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Plástica “Más allá de los preconceptos”
o la rebelión de los conceptualistas


La energía de los desechos

21 artistas de las más diversas nacionalidades y de los más heterogéneos estilos, unidos por sus trabajos conceptuales realizados durante los años 60 y 70. La excelente muestra “Más allá de los preconceptos”, que se exhibe en el Museo de Arte Moderno hasta el 15 de julio, es una oportunidad providencial para entender (y disfrutar) el “escandaloso” viraje que se produjo en el arte cuando lo “no-artístico” irrumpió por asalto en el reino del óleo, la tela, el mármol y el cincel.

PPOR JUAN FORN

En 1999, la norteamericana Silvia Kolbowski entrevistó a 22 artistas conceptuales de los 60 y los 70 para que le describieran piezas efímeras de entonces que produjeron un hondo impacto en ellos. El video (An Inadequate History of Conceptual Art) muestra las manos de los artistas mientras hablan, combinando la imagen con un audio fuera de sincro: el propósito de Kolbowski era exhibir así (con la falibilidad de la memoria, exacerbada por la incongruencia entre lo gestual y lo auditivo) la relación entre el arte conceptual de aquel entonces y su potente resurgir a partir de los años 90. La excelente muestra Más allá de los preconceptos (El experimento de los Sixties), que se exhibe en el Museo de Arte Moderno (avenida San Juan 350) hasta el 15 de julio, parte de una premisa similar para instalarse en sus antípodas: 21 artistas del mismo período, mucho más diversos en sus nacionalidades y en sus “estilos” dentro de lo conceptual, producen en el espectador un efecto raramente homogéneo e iluminador. Podría decirse que la muestra “anticipa” en retrospectiva casi todas las líneas que habría de explorar el arte conceptual en el mundo de los 90 (así como la reciente muestra de las vanguardias rusas que se exhibió en el Recoleta “anticipaba” casi todo el arte occidental del siglo XX).
Los diferentes focos de la rebelión conceptual comenzaron a estallar en el mundo en los años 50 y tomaron por asalto la escena del arte a fines de los 60. Reconociendo –con suma reticencia– como únicos antecedentes artísticos los ready-made de Duchamp y cierta actitud del dadaísmo, el propósito fundamental de los conceptualistas era erosionar “las bases” del arte que aún quedaban en pie luego del cuestionamiento al que lo habían sometido sucesivamente todos los ismos de vanguardia desde principios de siglo. ¿Cómo? Apelando a lo no-artístico, tanto en su método de trabajo como en los materiales utilizados, para recuperar una elocuencia que el mercado del arte aplacaba, incorporando al canon cada transgresión de la vanguardia. “¿Para quién trabaja el artista? No se trata de crear sino de comunicar algo que para él es fundamental. Pero esa comunicación debería ocurrir a gran escala: no para una élite de expertos sino incluso contra esa élite, con trabajos abiertos, inconclusos”, decía el brasileño Helio Oiticica en 1967. “Querría que mi obra encontrara su camino más allá de mis preconceptos. Lo que pretendo del arte es algo que eventualmente llegaré a saber. Pero mi obra debe ir más allá: de lo que sé y de lo que puedo saber”, decía la alemana Eva Hesse en 1969.
La curadora Milena Kalinovska ha logrado con esta muestra (que empezó a viajar luego de exhibirse en el 25º aniversario del ICI, Independent Curators International de Nueva York, el año pasado) reflejar el espíritu común y el estilo diverso y complementario dentro de lo conceptual de artistas de la talla de los alemanes Joseph Beuys, Eva Hesse y Hanne Darboven, el italiano Piero Manzoni, el belga Marcel Broodthaers, los brasileños Helio Oiticica, Lygia Clark, Cildo Meireles y Anna Maria Maiolino, el argentino Víctor Grippo, los norteamericanos Sol LeWitt, Bruce Nauman, Lawrence Weiner y John Latham (nacido en Zimbabwe), la canadiense Betty Goodwin, el ucraniano Ilya Kabakov, los checos Jiri Kolar y Karel Malich, el polaco Edward Krasinski y el yugoslavo Dimitri Mangelos. En el recorrido conviven cinco líneas básicas: tenemos los chispazos zen à la Duchamp, especialmente en los “abrigos asfálticos para un hombre alto” de la canadiense Goodwin (cuyo padre era, al parecer, un sastre de proverbial estatura que emigró a Canadá desde el otro lado del Atlántico) o las piezas con cable azul del polaco Krasinski (cuya evolución en el trazado de esas líneas azules culminó en la performance J’ai perdu la fin, donde el artista se enredaba en una enorme madeja de cable mientras intentaba desenredarla con una expresión tan perfectamente deadpan como la que caracterizaba al pionero de los objets trouvés cada vez que lanzaba al mundo uno de aquellos artefactos). También hay adaptaciones conceptuales de la picardía dadá: algunas de ellas insospechadas, como el Yo en la cocina de Beuys (un maletín que contiene un frasco de salsa Maggi y un ejemplar de la Crítica de la razón pura de Kant) y otras más estructurales dentro de la obra del artista en cuestión, como es el caso del italiano Manzoni, de quien se exhiben, entre otras piezas, su “línea de seis metros encerrada en un tubo sellado” y su Base mágica (escultura viviente), un pedestal para que cualquiera se parara encima y se proclamara artista, cosa que pasó efectivamente cuando otro de los integrantes de la muestra, el belga Broodthaers, acudió en peregrinación al encuentro de Manzoni y éste no sólo le enseñó a leer a Duchamp y el arte pop sino que “certificó” al belga como “obra de arte” con un sello fechado 25/2/62 en el cuerpo del peregrino (si esta intervención recuerda las andanzas vivo-dito de Alberto Greco, no es casualidad: en los fragmentos que quedaron del diario de Greco hay varias referencias a Manzoni, a quien conoció en Roma). El africano nacionalizado norteamericano John Latham elige como foco de su corrosiva mirada el consumo cultural; lamentablemente no se pudo incluir en esta muestra su más legendaria obra, cuya historia es la siguiente: Latham retiró de la biblioteca de la St. Martin School of Arts un ejemplar de Arte y cultura de Clement Greenberg, pidió a sus estudiantes que masticaran diversas páginas del volumen, le agregó ácido sulfúrico a la pasta convirtiendo la celulosa en azúcar, neutralizó el ácido con bicarbonato de sodio y dejó fermentar la mezcla antes de devolverlo todo en un frasco con la etiqueta Arte y cultura a la biblioteca, ganándose su inmediata expulsión como docente de aquella academia (la pieza hoy está en el MoMA de Nueva York).
