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El último libertino
                Pierre Klossowski (1905-2001)

 

Por Alan Pauls

Seis meses después que su hermano menor, el pintor Balthus, Pierre Klossowski murió en París el domingo pasado, a los 96 años. Traductor, escritor, pintor y ocasional actor de cine, Klossowski tuvo un modesto cuarto de hora de fama entre fines de los años ‘60 y fines de los ‘70, cuando la Escuela Francesa de la Transgresión descubrió su pensamiento, se dejó hechizar por su enigmática figura de artista y envolvió su nombre, hasta entonces casi secreto, con la onda expansiva que lideraba el espectro de Georges Bataille. El pequeño boom Klossowski empezó cuando la facción sado-nietzscheana del ejército estructuralista le exhumó y reeditó un viejo artículo de 1947, “Sade, mi prójimo”, que el zeitgeist de entonces convirtió en un clásico instantáneo, y cuando la editorial Mercure de France publicó Nietzsche y el círculo vicioso, un ensayo complejo que, entre otras muchas osadías, releía la Genealogía de la moral en clave psicosomática y rastreaba la pista de una semiótica de las pasiones en la tortuosa relación que Nietzsche mantenía con su propio organismo. Más tarde, una estrella de la filosofía (Gilles Deleuze) y dos cineastas de vanguardia (Raúl Ruiz, Pierre Zucca) terminaron de arrancar la obra de Klossowski del subsuelo en el que respiraba, sacando a la luz las paradojas de su anacrónica modernidad. Deleuze le dedicó uno de los ensayos finales de la Lógica del sentido, donde ponía en evidencia su pasión por el simulacro y describía su trabajo como la voluntad tenaz de perder “toda identidad personal” y “disolver el yo”. Ruiz y Zucca, por su parte, fueron aun más audaces; adaptándolo al cine, se animaron a hacer visible el extraño mundo de ficción que Klossowski había inventado en su trilogía Las leyes de la hospitalidad (Roberte esta noche, de 1954; La revocación del edicto de Nantes, de 1959; y El apuntador o el Teatro de sociedad, de 1960), cuyos anzuelos más atractivos eran una lógica abstracta y diabólica, como de teólogo pervertido, y un erotismo gélido, decididamente conceptual, donde guantes de seda negra, escotes y fustas eran objetos de deseo tan codiciados como un razonamiento escolástico o una torsión sintáctica inspirada en Cicerón.
Luego todo volvió a la normalidad y Klossowski, acaso aliviado, reanudó su vida de recluso. Después de todo, los que estaban llamados a exhibirse eran sus personajes literarios y pictóricos, no él, que siempre cultivó el perfil bajo de un monje severo, de una erudición inaudita, capaz de renunciar a la figuración para preservar el ardor de una experiencia privada llena de secretos deleites. (Algo de esa austera depravación destellaba en el personaje de avaro que Robert Bresson lo invitó a interpretar en Al azar Baltazar, en 1966; Klossowski aparecía allí en camisón, iluminado por un sol de noche, con cara de pájaro y orejas grandes como pantallas, y poco después sentaba en sus rodillas a la joven y cándida protagonista del film, no se sabe si para repasar sus oraciones o para violarla.) Modelada a imagen y semejanza de Denise, la mujer de Klossowski, el alma de Las leyes de la hospitalidad es Roberte, una burguesa drástica, moralmente intachable, que preside comisiones de censura y al mismo tiempo, empujada por su propio marido, que considera que “sólo alienando ese bien que es su esposa lo convierte en un bien inalienable”, se entrega a una corte de sexópatas formada por fisicoculturistas, enanos ubicuos y hasta su propio sobrino adolescente. Y el alma de sus cuadros, por los que a partir de 1970 renunció para siempre a escribir, son esos muchachitos indecisos, ángeles andróginos o hermafroditas, que miran al espectador con sospechosa perplejidad cada vez que un abrazo sexual finge sorprenderlos.
El secreto y la exhibición –como la dialéctica irónica entre decir y mostrar– forman parte del corazón de la obra de Klossowski, no de su vida, que transcurrió más bien entre próceres literarios (fue hijastro de Rilke y secretario de Gide, que rechazó por obscenas sus ilustraciones para una edición de lujo de Los monederos falsos), entre libros (fuetraductor de Hölderlin, Benjamin, Nietzsche, Wittgenstein, Heidegger, y su versión de La Eneida de Virgilio dejó sin habla a Foucault), entre hábitos religiosos (pasó por todas: convento de benedictinos, noviciado de domínicos, limosnero en un campo de refugiados españoles...), entre amigos (esas veladas de los años ‘50, cuando dramatizaban con Waldberg y Perros las aventuras erótico-teológicas de Roberte mientras Roland Barthes tocaba el piano) y entre lápices de colores (sus cuadros, que alguna vez firmó como “Pierre el torpe”, son ejercicios diáfanos y apastelados que coquetean, pervirtiéndolo, con el realismo más academicista). “Para alegría de mis detractores”, dijo una vez, “retengan esto: no soy un ‘escritor’, ni un ‘pensador’, ni un ‘filósofo’: he sido, soy y seguiré siendo un monómano, alguien que privilegia una y otra vez, incansablemente, una única escena: la escena de un cuerpo que se entrega a la mirada de otro”.

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