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Que se vengan los chicos

Costumbres argentinas El objetivo es claro: que la gente de la puna y la quebrada pueda reunirse para cantar sus coplas y tocar sus instrumentos. Eso sí: no hay premios ni jurados ni cachet ni se llama festival. Orquestado por el charanguista Jaime Torres, el miércoles y viernes que viene se organiza en Ituya (Salta) y Humahuaca (Jujuy) el Tantanakuy Infantil 2001, la versión purrete de esta fiesta que se las arregló para sobrevivir al cólera, a la malaria económica y a la indiferencia que Buenos Aires demuestra por la verdadera música del altiplano.

POR FERNANDO BRENNER

“Yo soy como el gato negro,
que anda de teja en teja.
Hago dormir a las viejas,
y me voy con la pendeja.”

Una copla, una picardía. Es sólo una muestra de la creatividad y de la memoria. El que la ha dicho es un changuito de Coraya. Se llama Rosendo Cruz y tiene la cara iluminada. De felicidad, de saber que lo que ha dicho puede sonar como a un “chiste verde”. De memoria, de felicidad, de creatividad. De eso se tratan estos encuentros que se hacen año tras año en la puna y la quebrada jujeñas. Más allá de circunstancias políticas, devaneos económicos y sufrimientos laborales. Las entrañas y las raíces llaman. Y hay gente para contestar. Y si vienen en envase chico, mucho mejor.
Este Tantanakuy Infantil, debutante del nuevo milenio, ya es mayor de edad, si pensamos que el primero se hizo allá por 1984. Pero como cada niño, nace de un mayor. Y ese adulto es el Tantanakuy. Que traducido del quechua quiere decir “encuentro de uno con todos”, o “de todos con todos”. “Reunión de unos con otros.” “Reencuentro.” El Tantanakuy tiene su historia.
“Congregación mística de agüelos enterrados, que citados en el témporo-espacio de civilizaciones pasadas, se conjugan en remotos y arcaicos sentimientos pachamámicos. Reencuentro de solistas embarrados por manifestaciones, abandonadas en pucarás y antigales, topamiento de cornetas, quejumbrosas, roncadoras, que se aplacan o levantan, temblequeando en terrosas capillas o en tostados misachicos. Tantanakuy, reunión de dioses inkas del antiguo y feliz Tawantinsuyo, enjambre de vírgenes confinadas al dios Inti, tata sol; a mama Quilla, madre luna; bronce enhiesto plasmado en monumento, rostros fieros de indígenas ya muertos. ¡Tantanakuy! Atahualpa, Viracocha, Intri Sumaj, Manco Capaj, sinonimia de Humahuaca. Peña blanca que desgarra lloriqueos de ojotudos, runas viejas, enterradas bajo pircas que ha volteado el viento puna... ¡Tantanakuy! Humahuaca, corazón y orgullo de un folklore que no muere”, escribe Fortunato Ramos en Costumbres, poemas, regionalismos, publicado en Humahuaca, en 1985.


1- Un pequeño charanguista. 2 - Jaime Torres, alma mater del Tantanakuy Infantil.

