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Casos El misterio del metafísico multimillonario

Pueden llamarme Ammonius

Un ignoto instituto envía a doce filósofos en el mundo anglosajón un manuscrito de sesenta páginas y ofrece doce mil dólares para reseñarlo. El autor es un tal A. M. Monius. Su tema: una metafísica capaz de superar a Spinoza. Unos lo comparan con Descartes, Kant y Schopenhauer. Otros, con Leibniz. Pero nadie sabe quién es el autor. Hasta que el caso cae en manos de James Ryerson, redactor de la revista de filosofía Lingua Franca, y lo sumerge en una trama de pistas falsas, millonarios misteriosos, detectives literarios y miserias del mundo académico.

Por James Ryerson

En junio de 2000, el filósofo Dean Zimmerman abandonó la Universidad de Notre Dame para instalarse con su mujer y sus tres hijos en la Universidad de Syracuse, sólo para presenciar cómo su nueva casa se incendiaba el mismo día de la mudanza. Los Zimmerman perdieron casi todo lo que tenían. La semana posterior al fuego, el filósofo abrió una galleta de la fortuna en un restaurante chino y se encontró con noticias alentadoras: “Se mudará a una casa maravillosa durante este año”. Zimmerman, un metafísico interesado en la resurrección y la eternidad divina, quedó emocionado por la profecía. Cuando regresó al restaurante tres meses después, su segunda galleta fue igualmente promisoria: “Un modo de salvación financiera aparecerá como por arte de magia”. Al día siguiente, Zimmerman recibió una carta del Instituto A.M. Monius. Impresa en papel con membrete y firmada por el director del Instituto, Netzin Steklis, la carta le ofrecía a Zimmerman una “generosa” suma de dinero por reseñar un trabajo de sesenta páginas sobre metafísica titulado Coming to Understanding. La carta explicaba, además, que el Instituto “existe con el principal objetivo de diseminar Coming to Understanding y promover reseñas críticas a fin de mejorarlo”. Por sus servicios filosóficos, el Instituto estaba dispuesto a pagarle la astronómica cifra de doce mil dólares. Zimmerman, por supuesto, aceptó.
Mientras tanto, a tres mil kilómetros de distancia, en el corazón de Inglaterra, el profesor Jonathan Dancy de la Universidad de Reading volvía de unas vacaciones para encontrar que el techo de su casa se había derrumbado. También encontró una carta esperándolo. La misiva del Instituto A. M. Monius le ofrecía lo mismo que a Zimmerman. “Me pareció bastante extraño”, dice Dancy. “Primero pensé que había leído mal y estábamos hablando de mil doscientos dólares. Con eso me alcanzaba para arreglar el techo.”
Zimmerman y Dancy no fueron los dos únicos académicos en recibir esa oferta. En poco tiempo, la lista incluyó a nueve filósofos más: Ermanno Bencivenga (de la Universidad de California); Jan Cover (de la Universidad de Purdue); John Hawthorne y Theodore Sider (de la Universidad de Syracuse); Trenton Merricks (de la Universidad de Virginia); Eugene Mills (de la Virginia Commonwealth University); Gideon Rosen (de Princeton); Michael Scriven (de la Universidad de Claremont); y Ted Warfield (de la Universidad de Notre Dame). La carta del Instituto señalaba que una “cifra muy sustancial” había sido destinada “al resurgimiento de la metafísica tradicional”. ¿Quién podía gastar casi 150 mil dólares en difundir un oscuro texto filosófico? Y de los que podían, ¿a quién le interesaba hacerlo? Nadie tenía ni idea.
El Instituto, por su parte, era enervantemente discreto. Muchos de los filósofos se comunicaron telefónicamente con Steklis, quien se negó a suministrar información acerca del autor del manuscrito, el origen de los fondos o sus superiores (“Hacía misteriosas referencias a la Junta Directiva”, recuerda Zimmerman). Tal como se les indicó, los filósofos bajaron Coming to Understanding del sitio en Internet del Instituto. Después, con un sentimiento colectivo de desconcierto e incredulidad, se sentaron a esperar la llegada de los contratos por correo. Una cosa era segura: el manuscrito, firmado por un tal A. M. Monius, sugería el trabajo de un pensador serio. “No parecía una broma”, dice Zimmerman. “Era claramente el trabajo de un escritor experimentado, una persona inteligente, capaz de cometer algunos errores graves pero exhibir ideas originales.” Theodore Sider quedó gratamente sorprendido: “En rigor de verdad, lo disfruté”. Dancy coincide: “Hay emprendimientos con los que uno no quiere tener nada que ver, pero éste me interesó. Era mucho mejor que la mayoría de los manuscritos que leo para editoriales de primera línea”.
