas –como a esas que le componía a medida Manuel Alejandro durante sus años más dorados–, el Niño de Linares no la suelta hasta que la convierte en algo irreconocible, nuevo, raphaélico. A eso vamos...
SE FUE Haciendo zapping –esa especie de ruleta rusa con balas de salva– volví a verlo. Porque a Raphael, si uno vive en España, se lo ve mucho. Se lo ve en su especial televisivo de mitad de año. Programa diseñado como uno de los ejercicios autocelebratorios más alucinantes que se hayan visto: en el último no sólo cantó a dúo –y humilló– a su némesis Julio Iglesias sino que, además, se permitió la travesura de cantar con... ¡¡¡Raphael!!! Ahí estaba, eterno, sin edad, cantando consigo mismo a los veintipico. Se lo vuelve a ver en su especial televisivo de Navidad, donde aparece cantando villancicos sobre un burro. Se lo sigue viendo a raíz de los preparativos de la boda de su hija o en el velorio del Duque de Alba o como afinado propagandista del Partido Popular. Aun así, él insiste con eso de “Volvió Raphael”. Y vuelve a mostrar los dientes. Y ahí lo vi otra vez: girando sobre sí mismo en un videoclip, vestido à la Matrix y gritando con toda la fuerza de sus pulmones –sin dejar de girar– la canción “Maldito Duende” de Héroes del Silencio. Cantándola más larga, estirando los versos como si fueran de caucho negro y sadomasoquista. Un placer.
Raphael ha vuelto sin haberse ido nunca. Su nuevo disco se titula Raphael, Maldito Raphael y ya es interesante, raphaeliano, desde su tapa. Allí, nuestro hombre aparece dibujado con trazos retro–fashion rodeado por chicas a go–gó y –lo más importante– con el look que tenía allí porsus inicios cuando triunfaba en todas partes y un desorbitado cronista neoyorquino lo definió, entre nubes de hierba poderosa, seguro, como “el nuevo Bob Dylan”. Raphael, Maldito Raphael tiene un inequívoco antecedente directo –el exitosísimo Reload de ese Raphael galés que es Tom Jones–, pero no se conforma con ser un rejunte de covers grabados con voces invitadas. No. Mientras que el de Tom Jones era un producto calculado al milímetro, aquí imperan los signos desordenados y más que dispuestos para la decodificación: la producción electrónica del especialista local Carlos Jean, la elección de sus invitados (que van de la folklórica Rocío Jurado a la vocecita perversa de la Jeannette de aquel “¿Por qué te vas?” pasando por Alaska y Rita Pavone), las canciones del repertorio que incluyen las firmas de Miguel Bosé, Mecano y Radio Futura, así como el típico tema “de protesta raphaeliana” titulado “A quién le importa”, hasta una imponente mutación atómica del callejero “Joselito” de Kiko Veneno, sin por eso olvidar el “Lessons in Love” de Level 42 o el clásico “I Say a Little Prayer”, donde nuestro paladín vuelve a demostrar –como ya lo había hecho en su célebre “Acueiriuiuuuuuuuuus” de Hair– que en inglés no puede decir bien ni la palabra forever. En resumen: el producto fascinante de una mente desquiciada y, por lo tanto, irrepetible. Días atrás en el suplemento “Tentaciones” de El País, el prestigioso crítico Diego A. Manrique descartaba a Raphael, Maldito Raphael como oportunidad malograda de “una idea brillante y rompedora”, y acababa con un “claro que ahora todos somos muy sofisticados y el disco está destinado al consumo con ironía”. De acuerdo, algo de eso puede haber. Pero no estoy tan seguro. A mí Raphael me gusta desde que tengo memoria, desde que lo descubrí en mi televisor en blanco y negro como algo más interesante que El Zorro y, desde ya, más nutritivo que el enfermo imaginario Sandro o el expansivo Leonardo Favio, tal vez los dos únicos exponentes patrios que se le acercan, pero no llegan a tocarlo. Y, se sabe, los niños no pueden nunca ser snobs. Para eso están sus padres.

COMO YO TE AMO Amamos a Raphael –los que no podemos dejar de verlo– como se ama a algo que alguna vez nos hizo pasarla muy pero muy bien. Existe la posibilidad de que Raphael sea una sustancia adictiva que provoca, siempre, una salivación automática en sus seguidores. Una gana de más que no nos impide disfrutar de productos más nobles y aparentemente irreconciliables. Sí, tal vez Raphael sea como una enfermedad, un resfrío, el placer insustituible de un buen estornudo. Los que aprecian a Raphael -me incluyo– no lo hacen para reírse de él sino para reírse con él. Teoría digna de Alan Pauls: a diferencia de lo que ocurre con el cine de Ed Wood (donde no se glorifica su obra sino la película sobre su persona), Raphael es las dos cosas al mismo tiempo: la biografía épica sobre Raphael protagonizada –¿por qué no?– por el propio Raphael. Raphael es un ensayo sobre sí mismo, una hipótesis muy fácil de comprobar. Si Raphael fuera la Atlántida, quedaría entre Pinamar y Villa Gesell.