En uno de sus tantos viajes a la Quebrada, estando en Humahuaca en 1974, Jaime Torres tiene la sensación de que una tradición, una cultura, las costumbres regionales y aborígenes se están perdiendo. En las comparsas de los carnavales no hay jóvenes. Está todo adormecido. Hay que despertarlo, piensa. Al año siguiente, con el apoyo incondicional de su amigo y tocayo, el poeta salteño Jaime Dávalos, Torres pergeñó el producto. Ya había puesto la base de la idea junto a gente del lugar: los Aramayo, los Medrano Rozo. Se juntaban y soñaban con reuniones entre amigos, músicos y paisanos.
“Cuando uno se reúne en una casa, entre amigos, es como que está jugando a cantor, a regalarse una canción, a brindársela. Esta fue un poco la intención inicial del Tantanakuy. Encontrar un lugar donde la gente, los lugareños, tengan donde reunirse, hombres a quienes les entusiasma esta música y poder hacerla allí. Esta cultura, estas músicas estuvieron tapadas durante mucho tiempo, como si se desconociera que existen estos sonidos del altiplano. Ahora, por suerte, esas fronteras están desapareciendo”, dice el tucumano Torres. La idea original era la de reunirse en un gran patio, en las casas con árboles y poder invitar a una gran cantidad de amigos, gente que se conoce en el camino. El sitio elegido fue Humahuaca, más precisamente al pie del Monumento a la Independencia. El mismo que muchos llaman, erróneamente, al Indio. La escalinata es una platea natural. Por muchos años, ése fue el centro y mojón del Tantanakuy. Pero la idea de ampliarlo, hacerlo itinerante fue creciendo.
Mientras se agregaban pueblos (como Tilcara, Mamará, Purmamarca, Volcán, Abra Pampa, Yavi) también se sumaban manos y nombres de la zona. Maestras copleras como las hermanas Ernestina y Candelaria Cari (que hacen de la picardía y la ironía su más distinguida característica), la también docente Beatriz “La Negra” Cabana, Miguel Tito (médico veterinario, intendente de La Quiaca), el periodista, escritor e investigador humahuaqueño Sixto Vázquez Zuleta, poetas como Domingo Zerpa, Leopoldo Abán, Jorge Calvetti. O el tilcareño Germán “Chrurqui” Choquevilca. La pintora y artesana purmamarqueña Barbarita Cruz. Y músicos como el abrapampeano José María “Kolla” Mercado, el purmamarqueño Tomás Lipán, el maimareño Tukuta Gordillo y el humahuaqueño Fortunato Ramos.
El objetivo fue claro. Los changos del norte no debían perder su brújula: que las raíces sigan vivas, que la gente de la puna y la quebrada pueda reunirse y cantar sus coplas, tocar sus instrumentos y organizarse en una fiesta. De eso se trata básicamente este encuentro. Muy distante de los conocidos festivales folklóricos. Nada más alejado en su base y en su deseo. Alguien lo llamó el “antifestival”. Acá nadie compite, nadie cobra cachet. Tanto músicos, invitados y público en general tiene su acceso libre y gratuito. No hay concursos, no hay jurados. Hay, eso sí, actos solidarios. Dónde dormir, dónde comer, apurando un tamal, compartiendo unos vinos.
Pero la idea de un sitio fijo, de un lugar de pertenencia fue creciendo. Y la Agrupación Tantanakuy apuntó a su hogar. En 1994 se inauguró la primera parte de la Casa del Tantanakuy. Sobre una elevación, a unos seiscientos metros del Monumento, se ubica esta casa hecha de piedra, barro y madera. Techo de caña y torta de barro y con pinturas naturales. El adobe –preparado con tierra para el cultivo– está dispuesto con un sistema antisísmico. La casa está diseñada por el arquitecto Jorge Estrada y fue construida por Armando Alvarez. Las puertas y las sillas son de madera de cardón. Cuenta también con un salón-auditorio de 110 metros cuadrados. Trabaja durante el año dirigido por Juan Cruz Torres (hijo de Jaime e integrante de la Banda Wiñaipaj) y Aldana Loiseau (hija del dibujante y humorista Caloi). Y dan talleres de sonido en vivo, danzas folklóricas, corte y confección regional y artesanal, teatro, plástica y taller infantil de cine y expresión.
Completan el complejo un galpón bien grande, con varios dormitorios, una escalinata de cinco gradas, bien ancha, que es la platea. Baños y cocina y un patio circular abierto, donde se hacen los conciertos, bailes y encuentros. Todo protegido por un mástil con dos banderas. La celeste y blanca, obviamente, y la Wipala, la bandera a cuadritos de siete colores, que representa a las naciones collas, el Tawantinsullo.
A principios de los 90, un enemigo público número 1 irrumpió para condenar al Tantanakuy (y otras festividades carnavaleras) al olvido: el cólera. No hubo encuentros de mayores, ni en el 93 ni en el 94. Pero las ganas, el fervor, seguían bullendo adentro. No había manera de quitarle a la gente estas fiestas ancestrales, ese sentimiento entrañable de comunión, música y algarabía. El Tantanakuy retomó en febrero del 95 y recuperando una plaza inolvidable: Purmamarca. Al pie del viejo algarrobo, junto a la iglesia. La respuesta fue contundente. Miles de personas se quedaban hasta bien entrada la madrugada. Recitales, peñas, bailes. En el 96 se comenzó a hacer en la Casa del Tantanakuy. Pero los problemas financieros y los estragos económicos hiceron lo suyo. La recesión obligó a levantar los encuentros de verano. Lo que quedó en pie hasta hoy es el Tantanakuy Infantil que, salvo alguna excepción por elecciones nacionales, se viene realizando en octubre.
