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El ocaso de
los dioses y los judíos

Cuando el público que asistía al cierre del Festival de Música y Drama en Jerusalén pidió un bis a Daniel Barenboim, el director de orquesta argentino sorprendió preguntando a la audiencia en perfecto hebreo: “¿Quieren escuchar a Wagner?”. Las consecuencias no se hicieron esperar: Barenboim fue acusado de arrogante e insensible y se reavivó la polémica sobre la negativa de los israelíes a que se interprete música de Wagner en su tierra. Osvaldo Bayer y Jack Fuchs analizan el gesto de Barenboim, el antisemitismo de Wagner y el espinoso dilema que se plantea entre las ideas y la obra de artistas que, como Wagner, fueron partidarios del racismo y la discriminación.

Por OSVALDO BAYER

La pregunta ya no es si debe o no escucharse la música de Wagner en Israel. La pregunta que ahora ha surgido –después de las discusiones– es por qué Daniel Barenboim insistió tanto en tocar Wagner en Israel. Los psicólogos se han puesto a la orden. ¿Por qué el famoso director de orquesta finalmente se salió con la suya e hizo escuchar el Tristán e Isolda a oídos judíos en tierra judía? Algunas voces excavan hondo y sostienen que Barenboim, como judío, tiene el complejo de culpa de trabajar en Alemania, dirigir una orquesta alemana, ganar dinero alemán, sí, el “dinero de los que fueron capataces de Auschwitz”. Precisamente de los que escuchaban a Wagner mientras descansaban en sus cuarteles después de gasear a hombres y mujeres que llevaban la estrella de seis puntas como distintivo del mal y la perversidad. Pero también a los niños judíos.
A los judíos se les mataba hasta a los niños, vamos a decirlo con todas las letras. No puede haber perdón. Que se queden con su Wagner, con sus Walquirias y sus Sigfridos. Y ahora viene Barenboim, un judío nada menos, a traer a las tierras del Jordán esas músicas nebulosas que escuchaba el verdugo más cruel que haya existido, en Berchtesgaden, en sus alturas alpinas, soñando con un mundo sin judíos.
Barenboim, el judío, ennoblece desde su cargo de director de orquesta los oídos germanos de Berlín y del Rhin, con la música de quien escribió: “Los judíos son degenerados, inmorales, torpes, sucios”. Y cobra un suculento sueldo. ¿Quién hubiera pensado eso en 1945? Que, en el 2001, un judío iba a tocar música de Wagner –el antisemita– en latitudes donde los judíos desfilaron por las calles para ser llevados por los trenes de la muerte a las cámaras de gas. Y, más todavía, que iba a llevar esa música a los oídos israelíes. Complejo de culpa, dirán los implacables, los que no perdonan, Barenboim quiere hacer potable a Wagner para borrar todo. Hasta los legítimos resentimientos. Por la comprensión entre los pueblos. Claro que no se podía evitar la procesión por dentro.
No sabemos si es así. No sabemos las razones del porqué el eximio director insistió en tocar Wagner en Israel. Además, ¿por qué Wagner y no también Liszt y Chopin, dos declarados antijudíos (este último como buen polaco)? ¿Es que en Wagner se suma su propio pensamiento irracional racista con el culto que le oficiaron las huestes nazis entre 1933 y 1945, encabezados por el austríaco loco llegado a Führer, que batió todos los records de visitas a los teatros de ópera para ver el Rienzi y el Tristán e Isolda?

