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Que
se mueran los feos
Por
Sandra Hernández
Más
de ochenta millones de personas en Estados Unidos y América latina
vieron Yo soy Betty, la fea, la telenovela en la que una mujer
horrible vive en un mundo donde la belleza es todo lo que importa. Prestigiosos
colummnistas latinos, políticos y hasta pensadores se regodearon
en el mensaje feminista del programa, una rareza en el mundo estructurado
de las telenovelas. Publicaciones respetables como El Tiempo, el principal
diario de Colombia, le dedicaron páginas enteras a la heroína,
una fea pero brillante economista. Los sitios de Internet dedicados a
Betty se colmaban de e-mails de fans ansiosos por discutir los episodios.
Hasta los diarios norteamericanos, que por lo general ignoran la TV en
castellano escribieron sobre el fenómeno Betty que
logró records de rating en varios países, incluido Estados
Unidos, cuando se emitió su último episodio en mayo. ¿Por
qué, entonces, este evento cultural inédito finalizó
con la furia de los críticos y la amplia hostilidad de sus fans?
Sencillo. Porque el final traicionó a aquellos que veían
la telenovela con la sensación de estar presenciando una revolución.
Cuando Betty salió al aire en agosto del 2000 por Telemundo en
Estados Unidos, empecé a seguirla con curiosidad, preguntándome
si realmente se arriesgarían. La novela ya estaba generando comentarios
en América latina; los críticos se maravillaban ante su
mensaje social: la belleza sólo es interior. Como sus colegas de
lengua inglesa, los cineastas y publicistas latinos aprendieron que las
mujeres están ansiosas por ver caracterizaciones realistas de sí
mismas en los medios, y que están dispuestas a apoyar cualquier
programa que sugiera un mínimo porcentaje de realidad. Las telenovelas,
sin embargo, mantuvieron con terquedad su visión acerca de las
aspiraciones tradicionales de las mujeres, aquella que iguala el éxito
femenino con ser hermosa y estar casada. Aunque ha habido algunas excepciones,
como la reciente telenovela mejicana Mirada de mujer (donde
una cuarentona decide encarar su vida sola luego de que descubre las infidelidades
de su marido) las novelas han permanecido fieles al sencillo argumento
de la bella ingenua en busca de amor.
Fue en este contexto que surgió Yo soy Betty, la Fea.
Desde el principio estuvo claro que los productores sabían cómo
llamar la atención. En un mundo donde las heroínas se parecen
a Salma Hayek o Jennifer López, crearon una anti-heroína
que carecía absolutamente de los atributos físicos que provocan
propuestas matrimoniales en el primer encuentro. Con sus anteojos de vidrio
grueso, ortodoncia y cejas pobladas, Betty no tenía nada para ofrecer.
Su mal gusto para vestir, su voz chillona y su inteligencia sólo
lograban contribuir a una situación desesperada. Y, en caso de
que los televidentes no llegaran a comprender completamente la desgracia
de su fealdad, los guionistas decidieron que Betty trabajara para un diseñador
de modas. El hombre del que se enamora es el hijo de este diseñador,
un hombre criado entre la belleza femenina, un hombre que piensa que una
mujer normal usa talle 28.
La premisa era sorprendente e inédita: una mujer cuyos únicos
atractivos son su inteligencia, su humanidad y su humor, lucha para ser
vista, escuchada y, en última instancia, amada. El programa atrajo
hasta escépticas como yo, que creo que las telenovelas están
diseñadas para amas de casa, jubiladas e inmigrantes recientes
cuyas limitaciones de lenguaje los condenan a ver mala televisión.
Confieso que, mientras crecía, vi algunas telenovelas. Mi madre
las seguía religiosamente y a través de ella descubrí
la fórmula tradicional del género: chica pobre pero hermosa
se enamora de hombre rico cuya familia no ve con buenos ojos el romance.
Para mí, las telenovelas eran el equivalente televisivo de Corín
Tellado: una falsa y maquillada versión del amor y la vida que
carecía de algún viso realista o detalle oscuro. Nunca había
visto algo como Betty, sin embargo. Me enganché. Encendía
el televisor todas las noches. Vi cómo latrataban con crueldad
sólo porque era horrible (los guionistas nunca escatimaban insultos
o bromas pesadas; todo valía).
La novela ofrecía uno de los retratos más realistas acerca
de las cuestiones de raza y clase en Latinoamérica que yo haya
visto jamás en la televisión de habla hispana: había
una madre soltera tratando de ganarse la vida sola; había una secretaria
negra que insistía en que se les informara el color de su piel
a los candidatos para sus citas a ciegas, y una cantidad de personajes
ricos cuya falta de compasión los hacía parecer clones de
Leona Helmsley. El programa parecía ser fiel a la filosofía
de su creador, Fernando Gaitán, quien alguna vez declaró
que las telenovelas son una reflexión sobre la lucha de clases.
Para Gaitán, la telenovela se hace para los pobres, que viven en
un mundo donde es imposible progresar. Otras novelas trataban de ofrecer
un mensaje optimista, en el que los pobres triunfaban gracias a un buen
matrimonio. Pero en sus novelas, decía Gaitán, los personajes
triunfaban gracias a su trabajo.
De hecho, Betty logró escalar posiciones, ascendiendo de mera asistente
a vicepresidente de finanzas gracias a su esfuerzo. Eventualmente llamó
la atención de su jefe, un malcriado que maltrata al personal,
es pésimo empresario y engaña todo el tiempo a su novia.
De a poco, Betty y su jefe se acercan. Ella se enamora perdidamente de
un hombre que por lo menos le demuestra un poco de amabilidad. Eventualmente
el interés del jefe en Betty deja de focalizarse sólo en
lo que ella puede hacer para equilibrar sus finanzas y empieza considerar
lo que puede hacer por su corazón.
Y entonces, de un día para el otro, Betty deja de ser el patito
feo y se transforma en una bellísima ejecutiva que lucha con el
descubrimiento de que su novio no es un príncipe. Si el mensaje
de Gaitán es que Betty triunfa gracias a su trabajo duro y su cerebro,
el subtexto es muy diferente. Aparentemente la antiheroína es buena
para los números pero no tiene la inteligencia para reconocer que
su jefe es un mentiroso, un tonto y un traidor. Al final, Gaitán
nos ofrece lo mismo de siempre: las mujeres no pueden encontrar las verdadera
felicidad solas. Necesitan un hombre que las ayude a cumplir sus sueños.
El mensaje es tan obvio y reaccionario que ha provocado airadas reacciones
y artículos que acusan al show de criminal por engañar al
público. Un periodista colombiano dijo irónicamente que
el fiscal general del Estado debería demandar al programa por varios
crímenes, incluidos fraude y abuso de confianza. Y en Costa Rica,
donde el programa todavía se emite (como en la Argentina), los
legisladores trataron de sacarlo del aire antes del final.
Quizá el peor crimen de Betty sea que perdió la oportunidad
de llevar el género latino más popular al siglo veintiuno.
Mientras los cineastas de Latinoamérica luchan por poder rodar
unas pocas películas, el público queda a merced de la pantalla
chica. Y, cuando se les prometió un personaje nuevo que rompería
estereotipos, y millones se sentaron a ver, lo que obtuvieron fue la misma
vieja historia de la Cenicienta.
Sandra
Hernández es una periodista colombiana que vive en Estados Unidos,
donde ya se emitió el final de la telenovela.
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