En una dirección similar de “recirculación” del objeto “intervenido”, pero haciendo eje en lo político, están las piezas del brasileño Meireles, en particular sus Inserciones en circuitos ideológicos (Proyecto Coca-Cola): envases de la celebérrima gaseosa a los cuales Meireles les adosaba una inscripción (desde Yankees go home hasta la receta para hacer un cóctel Molotov) y las devolvía aún llenas al supermercado, para que se reinsertaran en la cadena de consumo con su mensaje. Otra obra de Beuys, Cómo pueden ser superadas las dictaduras de los partidos, consiste en una bolsa de polietileno (de esas blancas con manijita de plástico) cuya leyenda propone una organización de los ciudadanos no votantes de Düsseldorf para lograr un referéndum gratuito con consignas que explican el flujo del capital y la plusvalía con citas marxistas.
Los europeos del Este imprimen a sus objetos conceptuales una impronta más relacionada con una poética del apocalipsis: del inminente fin del arte (en el caso de la “poesía evidente” del checo Kolar, que reemplaza con objetos las palabras en las configuraciones visuales de poemas, como puede verse en el encantador Azúcar negra) o de la civilización, directamente (en el caso del ucraniano Kabacov, quien sostiene que “en el acto final de la trama de la Historia”, la comunicación sólo será posible si tocamos los objetos descartados y escuchamos restos de conversación que preservan esos últimos restos de realidad social humana, una poética similar a la de los “restos” corporales y culturales de Beuys, cuyo legendario traje de fieltro aludiendo al nazismo también está en exhibición). El yugoslavo Mangelos resuelve estupendamente esta idea con sus tabletas, libros y globos donde inscribe lacónicas expresiones del lenguaje filosófico para “enseñar a la gente a hablar después del triunfo de la nada”. En la misma categoría pueden ubicarse las hermosísimas esculturas “aéreas” del checo Malich (tituladas Un árbol, La energía de las nubes y Sucesos en un círculo) y la extraordinaria Analogía de ese químico devenido alquimista llamado Víctor Grippo, cuya “mesa para pobres y ricos” (o tercermundistas y primermundistas) ofrece un plato de papas reales con humildes cubiertos de latón sobre un mantel blanco, de un lado de la mesa, y en el lado opuesto un plato similar con papas y cubiertos similares, pero todo en impecable acrílico transparente y sobre un mantel tersamente negro.
La última línea estilística de la muestra es la que conforman los brasileños Oiticica y Clark, dos extraordinarios pintores concretos (sus cuadros geométricos se pudieron ver recientemente en el desembarco Brasil 500 años) cuyo utopismo los llevó de la limpieza casi quirúrgica de los colores y líneas puras (esa “aristocracia de lo visual”) a una experiencia más integral, que uniera lo táctil y lo quinético. Cabe señalar que este viraje se produce cuando ambos artistas empiezan a trabajar con pacientes de un neuropsiquiátrico en Río de Janeiro (con la “supervisión” de la psiquiatra junguiana Nise da Silveira y el gran crítico de arte Ferreira Gullar) y con escuelas de samba paralelamente, buscando crear objetos interactivos que cumplieran una función “terapéutica”, en el sentido más hondo del término. El maravilloso Bicho de Clark (una estructura de placas de metal con bisagras, que puede convertirse en un etéreo artefacto alado o en una ominosa coraza) y los Parangolés de Oiticica (lienzos de colores vivos que reproducen el movimiento del baile) son una respuesta impecable a la pregunta del mismo Oiticica: “¿Cómo explicar y justificar, en un país subdesarrollado, una vanguardia no como un síntoma de alienación sino como un factor decisivo del progreso colectivo?”.
Si, en palabras del crítico brasileño Mario Pedrosa, el conceptualismo fue la consecuencia del agotamiento de la experiencia y el vocabulario del arte moderno, para la cual hacía falta un nuevo nivel de comunicación y nuevos modos de presentar las cosas a la sociedad, estos objetos de los 60 y los 70 vistos hoy demuestran el triunfo de aquellos artistas en “re-formar” el gusto de su audiencia. La excelente muestra que nos ofrece el Museo de Arte Moderno permite ver por qué, a partir de los años 90, se rescataron casi canónicamente esas intervenciones como horizonte casi obligado de la plástica. Y, al mismo tiempo, cuestiona con delicadísima elocuencia (a la manera del video de Kolbowski mencionado al principio de esta nota) los riesgos de “rular el rulo” conceptual, con instalaciones muchas veces tan elefantiásicas en su presupuesto como inanes en su elocuencia artística, donde el propósito de comentar la realidad ha virado al comentario del comentario del comentario que comentaba la realidad. Es decir, al ombliguismo de la autorreferencialidad y autoconciencia más trivial y estéril.

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