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Perdonen la tristeza
Fotografía
Era un chico peruano de fines del siglo XIX que
descubrió lo que era una máquina de fotos en la mina donde
trabajaba. Su talento le permitió ingresar al mejor estudio de
Arequipa, donde se retrataba lo más granado de la sociedad blanca
peruana. Pero en 1920 largó todo y se instaló definitivamente
en Cuzco, donde subsistió vendiendo postales de las imágenes
que tomaba. En el siguiente texto, Mario Vargas Llosa presenta a Martín
Chambi, un fotógrafo prácticamente desconocido que durante
cincuenta años desnudó la complejidad social de los
Andes.
Por
MARIO VARGAS LLOSA
El remoto
país en el que Martín Chambi nació ha producido no
más de una media docena de creadores cuyas obras puedan ser admiradas
prescindiendo del patriotismo (que infla los prestigios artísticos
hasta traumatizar por completo las tablas de valores) como productos de
una visión ancha, sin orejeras, de lo humano, que enriquecen la
experiencia universal.
Este maestro de la fotografía es uno de ellos. A diferencia de
otros miembros de ese club tan exclusivo, el Inca Garcilaso de la Vega
o César Vallejo, por ejemplo, cuyas obras se gestaron sobre todo
en el extranjero, en medios más ricos y estimulantes que el propio
para el trabajo literario y artístico, Chambi realizó su
obra monumental (de la que al parecer -pues no está catalogada,
la familia conservaría unos treinta mil negativos) en una provincia
de la sierra peruana supliendo con su esfuerzo, su imaginación
y su destreza con su genio las limitaciones que ello significaba.
Decir que fue un pionero es cierto, pero insuficiente. Pues la obra que
dejó vale como resultado, por su coherencia interna, su originalidad,
su penetración en las entrañas de un mundo y su riqueza
visual, más que por ser una obra fundadora gracias a la cual el
arte de la fotografía de su país adquirió ciudadanía
internacional.
Nacido en 1891, en una aldea del altiplano puneño, en el seno de
una familia campesina, un azar feliz lo llevó a trabajar cuando
era aún niño, a una mina de las alturas de Carabaya, donde
sin duda vio por primera vez (en manos de un empleado de la empresa) una
cámara fotográfica. El encuentro tuvo consecuencias impagables,
para la vida del muchacho y para la historia de la fotografía de
su patria, que hasta entonces había sido sobre todo un oficio,
una técnica, y que con él comenzaría a ser investigación
e inspiración, intuición y ambición, es decir creación,
es decir arte.
En Arequipa, en el estudio del gran fotógrafo local el estudio
Vargas del que salieron retratadas todas las familias de clase media y
alta de la blanca ciudad, hizo Chambi su vela de armas profesional.
Pero su carrera comenzaría a todo fuego en el Cuzco, donde se instaló
a comienzos de 1920 y donde, hasta los años cincuenta, en los que
su actividad se fue apagando (aunque él viviera hasta 1973), desarrollaría
su fecundo talento.
De su codiciosa mirada se puede decir que lo vio todo. De su curiosidad,
que era inagotable y que lo llevó a explorar de pies a cabeza y
de cabo a rabo esa provincia pequeña e intensa cargada de historia
y de drama social, sobre la que disparó incansablemente los fogonazos
de su viejo armatoste, esa cámara de placas con la que hizo verdaderos
prodigios en su estudio, en las calles, los jardines de recreo, los pueblos,
las comunidades nativas, las ferias, los valles, las montañas.
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Es arriesgado
insistir demasiado en el valor testimonial de sus fotos. Ellas lo tienen,
también, pero ellas lo expresan a él tanto como al medio
en que vivió y atestiguan, más aún que sobre lo pintoresco,
lo cruel, lo tierno o lo absurdo de su tiempo y del mundo andino, sobre
la sensibilidad, la malicia y la destreza del modesto artesano que cuando
se ponía detrás de la cámara se volvía un
gigante, una verdadera fuerza inventora, recreadora de la vida.
Sin duda, en sus imágenes Martín Chambi desnudó toda
la complejidad social de los Andes. Ellas nos instalan en el corazón
del feudalismo serrano, en las haciendas de los señores de horca
y cuchilla con sus siervos y sus concubinas, en las procesiones coloniales
de muchedumbres contritas y ebrias y en esas tiznadas chicherías
que otro cuzqueño ilustre de esos años, Uriel García,
llamó las cavernas de la nacionalidad. Todo está
en ellas: los matrimonios, las fiestas y las primeras comuniones de los
pudientes, y las borracheras y miserias de los humildes, y los públicos
actos que unos y otros compartían, los deportes, los paseos, los
bailes, las corridas, las novísimas diversiones y los solemnes
ritos que los campesinos venían repitiendo desde la noche de los
tiempos. De MartínChambi cabe decir que en esos más de treinta
años de labor no dejó un rincón del universo cuzqueño
sin apropiárselo e inmortalizarlo.
Pero a ese mundo que fotografiaba sin descanso también lo transformó.
Le impuso un sello personal, un orden grave, una postura ceremoniosa y
algo irónica, una inmovilidad que tiene de inquietante y de eterno.
Triste y duro, pero también, a veces, cómico, cuando no
patético o trágico, el mundo de Martín Chambi es
siempre bello, un mundo donde aun las formas extremas de desamparo, la
discriminación y el vasallaje han sido humanizadas y dignificadas
por la limpieza de la visión y la elegancia del tratamiento.
Madrastra de sus hijos, escribió del Perú el
Inca Garcilaso. Con Martín Chambi, uno de los más grandes
artistas nacidos en su suelo, lo ha sido. Una madrastra ingrata, olvidadiza,
al extremo de que pocos de sus compatriotas saben quién fue y por
qué se lo debe recordar y admirar. Menos mal que en el resto del
mundo se le va descubriendo y haciendo justicia. No tengo la menor duda
de que un día se le reconocerá como uno de los más
coherentes y profundos creadores que haya dado la fotografía en
este siglo.
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