El contrato parecía de lo más profesional. Escrito en una fluida jerga legal, desplegaba una lista de once condiciones, incluyendo una que requería por parte del crítico haber publicado “un artículo (no una mera reseña) en The Journal of Philosophy, The Philosophical Review, Mind, The Monist, Noûs y/o The Review of Metaphysics”. Además, se les ofrecía la opción de escribir “una reseña crítica” o “una testimonial”. Por reseña se entendía “una crítica (tanto favorable como no)” que ofreciera “detalladas sugerencias” sobre cómo mejorar el texto original; debía tener no menos de treinta páginas y alcanzar “los estándares profesionales de este tipo de trabajos”. Por una crítica “testimonial”, en cambio, “que alabara Coming to Understanding y destacara sus méritos e importancia”, el instituto “está dispuesto a pagar cuatrocientos dólares”.
A pesar del evidente profesionalismo, el misterio y anonimato que rodeaba al manuscrito despertaba las sospechas de los filósofos, incluso después de recibir sus contratos firmados. “Era un tanto peligroso, porque no sabía quién era esta gente”, dice Jay Cover. Dancy todavía se mantiene “alerta” respecto del caso, incluso después de haber cobrado. Merricks comparte la ansiedad, asegurando que esperaba que A. M. Monius fuera “George Soros y no el líder de alguna secta”.
Los cheques llegaron puntualmente. Todas las reseñas, excepto la de Rosen, aparecen ahora en el sitio del Instituto. De los once, sólo Warfield eligió escribir una “reseña testimonial”. Merricks incluso recibió un bono de tres mil dólares por su trabajo. Pero la curiosidad con respecto al autor y el instituto sólo creció. “Es el trabajo filosófico más bizarro del que tenga memoria: Oxford paga doscientos dólares por reseñar un libro de seiscientas páginas”, dice Zimmerman. Unos pocos filósofos buscaron en Internet e hicieron un par de llamados, pero no llegaron a nada. Hasta que, a principios de abril, se comunicaron con Lingua Franca y mis superiores me asignaron la historia.
En un punto de mi investigación, la evidencia señalaba tres sospechosos: 1) el filósofo Mark Johnston, de Princeton; 2) la actriz Sigourney Weaver; y 3) una profesora de estudios religiosos de Virginia llamada Anne Monius. Pero ninguno de los tres resultaría ser el autor del manuscrito.
La investigación empezó con la escasísima información que brindaba el Instituto. Primero, busqué en un mapa su dirección en Pennsylvania: justo al final de la ruta interestatal 95. Pedí en Informes los teléfonos correspondientes a esa dirección. Había tres, todos a nombre de un tal Jitendrah Shah. Correspondían a una empresa que vendía computadoras. Pedí por Netzin Steklis y me aseguraron que tenía el número equivocado. Llamé tantas veces que detoné un brote de furia: “¡El número de ellos es 3125809!”. Cuando pregunté cómo sabían ese número, me gritaron: “¡Pregúntele a ellos. Hable conmigo sólo si quiere comprar una computadora!”. Y cortó.
Tras innumerables mensajes en el contestador, estaba claro que no iba a obtener respuesta. A lo mejor, el nombre del Instituto me daba una pista más sólida. La Antigüedad nos legó dos neoplatónicos con el nombre de Ammonius. El hijo de Hermeas que escribió comentarios sobre las obras de Aristóteles, incluyendo sus “Categorías” (cosa que el manuscrito enviado a los filósofos discutía) y Ammonius Saccas, señalado por algunos como el fundador del neoplatonismo, una figura rodeada de misterio, que exigió a sus alumnos mantener en secreto sus enseñanzas. Los dos podían tener que ver con A. M. Monius. Pero no: de los pocos expertos en estos dos neoplatónicos que existen en el mundo, ninguno había oído hablar de alguien, fuera de ellos, apasionado por la materia.
