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Mudanzas Los irlandeses recuperaron el atelier de Francis Bacon

El atelier de Mr. Bacon ha
abandonado este edificio

Se necesitaron doce antropólogos para clasificar e inventariar el atelier de Francis Bacon antes de su traslado y exhibición en Dublín. Del caos imperante se rescataron (además de dos mil latas de pintura, cientos de zapatos viejos, cortinas en descomposición y pantalones destrozados y usados en collages) setenta dibujos desconocidos del artista y más de cien telas tajeadas o destruidas parcialmente por él, además de la friolera de 1500 fotografías originales del gran Henri Cartier-Bresson.

Por Andrew Graham-Yooll, desde Londres

Cuando murió el pintor Francis Bacon en 1992, el poeta Stephen Spender comentó que todos aquellos que habían conocido a ese talentoso y genial excéntrico sentirían un vacío en sus vidas. Spender murió en 1995: de haber vivido hasta hoy, hubiera sentido el vacío por partida doble, desde el 23 de mayo pasado, fecha en que el Soho londinense, ese avejentado refugio de la intelectualidad y el alcoholismo del Londres de otrora, sufrió el traslado del atelier de Bacon a Dublín, la ciudad donde nació el artista en 1908.
Bacon aparece con frecuencia en las memorias de Spender. El poeta lo apreció como amigo y como artista (fue de los primeros en comprarle cuadros, en una valoración temprana de ese talento condenado por los bienpensantes), compartió con él cenas y veladas interminables en el diminuto Colony Club, un reducto más bien íntimo de bebedores (conocido como “drinking club” porque tenía permiso especial para servir bebidas alcohólicas a clientes, previo enrolamiento como socios) en el Soho londinense donde transcurrió buena parte de la vida bohemia de un grupo de poetas y pintores cuyas asociaciones etílicas y sexuales se remontaban a los años 30. Ya no quedan huellas de ese club ni de esos hombres en el Soho actual. Ninguno de ellos (ni siquiera el malhumorado novelista Kingsley Amis, que jamás perdió oportunidad en su correspondencia para hablar mal de Bacon) estaba en la madrugada del 23 de mayo de este año para leer The Times, como solían hacerlo, en cuanto arribaba la primera edición para los socios del Colony Club que estuvieran lo suficientemente sobrios como para desentrañar la apretada tipografía que caracteriza al centenario periódico inglés. Ya no estaba ninguno de ellos para lamentar (o comentar maliciosamente) que el estudio de Bacon, esa caverna caótica del arte, había sido inventariado y trasladado in toto del lugar donde solía estar rumbo a la ciudad natal del artista.
The Times recordaba con una foto aquel estudio en el número siete de la calle Reece Mews, en South Kensington, y anunciaba con laconismo característicamente británico que el legendario lugar de trabajo ahora formaba parte de la Hugh Lane Gallery, de Dublín. La mudanza fue “una labor monumental” organizada por Margarita Cappcock con un equipo de doce antropólogos. Primero fotografiaron el estudio desde todos los ángulos posibles para repetir topográficamente la ubicación de cada una de las siete mil “cosas” que tenía acumuladas en feliz desorden el bohemio artista. Cada pieza fue cuidadosamente desempolvada, embalada, transportada de Londres a Dublín e instalada en su lugar exacto en un salón especialmente habilitado en el Hugh Lane Gallery, una sala municipal de exposiciones de gran prestigio en la capital irlandesa. El inmoderado inventario incluyó, entre muchísimas otras, dos mil latas de pintura, 570 libros, 1300 hojas sueltas de todo tipo (escritas, dibujadas, borroneadas y tachadas), zapatos (sanos y destrozados), discos de vinilo, cortinas en avanzado estado de descomposición, pantalones de la tienda Marks & Spencer recortados en varias zonas y usados en los collages y montajes de Bacon. El basural también produjo su tesoro: entre los papeles se hallaron setenta dibujos de Bacon, antes desconocidos, y más de cien telas que él había tajeado o destruido parcialmente. Otro tesoro hallado fueron las 1500 fotografías del gran Henri Cartier-Bresson, que serán usadas en una serie de exposiciones programadas por la galería. La nueva instalación en Dublín incluye diez mil imágenes digitales que podrá ver el público que visite el nuevo estudio. Una base de datos permite a los curiosos ingresar al “archivo” del pintor. El costo de la mudanza rondó los dos millones y medio de dólares.