SOMBRAS Y NIEBLA
A Wagner hay que escucharlo y no leerlo. La conocida frase de su mujer, Cósima Liszt, y de tantos de sus admiradores a veces no alcanza para llegar al conformismo. Pasa lo mismo que con tantos intelectuales que apoyaron feroces dictaduras. ¿No hay que leer más a Borges porque apoyó y aplaudió a Pinochet? Wagner y Borges fueron genios pero no sabios. Leer las tiradas antijudías de Wagner avergüenza y sirve para medir la pequeñez a la cual llegó quien fue capaz de definir lo sublime en la música. Y se nota en los vientres abultados de aquellos que vivieron el nazismo pero hoy ponen rostros indiferentes cuando escuchan el Tannhauser pero participan en su íntimo ser, mientras tanto, de un placer escondido al volver a escuchar el ruido del paso redoblado, el grito al unísono, la marcha hacia la nada, el desprecio a todo lo demás, las calles limpias de piel negra y narices ganchudas, la marcha hacia el nosotros, hacia la niebla y el bosque oscuro. Nosotros y Él. Sigfrido y Wotan. La Nada. Heil es la única palabra que se puede gritar para lograr el vacío y la muerte en la nada, que es la gloria.
Y eso comprendió Wagner. El viaje por el Rhin hacia la heroicidad del paisaje germano. Llegar al lugar de los héroes para no despertar jamás. Ése es el Walhalla, por fin en la niebla. Wotan, el supremo Dios de la muerte, y los héroes muertos a su lado. Y ése es Wagner, que llegaba con su odio no sólo hacia lo judío sino también hacia lo latino, contra todos esos que querían simplificar, quitar la niebla, contra todo ese dehincarse judeo-cristiano ante dioses, esfinges de santos enfermos y vírgenes tontas y libros “sagrados” castradores. Sigfrido no lleva cruz sino casco y lanza. Su reino es la altura y el bosque impenetrable, el valle interminable y la bruma que esconde la ilusión y el futuro. Wagner, capaz de todo ese vuelo de águila acompañado por el coro y las quejasrisas de las ninfas, cae, en su vida terrena, en el estreñimiento mental del racismo. Quitémonos las impurezas y quedaremos nosotros solos con nuestra voluntad de marchar y ser los mejores.
El antisemitismo de Wagner comenzó primero con dos peleas personales, una con el compositor parisino Jacobo Meyerbeer, cuya obra fue calificada por el alemán de contener “trivialidades e idioteces”; la otra con Felix Mendelssohn, de quien dijo que, a pesar de su talento, “jamás fue capaz de lograr un profundo efecto artístico que es sintomático para una verdadera obra de arte”. Este sentimiento de rivalidad llevó finalmente a Wagner a postular que “los judíos son incapaces en el arte en general y en la música en particular”. Frase en la cual ya se puede constatar la superficialidad con que se manejó el genio musical en esta materia. Pero Wagner fue apenas un epígono, un seguidor de otros de su época, infestada por el miedo hacia lo nuevo que traían los judíos en su emancipación cultural. Su miedo y su irracionalidad le hizo decir que los judíos habían iniciado una confabulación contra él y su obra y que la prensa “estaba en las manos de Meyerbeer”. Si bien es cierto que Wagner exigió “la desaparición del espíritu judío de la cultura alemana”, en ningún momento solicitó su expulsión de Alemania y menos su desaparición física, como algunos teóricos del nazismo insinuaron.
La herencia de Wagner ha quedado en Bayreuth, que fue el palacio espiritual de Hitler y hoy da infinitas idas y vueltas para tratar de olvidar ese pasado pardo cuando Winnifried Wagner –la nuera del músico– recibía como a Dios al mandamás uniformado con la cruz svástica en la manga. Salen los sonidos heroicos en un escenario con manchas. Gottfried Wagner, el bisnieto, en su libro Aullar con el lobo, ha llamado a Bayreuth un “pantano pardo” con los “judíos Barenboim y Levine como coartada para que sirvan de pantalla” para que la música que ahí se toca aparezca “lavada, planchada y desinfectada” de todo peligro racista.
Richard Strauss –hasta que logró zafar–, Karl Orff y Hans Pfitzner fueron los músicos contemporáneos preferidos por los nazis. Este último fue, tal vez, quien mejor interpretó los valores que estos totalitarios quisieron hacer surgir. Así nació Del alma alemana, una “cantata romántica sobre poesías y dichos del poeta von Eichendorff”. El mismo Pfitzner escribe que le dio el título Del alma alemana porque “no encontré mejor expresión para lo que habla claramente de lo meditativo, lo valiente, lo altivo, lo profundo, lo delicado, lo fuerte, lo heroico que se derrama del alma germana”.
Pfitzner fue saludado como el heredero de Wagner en su comprensión del arte “profundamente alemán”. En 1944, cuando la derrota había llegado ya a cada casa de Alemania, a cada árbol de sus bosques, a cada bruma de sus amaneceres sobre el Rhin, el musicólogo nazi Wilhelm Lutge escribiría: “Saludemos hoy a Hans Pfitzner como al más germano maestro de nuestro tiempo, como custodia de un gran pasado, como antorchista del espíritu en los oscuros años de la primera posguerra, como genio creador, cuya grandeza y pureza poco a poco se va a ir comprendiendo más, y como modelo sabio para nuestra joven generación de compositores, y para todos nosotros que amamos a nuestro arte alemán”.
Curiosamente, la música de Hans Pfitzner no trascendió después del ‘45. Por nazi cayó en una definitiva lista negra. Sólo en las óperas de algunos rincones germanos –principalmente de Austria– se lo escucha con unción. Sin imitar a Wagner para nada, sus sonidos se hunden como él en lo heroico, lo oscuro, lo indubitable, la alegría suave que va a terminar en el ocaso. El ocaso está siempre presente, de ahí el inevitable rasgo romántico, la muerte sin tristeza, en lo heroico. Eterna, la muerte de los dioses como meta.