Llegó el turno de rastrear por el lado de Netzin Steklis (“Netzin” es la abreviatura de “Nenetzin”, que significa “muñeca real” en maya). Por teléfono, Netzin parecía apenas una secretaria. La verdad resultó ser mucho más extraña: Netzin Gergald-Steklis era, además de empleada de ese enigmático Instituto metafísico, directora del Centro de Información Científica para la Fundación Internacional Dian Fossey (aquella científica en cuya vida se basó la película Gorilas en la niebla). Netzin tiene 34 años y está casada con Horst Dieter Steklis, un distinguido antropólogo de la Universidad de Rutgers, veintiún años mayor que ella. Viven en Arizona con sus dos hijos, aunque viajan seguido a Ruanda. Dado su excluyente interés por los gorilas, ninguno de los dos calzaba demasiado con el perfil de un misterioso peregrino de las abstracciones especulativas de la metafísica. Aunque tampoco contestaban los llamados. Su único contacto con grandes fortunas era a través de la Fundación Fossey, entre cuyos filántropos encontré a Sigourney Weaver y Larry Ellison, multimillonario gurú tecnológico y mandamás de la Oracle Corp.
Lo único que podía aportar el Instituto era una solicitud de ingreso, en la que resaltaban dos nombres: Joseph H. Hennessy y Marc Sanders. Una búsqueda en Internet me permitió ubicar al primero: era socio de la firma Morgan, Lewis & Bockius, de Filadelfia. Además de su título de abogado, tenía un Master y un Doctorado en Ciencias Políticas de la Universidad de Notre Dame. Como abogado, ganaba una fortuna. No tenía ni mujer ni hijos. ¿Pero serían tan descuidados en el Instituto como para dejar su nombre en un documento tan accesible al público? Lo descarté, por el momento.
Sanders era otra historia. La búsqueda en Internet me dio una lista que recorría el país: más de cincuenta personas con ese nombre, y ninguno con características particulares. Lo único que había descubierto era que “M. Sanders” era un nombre demasiado común. Entonces me dediqué a la lectura de Coming to Understanding en busca de pistas.
En su reseña, Ermanno Bencivegna asegura que Coming to Understanding se asemeja a mojones filosóficos tales como las Meditaciones de Descartes, La crítica a la razón pura de Kant y a El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. Con pocas citas y escasas notas al pie, el manuscrito “da cuenta de la realidad, sus orígenes, sus propósitos y su cohesión”. Como obra metafísica, Coming... empieza donde la ciencia termina. En otras palabras: ¿Por qué existe la realidad? ¿Por qué hay algo en lugar de nada? Coming... aspira a responder esta “antigua e impasible” pregunta. Para hacerlo, ajusta cuentas con sus “tres competidores más familiares”: los teístas, Spinoza y las hipótesis de los múltiples mundos. “Quienquiera que haya escrito esto”, escribió Dancy, “habla con una autoridad que hay que ganarse”. La conclusión final de Coming... delata una dosis considerable de egocentrismo: el significado de la vida es, en efecto, comprender las conclusiones de Coming to Understanding.
Necesitaba refuerzos. Armado del manuscrito y mi lista de sospechosos, me puse en contacto con el renombrado detective literario Donald Foster. Este profesor de Vassar es conocido por haber identificado al periodista Joe Klein como el autor de Colores primarios, aquel roman à clef sobre los Clinton. Pero dada la limitada información de la que disponíamos, Foster apenas pudo descartar a tres de mis sospechosos: Sigourney Weaver, Larry Ellison y Horst Dieter Steklis. Según él, buscábamos a un hombre blanco que había estudiado en Notre Dame. Alguien que –tal como habían afirmado muchos de los filósofos consultados– poseía patrones de pensamiento que no se dan entre los filósofos desde Leibniz.
Develé la identidad de A. M. Monius mucho más rápido de lo que esperaba, y de casualidad. Foster había descubierto que el autor del manuscrito usaba en la página 7 de su manuscrito la palabra kindmates, que no aparece en el Diccionario Oxford. Hasta donde Foster sabía, ese término sólo se había usado en una serie de ensayos publicados a mediados de los 80 por un tal Mark Johnston, del departamento de Filosofía de Princeton.
