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Música y Turismo David Byrne, Manu Chao (y Radiohead)

Los extranjeros

La competencia actual en el mundo del rock parece pasar por ser el más exótico, porque el más exótico es el más novedoso, el más novedoso es el mejor, y para ser mejor hay que ser “global”. Radar recorre la historia de este fenómeno, desde el primer instrumento hindú que apareció en un disco de rock hasta las flamantes producciones de David Byrne (Look Into The Eyeball), Radiohead (Amnesiac) y Manu Chao (Próxima estación: Esperanza).

Por RODRIGO FRESAN, desde Barcelona

El rock es extranjero desde el vamos -.desciende de los blues que vienen de Africa-. y se apoya sobre una saludable pulsión psicótica: Elvis quería ser negro, los Beatles querían ser Elvis, los Rolling Stones querían ser los Beatles, Robert Allen Zimmerman quería ser Woody Guthrie, antes de querer –y conseguir, casi enseguida– ser Bob Dylan. Aun así, por entonces, el juego estaba cerrado y una vez que todos ellos consiguieron ser quienes quisieron ser, el paisaje estaba tranquilo y prolijo porque no había que viajar demasiado: todos los que venían atrás querían ser a) Los Beatles, b) Los Rolling Stones o c) Bob Dylan, con mínimas variaciones.
El problema surgió cuando a alguien –a Ray Davies de los Kinks– se le ocurrió eso de usar un instrumento hindú. Sus motivos eran sencillos, comprensibles, justificados: Davies estaba casado con una mujer nacida en la India, iba seguido para allá por giras o placer, se despertaba con los cánticos y percusiones sacras que le llegaban a su habitación de hotel desde las orillas del Ganges. Así que por qué no intentarlo. La canción se llamó “See My Friends” y, ay, fue entonces cuando nació eso que con el tiempo se conocería como World Music, o Síndrome de Lawrence de Arabia. El rocker como investigador de sonidos foráneos grabadorcito en mano, difusor y explotador al mismo tiempo. De golpe, todos querían ese perfume extranjero en su disco: te presto mi ukelele si me prestás tus campanitas tibetanas y a que no sabés cómo se llama esta guitarrita enana con disfraz de animal: ¡charango! El síntoma y la epidemia se desata más fuerte que nunca en los 80: luego de años de sinfonismos, todos empiezan a apalear tambores africanos. Porque el asunto es a ver quién los golpea más fuerte, con más entusiasmo y, sí, autenticidad (repetir varias veces: multiétnico). La competencia actual –no declarada pero sí implícita– pasa por ser el más exótico, porque el más exótico es el más novedoso, el más novedoso es el mejor, y para ser mejor hay que ser global. Ha llegado el gran momento en que el rock y el pop sacan pasaporte, se clavan todas las vacunas, se meten adentro de una valija, suben a un barco grande y, en más de una ocasión, naufragan. Un momento: ¿quiénes son esos tipos en esa islita de una sola palmera, moviendo los bracitos?