LOS USOS DE LA MAYORIA
Barenboim tocó Wagner en Israel. ¿Tocaría Pfitzner? Aunque fuera por curiosidad, para ver cuál era la música que se metía por los oídos de la marca parda, de los que hundían la cabeza en los sonidos de la oscuridad y la niebla, mientras de día preparaban las cámaras de gas donde arrearían a la masa inocente (“¡Señor, Señor, los niños!”). Barenboim llevó a Wagner a Israel en el desafío del “por qué no”. Todos tienen la libertad de escucharlo o no. Llevar a Pfitzner sería llevar la misma Muerte, el mismo ocaso de los Dioses, pero en uniforme pardo.
Pero volvamos a Barenboim y a su golpe de música ante los sorprendidos israelíes. Cuando su audiencia le pidió un bis, él sorprendió proponiendo tocar un trozo de Tristán e Isolda fuera de programa. La mayoría reaccionó con aplauso; sólo cuatro espectadores se retiraron indignados. Barenboim le dio “la razón a la mayoría” y tocó Wagner. Este uso de la mayoría para imponer a un compositor tan discutido no alcanzó a convencer a muchos, que no estaban en el concierto pero se enteraron del incidente. Barenboim no quedó bien parado y por eso, ya en Alemania, necesitó de una larga explicación para salir a flote. Dijo: “Wagner escribió grandes obras, como todos sabemos. Pero también redactó una inaguantable literatura. Hace mucho le dije a su nieto, Wolfgang Wagner, que habría sido mejor que su abuelo hubiera escrito una ópera más y no todos esos manuscritos. A pesar de eso, creo que el antisemitismo de Wagner no era peor que el de muchos de sus contemporáneos. En la segunda parte del siglo XIX era imposible ser un alemán nacionalista sin ocuparse del problema judío. Era algo automático. Si bien la vehemencia de los escritos wagnerianos es inhumana, su antisemitismo no era una excepción. Hubo dos razones musicales que influyeron para que creciera su antisemitismo. Una fue Mendelssohn y su interpretación de la música: ligera, rápida, alegre. Principios, todos ellos, contra los cuales estaba Wagner, que se ocupaba de la continuidad del sonido. Mendelssohn era, para él, una forma judía de tocar, superficial y brillante. En contraposición con la manera alemana: profunda, patética, lenta. Por otra parte, en la cercanía de Brahms, que para Wagner era símbolo de todo lo reaccionario y convencional, se encontraban numerosos judíos, por ejemplo el violinista Joseph Joachim. Esto era interpretado así por Wagner: Los judíos son reaccionarios, y la música progresista, ésa soy yo. Luego llegó la desgracia de que Hitler amara su música y se abusara de ella. Wagner fue el profeta que le entregó la ideología a Hitler. Y, a través de esa unión, aparece como si Wagner hubiese preparado la conferencia de Wannsee, en 1941, donde se planeó la liquidación final de los judíos”.
El periodista alemán le preguntará a Barenboim entonces si para él el antisemitismo es ya un problema sin importancia, y Barenboim responderá que sí, que hace mucho que a él no le interesa meterse en esos hechos y que ha analizado el desarrollo de los acontecimientos. “Encuentro al antisemitismo de Wagner terrible, realmente asqueroso, pero ya no es un tema actual”. Hasta ahí Barenboim y su no muy clara exposición.
