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Museos La Nueva Cueva de Altamira

Prohibido fijar carteles

Aunque usted no lo crea, justo al lado de la célebre Cueva de Altamira, el rey Juan Carlos acaba de inaugurar una cueva exactamente igual en la que se reproducen, milímetro a milímetro, la estructura pétrea y los bisontes de la original. Como era de esperar, tamaño emprendimiento ya cuenta con detractores y defensores unidos por un mismo sentimiento: el escepticismo más rotundo.

Por RODRIGO FRESAN

Desde España “Soy el que soy”, “Pienso, luego existo”, “Ser o no ser”, “Me niego a creer que Dios juegue a los dados con el Cosmos”, “Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”, “Todo lo que necesitas es amor”, son algunos de los muchos mantras/slogans que el hombre ha ido pronunciando o puesto en boca de dioses bíblicos o semidioses pop para así explicar y explicarse un poco los cómos y porqués de su paso por el tiempo y la vida. Frases que hacen historia para convertirse, casi en el acto, en parte de la historia.
“Mira, papá, bueyes”, no se encuentra entre las más conocidas pero la niña de once años que alguna vez las dijo está, seguro, entre las personas que más y mejor nos han acercado a nuestra esencia, al principio, a nuestro oscuro amanecer súbitamente iluminado y redescubrierto por la luz infantil de un farol de queerosén. “Mira, papá, bueyes”, dijo María Justina, hija de Marcelino Sanz de Sautuola, una mañana de 1879, ahí adentro, mientras señalaba una manada de bisontes de 14.000 años de edad corriendo por los techos de una cueva.

RASGUÑA LAS PIEDRAS
El principio de 2001: Odisea del Espacio, el bikini prehistórico de Raquel Welch en Un millón de años antes de Cristo, Ringo Starr jugándola de cavernícola percusivo, Los picapiedras, los dinosaurios revisitados de los tres Parques Jurásicos. Al hombre siempre le ha interesado la representación de su pasado remoto pero –entre todas las variantes posibles– ninguna ha accedido tanto a la categoría de lugar común como las pinturas rupestres en la Cueva de Altamira, en Santillana del Mar, Cantabria. Ahí estaba, ahí está y ahí seguirá estando –cuando nuestro presente sea considerado como Edad de Plástico o de Chip por los que vendrán– esta obra pictórica de uno o de varios artistas del Paleolítico Superior a la que no le costaría esfuerzo alguno juntarse junto a la sonrisa de la Gioconda, el “Guernica” de Picasso, un vermeeriano atardecer de Delft, o las latas de sopa de tomate de Warhol, o un santo claroscuro de Caravaggio para así conformar un fino y selecto destilado de arte humano del mirar y reproducir.
La noticia ahora –a Warhol le hubiera encantado esto– es que donde había una Cueva de Altamira, ahora hay dos. La primera –patrimonio de la Humanidad desde 1985 y considerada, con justicia, la “Capilla Sixtina” del Paleolítico– sigue estando donde estaba pero, también, sigue siendo explotada al mínimo: el deterioro que le causó el exceso de visitantes puso límites en 1977 y ahora recibe apenas una máximo de veinte personas al día que tienen que anotarse en una lista y esperar hasta tres años para acceder a la oportunidad de dar marcha atrás. La nueva Cueva de Altamira –hay algo de paradójico en que haya algo nuevo y prehistórico al mismo tiempo, en que alguien se le haya ocurrido combinar la idea del clon con un tema tan definitivamente primitivo– se inauguró el jueves pasado luego de cuatro años de obras, está a apenas trescientos metros de Altamira 1 y es una copia al detalle, milímetro a milímetro, del original planificada por el arquitecto Juan Navarro Baldeweg y los pintores Pedro Saura y Matilde Múquiz. Otra paradoja atendible: el que todo un museo se haya construido para cobijar a una falsificación gloriosa pero falsificación al fin. Ventajas: la cueva replicante goza de todas las comodidades de la museología del siglo XXI a lo largo y ancho de 900 metros cuadrados, las pinturas se ven mejor desde modernas pasarelas ya que no hay que incurrir en las incómodas posiciones (casi acostados) a las que obliga la cueva verdadera, un exhaustivo aparato documental, reconstrucción de un campamento magdaleniense y del “atelier” del artista desconocido o artistas desconocidos, biblioteca, site a consultar desde lejos y desde cerca (www.mcu.es/nmuseos/altamira) y, por supuesto, tienda de souvenirs de esos que uno compra entusiasmado y al llegar a casa se pregunta por qué y para qué lo hizo. Todo por 400 pesetas (poco más de 2 dólares) y rodeado por parques y jardines sembrados de abedules. Los números cierran, claro: los 8.500 visitantes al año de Altamira 1 crecen a los estimados 550.000 visitantes de Altamira 2 y, después de todo, ¿quién nos asegura que estamos viendo un Rembrandt auténtico en una de las paredes del Rijksmuseum? En cualquier caso, el Rey Juan Carlos I –copia por derecho divino de los reyes que lo precedieron– fue, vio e inauguró la remake de lo que el poeta Rafael Alberti supo definir como “el santuario más hermoso de todo el arte español”.

PASEN Y VEAN
La “neo-cueva” ya ha despertado –como corresponde– discusiones dignas de caverna platoniana. Están los que celebran esta suerte de juego de lo aparente que, al final, difunde cultura y nos pone en nuestro lugar y en nuestra historia. Otros relacionan la entrada a esta cueva con la dantesca entrada al infierno donde se advertía en cuanto al abandono de toda esperanza mientras nos adentramos cada vez más profundamente en tiempos de falsificaciones, virtualidades, genomas multiplicantes. Una cultura de la réplica a la que Umberto Eco se refiere en su libro La estrategia de la ilusión como “Lo Falso Absoluto” inaugurada por Disney para sus parques temáticos y que cada vez está más cerca de las vacaciones sin salir de casa de Arnold Schwarzenegger en El vengador del futuro de Verhoeven & Dick. Llegará y llega un tiempo en que las etiquetas de verdadero y falso habrán perdido toda importancia porque para qué pensar algo nuevo cuando se puede refilmar Psycho fotograma a fotograma y en colores brillantes. Una cosa está clara: todo va camino de convertirse en carne de museo y en hueso de reliquia y llegará el tiempo –luego de varios holocaustos– en que alguien llegará a este paraje de Santillana del Mar y descubrirá nada más que la segunda cueva. Y la considere auténtica, única, perfecta y, sí, inimitable.
Mientras tanto y hasta entonces, una amiga española que estuvo en la Cueva 1 y acaba de llegar de la Cueva 2 me dice: “Sí, sí, está todo muy bien... pero lo que no se dieron cuenta es de que, en realidad, las pinturas son casi lo que menos importa de Altamira. Lo que en verdad impresiona de la cueva verdadera es entrar ahí, por esa puertita de nada, quedarse ahí adentro un rato, en el sitio preciso e irreproducible. Y respirar profundo. Y cerrar los ojos”.

 

 

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