EL ESCOCÉS ERRANTE
David Byrne nació en Glasgow, Escocia, pero lo que en realidad quería era ser el nativo paradigmático de una pequeña isla conocida como Manhattan. Lo consiguió entrando primero a una prestigiosa escuela de diseño y después fundando una de las bandas más importantes de los 80, que todavía hoy se escucha con saludable y justificada nostalgia: Talking Heads. Ya saben: David Byrne como psycho-killer confeso y feliz sacudiéndose espasmódicamente ante el fervor cool de la vanguardia de una por entonces tierra de nadie llamada SoHo. Allí tuvieron lugar las primeras catarsis africanas, en una canción llamada “I Zimbra”. Toda la historia se cuenta en un reciente libro de David Bowman –FA FA FA FA FA FA: A History of the Talking Heads in the 20th Century-. donde se ordena la corta vida de un cuarteto atípico que empieza poniéndole sonido a Nueva York (Andy Warhol y Robert Rauschenberg se encargaron en más de una ocasión de la faceta gráfica de la banda), luego se volvieron negros profundos con Remain in Light y Speaking In Tongues (discos para los cuales Byrne anexó al siempre complicado y complicante Brian Eno), recuperaron el sentido de la América Profunda con Little Creatures y True Stories (cuando David Byrne filmó su versión tan entrañable como freak de Amarcord con el mismo título que el segundo de estos discos), y se separaron entre insultos y gritos con Naked (cuando todo el asunto se estaba poniendo demasiado tropicalista para el gusto de algunos). Lo cierto es que, seamos sinceros, no fue fácil asumir a David Byrne como una mezcla de sacerdote umbanda y hermano bastardo de Celia Cruz, moviendo las caderas en Obras presentando Rey Momo. De acuerdo: a mucha gente le gustaviajar y bailar con los nativos mientras alguien le saca fotos. No tengo nada en contra de eso, pero en mi modesta y desde ya discutible opinión, David Byrne parecía un poquito forzado, bastante incómodo. Más preocupado por ser novedoso que por ser feliz. Pero ya estaba enganchado: antologías de música brasilera, el sello mundialista Luaka Bop (contraparte USA del Real World de Peter Gabriel, otro rey de la acumulación indiscriminada de millas aéreas), responsable de habernos revelado el genio de Jim White así como los alaridos de unos cuantos monstrencos cuyo único mérito es el de haber nacido en países del Tercer Mundo.
La mejoría llega a la altura de David Byrne (el más Head de sus discos solitas) y lo que ahora bien podría definirse como una estable decadencia deluxe. Seamos un poco crueles, un poquito: lo más innovador de Look Into The Eyeball -.el flamante CD de David Byrne-. es la gráfica de su cubierta: pensado con el mismo mecanismo de esas cartucheras psicodélicas para lápices que hicieron furor en los colegios de los primeros 70, con Byrne abriendo y cerrando los ojitos cuando se mueve el objeto en cuestión, guiñando un ojo cómplice como diciendo: “Ya saben lo que hay aquí adentro, ¿no?”. Sí, sabemos, David: el equivalente musical a un licuado de guanábana en una tarde de calor. Bienvenido sea, pero ya ha perdido la sorpresa y el sabor de aquel primer licuado de fruta rara. En Look Into The Eyeball, David Byrne recuerda un poco al escritor Paul Bowles: prisionero para siempre de su propio exotismo bajo un cielo protector. Resignado a haber perdido el último vuelo de regreso a casa (¿dónde está el hogar? ¿qué era eso?), Byrne se ha resignado a ser de aquí ni ser de allá. Por lo tanto, es de Byrnelandia: un lugar con palmeras y rascacielos y ex psycho-killers que hoy graban con, ugh, Peret por el simple hecho de que Peret es, sí, extranjero.
En estos días, un David Byrne con canas –¿o teñido de canoso?– presenta en la sala Razzamatazz de Barcelona su disco nuevo, acompañado por una sección rítmica de tres cabezas y un sexteto de cuerdas que -dicen– Byrne contrata en cada una de las ciudades en las que toca dándole poco más de un día para aprender sus partes. Así, el efecto es el mismo que produce hacer una valija en cinco minutos antes de salir corriendo al próximo aeropuerto: histérico pero excitante. Byrne se pasea -.feliz de ya no ser el psycho-killer, y más feliz todavía de ser el psycho-tourist-. por el rock, el dance, el funk, el latino sound. Byrne baila con todos y, pasando casi de largo por un breve medley Heads, se permite versionar a los Beatles, a Whitney Houston, a sí mismo mientras viaja y viaja y no deja de viajar. Look Into the Eyeball está lleno de grandes momentos que .ocurre cuando se viaja demasiado-. aparecen inevitablemente perfumados con fragancia de postal déjà-vu. Hay un arranque bien Head (“U.B. Jesus”) y, a continuación, paseos tranquilos y placenteros por la vereda tropical, afeados por el polucionante “Desconocido Soy” (en español y a dúo con esa suerte de Igor del rock latinoamericano que es el llamémoslo cantante de Café Tacuba cuyo nombre, por suerte, se me escapa) hasta pasar por “The Revolution”, “Smile” y el formidable cierre de la perfecta “Everyone’s in Love With You”, donde las verdaderas intenciones de todo el asunto se hacen bien evidentes. Ocurre que David Byrne es –siempre fue-. un gran letrista, dueño de un sentido privilegiado de la síntesis, y ahí, en esa última canción, ocurre uno de esos milagros: “Porter & Gershwin & Sondheim se tiran a tomar sol en Ipanema. Y el sol sale aunque sea de noche”.