Parecería sin sentido rechazar una música porque su autor cayó en interpretaciones irracionales de la vida humana, en complejos de inferioridad, en odios hacia otros seres humanos, en generalizaciones fuera de toda lógica. Pero, igual, Barenboim estuvo mal en sorprender al auditorio ofreciendo un repentino fuera de programa con Wagner. Allí no vale el voto democrático de la mayoría sino el respeto al sentimiento de los que sufrieron. ¿Qué habrá significado para los allegados a las víctimas escuchar a Wagner en 1945, cuando comenzaron a conocerse las fotografías de montañas de cadáveres de seres humanos? Wagner en Israel tiene que estar anunciado antes en los programas. Para no sorprender a los que todavía no están preparados para escucharlo, o a quienes no quieren volver a escucharlo jamás. Nunca prohibir, pero hacerle saber al públicode antemano, ya que todos tienen derecho a no ser sorprendidos por algo que no quieren. Y más: que odian con toda su alma.
Barenboim es un hombre libre, un desprejuiciado, hasta diríamos un justo. Lo ha demostrado en su posición –a pesar de ser judío– de defensa de los derechos del pueblo palestino frente a Israel. Pero una cosa son los derechos de un pueblo y otra cosa los derechos de un individuo -aunque sea uno solo frente a mil– de no ser sorprendido por una música que lo derrota, que le hace pensar en la injusta muerte de los que amó con la sangre misma y fueron gaseados sólo por no pertenecer a una raza elegida por la demagogia, la crueldad, el fanatismo perverso.
Quien tal vez encontró las precisas palabras para resolver este problema tan sensible al arte y a las ideas, fue el presidente de Israel, Moshe Katsav: “Con todo el respeto al valor artístico de las obras de Wagner -escribió–, su ejecución en un concierto no puede ser justificada si se hieren los sentimientos de los sobrevivientes del Holocausto. La comprensión de esos sentimientos y el dolor que emana de ellos tiene que poseer más fuerza que todos los argumentos acerca de los valores artísticos. Porque en esos sobrevivientes podría ocasionar un trauma insoportable. Y no hay que causar más dolor a los sufrientes. No hay que ignorar estas realidades. Y hay que recordar que Wagner no fue sólo un músico sino también un teórico que expuso y desarrolló la teoría del moderno antisemitismo”.
El escritor israelí Sev Galili señaló que, si bien Arturo Toscanini –un director de orquesta públicamente antifascista– nunca tuvo nada en contra de Wagner y dio conciertos en 1938 en la entonces Palestina, esos conciertos se realizaron antes de conocerse la increíble matanza de las cámaras de gas. Lo mismo ocurriría con los conciertos de Wagner dados por la BBC durante la guerra. Galili saluda que las radios israelíes den conciertos de música wagneriana, porque aquel que se siente herido siempre puede mover el dial hacia otro programa.
Se puede discutir como se quiera la influencia de Wagner en el nazismo, pero lo que no se puede negar es un hecho anunciador y final: la música última que se oyó en Radio Berlín en 1945 fue El ocaso de los dioses de Richard Wagner. Los dioses han muerto para siempre. ¿Pero acaso no existen siempre sus fantasmas de látigo y horca, que asoman cada vez que la verdadera democracia fracasa?