MI VIDA Estoy en la megastore FNAC de Plaza Catalunia. Vine a comprar entradas para el concierto de Lloyd Cole y, seamos sinceros, a escuchar el nuevo de Raphael. Hay cola. Para escuchar el de Raphael. Más cola que para escuchar el nuevo de Radiohead. La gente se calza los auriculares y se ríe al escucharlo. Pero es una risa cómplice, amistosa. Me llega el turno. Está muy bueno, la verdad. Atrás mío, alguien cuenta un chiste de moda en la península ibérica. “Un chaval le susurra a su madre: Mami, veo gente muerta. La madre le responde: Que no, hijo. Que lo que estás viendo es Cine de Barrio en la televisión.” Cine de Barrio es el ciclo de películas vespertinas de fin de semana donde se proyecta la flor y nata del séptimo arte casposo (equivalente a nuestro grasa) que supo inundar las pantallas españolas durante la larga vida y obra del Generalísimo. Este tipo deestética que una reciente antología local –con textos que incluyen las firmas del histórico Vázquez Montalbán o del bizarro Jordi Costa– define como Franquismo Pop. Ahí lo vi a Raphael la otra tarde. Jovencito y en una extraña película que transcurría en Londres y Mallorca, con números psicodélicos en los que hombres y mujeres perseguían a Raphael. Es cierto, Raphael surge de esa España casi caricaturesca de toreros y majas como monaguillo perversoide y decididamente lolito, propone después un curioso producto beat con trajecito imitación Carnaby Street y, de algún modo -deslizándose de la degradación de lo hortera a la reivindicación del kitsch, mutando de un extremo a otro como Jeff Goldblum en La mosca– se convierte en el eslabón perdido entre la peineta y las rayas de cocaína que peina la movida almodovariana del Madrid Me Mata y que por estos días deviene en una corte de los milagros de freaks post–apocalípticos que incluyen a la andrógina Tamara, a un adivino que lee la suerte en los pepinos, a un calvo de mil pelucas y a algo llamado el Arlekill vestido siempre de payasito. En este panorama cutre, Raphael es algo así como Mad Max en su mundo: una reliquia vigente y peligrosa porque no se compromete del todo con ninguno de los bandos. Y el que diga que lo que ahora hace Raphael no es lo mismo que lo que hace Iggy Pop sobre un escenario o Tina Turner en un video o Roy Orbison en donde esté ahora, bueno, ése sí que es un snob. Ya que estamos: Raphael ha anunciado su inminente retorno al Séptimo Arte. ¿Almodóvar? ¿Burton? ¿Los Coen? ¿Subiela? ¿Lynch? ¿Kitano? ¿Von Triers? ¿Los Farelly? ¿Cronenberg? Todo es posible porque Raphael queda bien en todas partes.

DIGAN LO QUE DIGAN Escribir sobre Raphael o decir que te gusta Raphael te ubica de inmediato en la situación de todo para perder y nada para ganar. Si bien ya lo había hecho varias veces en las páginas de este diario (de hecho fui el único voluntario a la hora de entrevistarlo y cubrir actuaciones suyas en Buenos Aires), nunca surgió la oportunidad de hacerlo a fondo. Fuera de broma: pensar primero en que Raphael es un cantante del género melódico, pensar después en quiénes y cómo son y qué hacen los colegas de Raphael, volver a pensar en Raphael. La edición de Raphael, Maldito Raphael es una ocasión perfecta para su reconsideración o descubrimiento porque tal vez aquel periodista neoyorquino no estuviera del todo errado: Raphael, como Dylan, siempre hace lo que se le canta y lo hace cantando.
Es fácil reírse de Raphael si no se piensa que, tal vez, Raphael sea el que se está riendo de todos nosotros.

MI GRAN NOCHE Raphael canta “Yo soy aquel” y Raphael canta “Yo sigo siendo aquel”. Raphael escribió una larga e imprescindible biografía con prólogo de Francisco Umbral titulada ¿Y mañana, qué?, donde en más de quinientas páginas se la pasa conversando con su interlocutor favorito: Raphael, por supuesto. Raphael siempre está seguro de que hoy puede ser su gran noche. Y así pasa los días. Entrevistado perfecto, otra vez, en mi televisor. Satisfecho de que en México “un raphaelazo” equivalga a “triunfo gigantesco”, que su versión de la obra de Broadway Jeckyll & Hyde durara una hora más que el original por la dedicación que ponía a sus transformadores, que los drogotas de after–hour elijan su música a la hora del chill–out y el desayuno estilo “ponme un cruasán con vodka”. “Yo no me drogué nunca, pero no deja de ser halagador que le elijan a uno, aunque sea para flipar de madrugada, sobre todo a uno como yo que el sábado pasado cumplí los 23 años. Siempre cumplo 23. Ahí se detuvo mi reloj biológico. Ahora se abre ante mí un mundo con gente tan joven como yo, que ya es mucho decir”, dice. “Este disco es para todos los que decían que no se puede bailar con Raphael. Es una gran parida”, desafía. Entonces Raphael presenta a su hijo. Buena pinta, cara de buen chico y la miradainconfundible de Martin Sheen en Apocalypse Now!. “Mi padre me consulta en todo lo que hace”, dice Junior como si todavía estuviera en su propio y privado Saigón, como si no fuera a salir nunca. Raphael reclama el micrófono, le da un empujoncito a su vástago para que salga de cuadro, mira fijo, me mira fijo, y dice, como siempre, la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, a la vez que revoluciona el ya tan manoseado concepto de psicosis: “El trabajo de ser Raphael es tan duro y tan complejo que sólo yo me presenté como postulante. Y, por supuesto, me lo dieron”. Después lanza una de esas carcajadas de Raphael, bendito Raphael.

ESCANDALO Y, sí, me lo compro.

 

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