“VENIMOS EN SON DE PAZ”
Los Radiohead son los más extranjeros de todos porque, bueno, Radiohead aspira a ser extraterrestre. O, al menos, a interpretar música alien. Les salió muy bien en O.K. Computer, les salió muy mal en Kid A, les ha salido un poco mejor en Amnesiac. Radiohead sufre, gime, desarticula su propio éxito, y pocas veces se escribió tanto y tan delirantemente como a la hora del lanzamiento de su esperadísimo ypara muchos genial, para muchos tonto, Kid A. Están los que quisieron ver en su anarquía depresiva un manifiesto revolucionario contra el estado del rock. Están los que quisieron ver en su acuosa inocurrencia la imposibilidad de sobreponerse a la propia leyenda y componer algo que por lo menos se parezca mínimamente a una canción. Me atrevo a definir lo que hace Radiohead –lejos, muy lejos de lo masturbatorio– como rock fetal, música para útero, el sonido del solipsismo definitivo. A muchos les encanta eso porque es el destino más extranjero de todos y, al mismo tiempo, el punto de partida por antonomasia. Tan lejos, tan cerca.
Noches atrás, Canal Plus transmitió en exclusiva a sus abonados europeos la presentación desde París de Amnesiac. Ahí estaba Thom Yorke cantando y vibrando como un epiléptico durante un terremoto; ahí estaban sus amigos moviendo perillitas, pisando pedales, mirándose entre ellos con aire de profunda trascendencia y sonrisa de expediente X, perdidos en el espacio conceptual y autista de sí mismos. Una humilde predicción: de aquí a unos pocos años hablaremos de Radiohead del mismo modo en que hoy hablamos de Yes.