Johnston no parecía un sospechoso probable: era un profesional de la filosofía. Pero quizás alguien lo había tenido como tutor. Cuando lo llamé, admitió haber usado el término, pero desconocía haber sido el único en usarlo. Quedó descartado. Pero ahora me manejaba con la Conexión Princeton. Steklis finalmente me recibió en su casa de Arizona. Se disculpó por su discreción, y me aseguró que ni ella ni la Fundación Fossey tenían nada que ver. Y que no recibían “dinero del narcotráfico” para ayudar a los gorilas. Algo me hizo descartarla. Llamé a Hennessy, logré traspasar las trincheras de secretarias que lo protegen. Se mostró más preocupado por cualquier información que pudiera extraerle en perjuicio de sus clientes que por trivialidades filosóficas. Así que volví a los muchos “Marc Sanders”, esta vez circunscribiendo mi búsqueda a Princeton y al uso del término “kindmates”. En el número de junio de 1978 de Current Anthropology aparecía un aviso: “El Institutum Philosophiae Naturalis ha sido creado para promover búsquedas teóricas y epistemológicas en las ciencias físicas, naturales y sociales que, por sus métodos inusuales, no encuentran espacio dentro de los confines de una sola disciplina científica o métodos de financiación convencionales”. El consejo de asesores del IPN incluía al físico Freeman Dyson, al paleontólogo Stephen Jay Gould y al historiador de la ciencia Thomas Kuhn. Y debía “su concepción y respaldo financiero a su director ejecutivo, Marc Sanders, un empresario del área de Princeton”.
Así como así había develado el misterio. Incluso si no era el autor de Coming to Understanding, Sanders tenía que haber financiado el proyecto. Lo llamé, le expliqué que estaba escribiendo sobre el Instituto y que ya había hablado con Steklis y Hennessy. Me pidió veinticuatro horas. Al día siguiente, asumiendo que lo había descubierto, me mandó un correo electrónico en el que confesaba ser A. M. Monius. “Ahora que ha descubierto quién es Ammonius –escribía–, considerará que su trabajo es informarlo al mundo.” Sanders había decidido permanecer en el anonimato para que nadie notara su “fracaso para convertirse en un filósofo profesional”. De ser así, los demás filósofos descartarían su trabajo por “el simple hecho de estar concebido por un aficionado”.
Era una carta triste. Me recordó la escena de El mago de Oz en la que el perro Toto tira de la cortina para revelar que el mago es en realidad un personaje minúsculo. Pero atención: si todos los filósofos que reseñaron el trabajo coincidían en reconocer no sólo una mente brillante sino también el trazo de un “aficionado”, ¿por qué habían aceptado el trabajo? ¿Había sido sólo por el dinero?
Le escribí nuevamente con esta hipótesis. Pero su tono ya había cambiado. Me explicó que ya no le interesaba despertar la atención de los académicos y profesionales que leen Lingua Franca. “Llegué a la conclusión de que los filósofos profesionales son una banda de pedantes que protegen su quiosco de cualquier outsider”, escribió. “Ninguno de mis intentos por publicar prosperaron más allá de la primera reunión por no tener presencia en el ámbito académico.” Y concedía que “la mayoría no hubiese reseñado el trabajo de no ser por el dinero”, aunque rescataba a “profesionales como Jan Cover, una persona intelectualmente honesta”. Pero después de esta experiencia, había confirmado sus peores sospechas acerca de la profesión. Y habiendo dicho esto, se negó a proveerme de más información.
Al interrumpir todo contacto, Sanders me dejó con un manojo de interrogantes. ¿Cuál era su conexión con Steklis? ¿Cómo había amasado su fortuna? ¿Cuánta educación filosófica había recibido? ¿Qué tipo de organización había sido el Institutum Philosophiae Naturalis? Podría haber insistido sobre estos temas, pero tenía que entregar la nota y ya me había quedado sin pistas (Steklis y Hennessy se negaron a seguir hablando conmigo, y los dos miembros del Institutum que conocía, Dyson y Gould, nunca respondieron mis preguntas).
O quizá era otra cosa lo que frenaba mi investigación. A lo mejor estaba añorando un enigma, en vez de enfrentar la pedestre realidad que conforman la motivación, la vergüenza y el orgullo. Marc Sanders era un hombre que había intentado participar del debate académico de un modo en que nadie lo había intentado en el mundo actual. Era un erudito independiente que aspiró a ingresar al mundo post-positivista de la metafísica contemporánea con los ornamentos místicos y visionarios de la filosofía pasada, algo que los positivistas habían subestimado hasta la burla. Y estaba tan resentido con sus pares profesionales, que optó por inundarlos de dinero para lograr que superaran sus prejuicios y dieran a su manuscrito la lectura que éste merecía. Quizá, lo que yo debía aceptar era que Sanders conformaba un enigma lo suficientemente interesante. Y que yo lo había arruinado.

Traducción y adaptación: J.I.B.

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