La primera reunión de los changos y alumnos se hizo en 1984. “Había más de cuarenta chicos”, recuerda Jaime, “y sólo se hacía en un día, y luego se hicieron en dos o tres días. Era mucho sacrificio llevar a los chicos, recorrer tanta distancia, para que se vuelvan al día siguiente. En definitiva, es una fiesta para ellos”. Y hubo peleas, desencuentros: ¿cuál era el mejor horario para coordinar esta confluencia con los chicos? Hubo propuestas nuevas y se buscaron alternativas. “Nosotros con el Tantanakuy Infantil peleábamos mucho por la hora del comienzo. Primero a las ocho de la noche, luego a las nueve, porque los padres no podían ir a ver a sus hijos. Entonces un día nos reunimos y dijimos: ¿la fiesta para quién es? ¿Es para los padres o es para los chicos? Lo empezamos a la luz del día. Ya van a tener tiempo para la noche. No era posible terminar a las dos de la mañana con todos los chicos dormidos. Changuitos de seis, siete u ocho años.”
La presencia de los maestros era fundamental para que se reunieran entre trescientos y cuatrocientos pibes de las escuelas rurales de la Quebrada de Humahuaca. Y de lugares más alejados aún. Por ejemplo, los que venían de zonas desfavorables, como Susques, a más de 100 kilómetros. O de Caspalá, Coraya, Uquía, Rodero o Cianzo. Eran jornadas de casi un día o un día y medio para llegar a Humahuaca.
Y llegan con su entusiasmo y su timidez. Más de uno se queda mirando el micrófono que está en el escenario, o recita y canta a un costado, y nadie lo escucha. Lo que sí se siente es que tienen la cultura andina bien adentro. Cantan con todas sus fuerzas, recitan coplas de memoria, pero con gracia. Y sus compañeritos festejan de lo lindo. “Cuando llega el carnaval, no almuerzo ni como nada. Me mantengo con las coplas, me duermo con las tonadas”, copleaba con ganas Rafael René Mamaní, un loco bajito de Rodero.
Viajar y recorrer estos lugares son momentos mágicos. Nunca aquel cerro es igual al otro, ni ese cardón se parece al de al lado. Todo cambia. Montañas de colores, cactáceas de diverso tamaño. Una tonalidad con dejos de tristeza cuando está nublado. Una explosión cromática cuando hay sol. Y no es lo mismo el de la mañana que el de la tarde. Por eso nada se repite en estas alturas. Todo parece nuevo, recién creado. Y qué importante es para los chicos (y por qué no para los más grandes) poder mamar de este paisaje, de esta música, de esta cultura. Poder gozar con los sonidos tan propios y primitivos. Que el árbol globalizado no nos tape el bosque primario.
El Kolla Mercado, autor de clásicos como el carnavalito “Soy de la puna”, o los bailecitos “Linda Purmamarqueñita” y “Clavelito tilcareño”, no se cansa de repetir y advertir: “Vivimos un momento, diría yo, muy grave en la cultura. Porque estamos avasallados por una música y un estilo de vida que son totalmente ajenos a nosotros. Es un capital tremendo que maneja a las bocas de propaganda y la propaganda maneja al público. Esto es una especie de lucha, no nos entregamos tan fácilmente. Siempre va a haber alguien que cante una milonga o una zamba. Mientras hay una inmensa cantidad de gente que canta en inglés, nos hacen esquivar nuestra mirada de nuestro propio suelo”.
Este primer Tantanakuy Infantil del Milenio tendrá varias particularidades. Por empezar va a dar comienzo el miércoles 3 en un sitio muy particular: el pueblo de Iruya, que queda al noroeste de Salta, sobre la ladera de la cadena del Zenta. A 3800 metros de altura y a 70 kilómetros de Humahuaca. Claro que es un camino zigzagueante y de ripio. Hay que llegar desde Jujuy por la rutas 9 y 13. Allí mismo, con centro en su iglesia, hace casi cuarenta años el gran documentalista argentino Jorge Prelorán (radicado en los Angeles desde 1976) rodó su corto Iruya, dentro del “Programa de relevamiento cinematográfico de expresiones folklóricas argentinas” impulsado por Augusto Raúl Cortázar y la Universidad de Tucumán.
Dos días después, el encuentro se hará, como corresponde, en la Casa del Tantanakuy, en Humahuaca. Que queda “apenas” a 3000 metros sobre el nivel del mar. Estarán participando junto con los pequeños instrumentistas, el Circo Chico, el grupo de acróbatas y malabaristas conducido por Martín Carella; La Musaranga (Compañía Argentina de Autómatas, o sea marionetas), que van a realizar talleres con juguetes de materiales reciclables; el charanguista Manuel Pérez (un gurrumín que hace cinco años viene compartiendo estas movidas y que hoy cuenta con 13 años), acompañado en guitarra por papá Daniel. Y como invitado especial, Gustavo Cordera, la voz de la Bersuit. Y los infaltables: Ricardo Vilca, el Kolla Mercado, Tukuta Gordillo, las Hermanas Cari, la negra Cabana, el tucumano Tati Lazo (mano derecha de Jaime). Todos bajo la exhaustiva e inquebrantable coordinación de Elba Torres, la blonda mujer de Jaime. Que implora para que no queden sin nombrarse los apoyos institucionales (que los hay, los hay: el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, la Secretaría de Cultura de Jujuy y el Municipio de Iruya. Preparen abrigos y acullicos).
Jaime Torres dixit: “No existe para nadie la vida sin música. Cuando uno dice: bailá, cantá, tomá un instrumento; te contestan: No, yo no tengo las condiciones. ¿Qué es que yo no tengo las condiciones? Es como ir a mear. Cantar, bailar. Es una necesidad”.

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