Mi prejuicio moral

Por Jack Fuchs

Discutir la medida en que el espíritu antijudío de Wagner ha pasado a su música, reflexionar acerca del grado de pureza y autonomía de los objetos de arte, de la presumible independencia que una obra tiene con la vida, los actos, ideas y hábitos morales del autor, es un debate que no me interesa. Lo dejo para expertos, para los profesores de estética y los historiadores de lo bello y lo sublime. No es eso lo que está en juego, aunque sean ésos los argumentos que se esgrimen cuando en Israel se vuelve a plantear –como ya en muchas otras ocasiones, pero esta vez a iniciativa del argentino Daniel Baremboim– el caso Wagner.
Creo que el centro del debate es otro. No el valor de Tristán e Isolda sino el valor de lo que me gusta llamar, para escándalo de una época tan pasivamente enamorada de la abolición de los prejuicios, mi prejuicio moral. Voy a decirlo en primera persona, sin disimulo. La cultura contemporánea quiere que yo ceda, que no me enrede en la torpeza de mis manías, de mis ofuscaciones, quiere que por cortesía y buena conciencia no me prive ni prive a otros de lo que llaman “la indiscutible grandeza musical de Wagner”. ¿Y si no quiero? ¿Si no puedo sustraerme a un modo de escuchar que escucha en Wagner el espíritu asesino de una época? ¿Y si no puedo dejar de pensar que Hitler, Goebbels y Himmler escuchaban en la música de Wagner la pompa, la grandiosidad y el delirio hipnótico en que había caído, entonces, lo alemán? Se me tratará de prejuicioso, se me invitará a retirarme de la sala mientras suenan, para espíritus más abiertos, los acordes de nibelungos y walquirias. Bien, perfecto. Soy prejuicioso. ¿Después de Auschwitz se me va a arrebatar también la libertad de permanecer en mi prejuicio moral? ¿Tengo que disolverlo en el dudoso altar del arte?
Es cierto: Wagner vivió cincuenta años antes de que en Alemania se desatara la jerga asesina del nazismo. Es bueno recordar, sin embargo, que Wagner alcanzó su coronación alrededor de un acontecimiento central, enteramente implicado en lo que ocurriría más tarde: la formación del estado nacional en Alemania. Y es bueno recordar también que ese acontecimiento es correlativo al ascenso de una estridente retórica antijudía de la que Wagner fue propagador y propagandista, y de la que se sirvió después el sentimiento antijudío del período nazi. Y que de 1933 a 1945 Wagner fue el eco de lo que la Alemania nazi quiso escuchar: armonías inmensas y oscuras, el éxtasis de la locura masiva.
Probablemente nada vaya a cambiar en Israel si se toca o no la música de Wagner. Incluso dudo mucho que Wagner aprobara que su música se interpretara delante de “judíos con olor a cebolla”, como le gustaba decir de Offenbach y de su música de cabaret. Pero no es ésta la discusión. Sí quiero, en cambio, remarcar la fuerza opresiva de un lenguaje –el de hoy- que, bajo su apariencia de serenidad racional, de engañosa pacificación democrática, quiere forzar, convencer a los hombres, a mí, de que es bueno y útil para todos abandonarnos a la tolerancia, a la indulgencia. Se nos pide un esfuerzo más para reducir, para solucionar nuestro malestar, nuestra angustia. Y ese requerimiento de este tiempo, que lleva implícita una aspiración de solución final, apunta muy decididamente sobre la capacidad humana de juzgar. De atribuir y atribuirse responsabilidades. No de un modo muy distinto avanzó la lógica totalitaria. Nada va a cambiar en Israel con o sin Wagner, pero no es superfluo el lenguaje celebratorio que ahora se impone. El señor Daniel Baremboim, de quien me gustan sus interpretaciones de Piazzolla, ha llamado a no demonizar a Wagner y a comprender que “no era ajeno al pensamiento de su época”. Dicho así, su argumento, puede muy bien invertirse: precisamente en tanto no era ajeno al pensamiento de su época es porque todavía sigue ofendiendo la sensibilidad, la memoria y el juicio moral de muchos sobrevivientes, de sus hijos y nietos en Israel. Pongamos más de cerca las cosas. ¿Se dejaría hacer el señor Baremboim una cirugía estética con uno de los médicos queen la ESMA colaboraba con el robo de bebés? ¿Se puede compartir una mesa de bridge con Astiz, y creer que lo único que importa es la maravilla del juego mismo? No quiero con esto sugerir que Wagner fuera un sucio asesino, pero pongamos un poco a prueba “la apertura de espíritu” que hoy se nos exige. Veamos hasta dónde llega el impulso que nos conmina a la comprensión, a la benevolencia. En su libro Lo imprescriptible, Vladimir Jankelevitch escribe: “Decimos a los alemanes: guardaos vuestras indemnizaciones, los crímenes no son moneda de cambio (...) no hay reparaciones para reparar lo irreparable (...) los negocios no son todo. No, ni las vacaciones lo son todo, ni el turismo, ni los lindos viajes, ni los festivales”.
No se puede ser amigo de todo el mundo, no se puede compartir el pan y el vino con asesinos. En cuanto a mí y mis prejuicios, creo que todavía es mejor irritar a los mistificadores de la cultura que ofender a los sobrevivientes. Wagner es sólo un hombre, un nombre. Un nombre repleto de sentidos, un nombre que, para quienes no pueden separar la obra del hombre .-como les gusta a los especialistas y a los devotos del arte-., tiene resonancias de horror y miseria. Hay un proverbio idish que evoca muy bien esa medida de lo humano: un hombre es sólo un hombre, pero a veces ni siquiera eso.

Jack Fuchs, sobreviviente de Auschwitz, es profesor honorario
de la ORT argentina y miembro del Pen Club Internacional.

 

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