EL CUENTO DEL TIO FRANCÉS
Una pregunta: ¿Qué es, dónde queda, con qué se come eso que llaman “Babylon” y que aparece en tantas canciones? Otra pregunta: ¿Existe un título más asquerosamente demagógico que Próxima estación: Esperanza? Mientras espero que alguien me conteste, voy y me compro el esperadísimo retorno de Manu Chao cuatro años después de ese hit-parade progre que fue Clandestino. Confesión: me compro el nuevo sin nunca haberme comprado el viejo porque no hizo falta. Lo escuchaba siempre en livings de amigos y enemigos, y con eso alcanzaba y sobraba, la verdad. Tampoco fui fan de Mano Negra. Sólo tuve Casa Babylon (otra vez: ¿dónde queda? ¿se necesita visa?) porque me gustaba el tema “Santa Maradona”. Yo, que siempre pensé que trataba sobre la estupidez de Dieguito en particular y del fútbol en general, sufrí un desengaño cuando me enteré de que, en realidad, trataba sobre todo lo contrario. Bueno, no importa. Decía que ya sabía quién era Manu Chao: algo así como un millonario que la juega de pobre para feliz e ingenuo consumo de la clase media bien pensante, siempre dispuesta a besar en la boca y abrirse de piernas a todo aquel que sepa escribir la palabra utopía. Ahí va y ahí viene Manu: ex pie negro royal con ganas de ser sudaca cinco estrellas, confeccionador astuto de collages sónicos folk (cosa que Roger “Pink Floyd” Waters viene haciendo hace siglos) más cercanos a la porro-music y feliz evangelista de la pachanga con canciones como “Me gustas tú” que muy otra sería la historia si vinieran firmadas por Palito “Chevecha” Ortega. Aquí, en esta canción, me parece, es donde mejor se revela –a su pesar-. la estrategia de Manu Chao: un single pegadizo cuya letra se preocupa por incluir a todo y a todos, para que todos y todo se queden conformes, mencionados, parte del viaje. Escucho Próxima estación: Esperanza y les juro que no entiendo, así que parto a comprar Clandestino y entiendo todavía menos. En algo me ayuda Andrés Calamaro desde las páginas de este mismo suplemento, domingos atrás, cuando le dijo a Carlos Polimeni: “Quizá porque digo estas cosas es que no se me considera de la categoría de Manu Chao. Su actitud es, seguro, mucho mejor que la mía, porque él quiere ser latinoamericano, como buen francés, y yo me cago en el pueblo que golpeó las puertas de los cuarteles, se hizo el boludo durante la dictadura y después dijo: Yo no sabía que pasaban cosas tan feas”. Pero no me alcanza, algo falta todavía.
En el video de “Me Gustas Tú”, Manu Chao aparece saltando junto a dos bellezas y cantando con esa voz que patentó Bob Marley y desde entonces ha quedado como trademark del oprimido a ser procesado por bandas de reggae de Belgrano R, o a la hora de fumar en El Zócalo a la espera del Subcomandante Marcos, otro fenómeno de consumo para gente con ganas de ser extranjera. Y entonces entiendo. Manu Chao vende y gusta –seamossinceros-. porque nada más hace falta que muera un Che Guevara para que varios miles se hagan ricos vendiendo pósters del Che Guevara. Así son las cosas y la música de Manu Chao responde, se nutre y se aprovecha de tan patética paradoja. Así, escuchar un compact de Manu Chao es, para muchos, la posibilidad de viajar sin salir de casa, de sentirse sudaca sin necesidad de ponerse insecticida. Mientras tanto, Manu Chao -.con ese look de coya cósmico– viaja en tren por la selva colombiana, toca en Rosario y no en Buenos Aires (para después tocar en Buenos Aires, claro) y vive en Barcelona, donde estudia la posibilidad –él también-. de grabar con Peret. Y de tanto en tanto organiza conciertos sorpresa para iniciados porque la transgresión, el extranjerismo fuera de las fórmulas, empieza por casa. Yo fui a algunos y algunos vinieron a mí cuando yo tomaba plácidamente una cervecita y lo último que quería en la vida es que llegara alguien con tambores y saltitos a gritarme en la oreja que “me gusta la montaña, me gusta la castaña”. Y “mamita”, y “ranchito”, y “sombrita”, y “sopita de camarón”, y “agüita”: el pueblo, parece, habla siempre con diminutivos.
Respeto a todo aquel al que le encante esto. También a esos que se emocionan porque los Manic Street Preachers le dedican una canción a Eliancito. Pero no es mi caso. Es decir: hay algo de dictatorial en la propuesta anarca de Manu Chao. Una obligación implícita a pertenecer: te elijo para que me elijas. Mientras tanto, Manu Chao da entrevistas tamizadas de consignas revolucionarias (“no tengo teléfono móvil”) y se rodea de su “pandillita”. Grietas en el paraíso: los periodistas que se sorprendieron de que las copias de Próxima estación: Esperanza estuvieran retocadas con subidas y bajadas de sonido para evitar la piratería (teniendo en cuenta que Manu es un paladín de la música en libertad), o de que Chao le mandara a un miembro de su pandillita –según consta en entrevista publicada por el suplemento Tentaciones del diario El País-. un abogado amenazante para impedir la salida de un libro escrito a deux. Manu Chao, en tanto, como buen turista conocedor de los recovecos de esta puta ciudad que es el negocio pop, habla antes y se cubre las espaldas: “Yo no soy un inmenso cantante ni un inmenso músico, pero toco un poco de todo y me la paso pipa. Es que soy muy bruto. Yo siempre digo que mi carrera musical está terminada. Hago música como si fuera un niño, nada me preocupa, y menos las grandes elaboraciones. Si lo que voy a hacer no me gusta, dejo todo y me voy a pescar a Nueva Zelandia”. Y la cada vez más enorme pandillita aplaude, porque no hay nada más lindo que te paguen por viajar, por ser extranjero.

ARRIVALS & DEPARTURES
David Byrne filma películas, buenas películas, de sus viajes. Manu Chao saca polaroids en Babylon porque la revolución está en lo instantáneo y en lo fuera de foco. Radiohead transmite desde el Voyager. Y uno aquí, preguntándose cuál es y cuándo sale el primer avión que sale de vuelta a casa.

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