La historia y el recuerdo son, en cierta forma irónicos. El estudio refleja con fantasmal elocuencia la realidad de Bacon, un pintor que no quería que la pintura (ni siquiera el retrato) fuera un registro de la realidad. “Más bien debería ser una exploración de la realidad, que dé unavuelta de tuerca. Lo que pienso todo el tiempo es que con mi pintura puedo complicar el juego. No hacer mucho pero, cuando estoy de humor optimista, fantaseo vivir lo suficiente como para complicar aun más ese juego que es la pintura.” La observación fue registrada por Spender en sus Diarios, luego de una conversación en el estudio de Bacon, el 11 de agosto de 1960. La conclusión de ese día y de ambos hombres fue que el peso de la tradición haría difícil descubrir algo nuevo en la pintura. De hecho, como si la muerte hubiese sido sólo un tropiezo en las andanzas y creatividad de Bacon, la reapertura del estudio del artista en Dublín ha sido saludada con bombos y platillos como coronación de las sobrias celebraciones que recuerdan a un hombre que pocas noches de su vida conoció la sobriedad. Considerado por los británicos “nuestro más grande pintor desde Turner” (aunque sea irlandés), sólo algunos de los biógrafos de Bacon recuerdan ahora (por cierto, los galeristas sufren de olvido colectivo) que el artista fue censurado y casi declarado prohibido en una época debido a sus preferencias sexuales (de hecho, debió refugiarse en Tánger escapando de las leyes victorianas que castigaban “la sodomía”), además de ser acusado de “deformador grotesco e irreverente” cuando expuso en 1944 sus Tres estudios para Figuras al pie de la Cruz (lo que lo llevó a declarar: “Mal podría acusárseme de irreverente porque carezco de sentimientos religiosos. Utilizo las crucifixiones como armadura para colgar de ellas toda clase de emociones”).
La primera biografía póstuma, y la que sigue siendo la más documentada, es la de Andrew Sinclair: Bacon, su vida y sus tiempos violentos, que se publicó en Londres un año después de la muerte del artista (el 28 de abril de 1992 en la clínica Ruber, de Madrid, luego de que las autoridades de El Prado le abrieran especialmente el museo un lunes, para que pudiera contemplar tranquilo las telas de su adorado Velázquez por última vez). Sinclair pinta a su biografiado como un hombre sufrido pero generoso y así también lo recordaba el poeta Spender. Sufrido porque fue honesto, y nunca retaceó sus opiniones acerca de quienes eran gentiles o críticos con él. Su generosidad no fue con su obra: era casi imposible que regalara siquiera bocetos de su trabajo, pero el dinero salía de sus manos fácilmente. Y siempre había bebida, de la mejor, para la gente que lo iba a entrevistar o lo acompañaba a lo largo de la noche en aquel diminuto club del Soho londinense. En varias ocasiones lo que le dolió fue que gente amiga, a quien invitaba a beber, no aceptara por temor al contagio.Era en los primeros años ochenta, cuando la irrupción del sida produjo una paranoia en Europa. Su lenguaje, que enrostraba al interlocutor sus prejuicios, solía contener un dolor y una rabia equivalentes a las que volcó en sus telas.
Cuando Bacon murió, una primera estimación hecha por los albaceas de la fortuna que dejó (a un tal John Edwards, un londinense huérfano y analfabeto que hoy vive en Tailandia y a quien el artista recogió de la calle para dedicarle una devoción paternal) rondaba los 17 millones de dólares. El crítico de arte inglés David Sylvester, que fue amigo de Bacon durante cuarenta años y también uno de sus primeros coleccionistas, fue curador de la primera gran exposición del pintor que se organizó en Dublín entre junio y agosto del año 2000. Fue la primera muestra de Bacon en más de cuarenta años, ya que en todo ese tiempo estuvo rechazado o prohibido en su tierra natal. La ironía fue queesa primera exposición se realizó en la misma galería municipal Hugh Lane, de Dublín, que ahora ha reinstalado su estudio londinense en suelo irlandés.

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