|
El último maestro
de Petersburgo
Danza
Desde su puesto en la escuela de danza del Kirov, revolucionó
el ballet en el mundo a través de sus dos mejores discípulos:
Rudolf Nureyev y Mijail Baryshnikov. Con Baryshnikov compartió
los sueños de crear un nuevo ideal clásico. Con Nureyev
había compartido hasta su esposa. Conozca la historia de Alexander
Pushkin, el último gran maestro ruso de la danza.
Por
Julie Kavanagh
Cuando
enfrentaba la tormenta de flashes de su primera conferencia de prensa
luego de pedir asilo político en París en 1961, y le preguntaron
si temía por las represalias que podrían sufrir sus padres
y hermanas a manos de las autoridades soviéticas, Rudolf Nureyev
contestó: Más me preocupa mi profesor de danza en
Leningrado. Viví en su casa estos últimos años, es
mi mejor amigo y temo que le adjudiquen responsabilidad en esta determinación.
En efecto, a lo largo de los meses siguientes, Alexander Ivanovich Pushkin,
el profesor más venerado de la Escuela Vaganova del Ballet Kirov,
sería interrogado una y otra vez por la KGB, que lo hacía
responsable de la defección a Occidente de su pupilo favorito.
Tenían sus razones: Pushkin no sólo convirtió en
una estrella a aquel tardío aprendiz con escasa formación
técnica, también lo estimuló decisivamente a desarrollar
su libertad de pensamiento. Nureyev había repetido muchas veces
que, si no le hubieran aprobado el traslado a las clases de Pushkin, habría
abandonado la danza: Todos mis profesores anteriores eran unos implacables
burócratas gogolianos que reprimían cuanto salía
de mí. Mijail Baryshnikov, que se convertiría en el
segundo protegido de Pushkin pocos años después, fue igualmente
enfático a la hora de reconocer la deuda con el maestro: Soy
lo que soy gracias a Alexander Ivanovich. En la introducción
del libro Alexander Pushkin, maestro mayor de la danza, escrito por Gennady
Albert, y publicado en Rusia y en Estados Unidos merced al apoyo de la
Fundación Nureyev, Baryshnikov define esta recuperación
del misterio de rigor y regocijo que fue la escuela de Petersburgo
como un evento fundamental para el mundo del ballet, así
como un homenaje más que merecido a un hombre excepcional.
A
lo largo de treinta años, sus clases matutinas siempre comenzaron
igual en el ático de ventanas ovales de la Escuela Vaganova: con
la meticulosa y atávica pronunciación que compartía
con otro famoso maestro de la danza, George Balanchine, ordenaba gentilmente
una secuencia de ejercicios en la barra que duraba siempre veintidós
minutos, ni uno más ni uno menos. De infaltable camisa y corbata
(su saco quedaba siempre en el respaldo de la única silla del salón,
junto al piano), Pushkin jamás levantaba la voz: sus estudiantes
sabían descubrir si algún movimiento lo disgustaba por el
rubor que coloreaba repentinamente su cuello. Dando la espalda al espejo
de pared a pared, demostraba cómo debía fluir orgánicamente
el movimiento de un paso a otro en las combinaciones más elementales
y en las más líricas. Si bien carecía del fuego sagrado
del danseur noble, Pushkin había ingresado como bailarín
en la compañía del Kirov antes de cumplir los veinte años,
merced a su estilo puro y su fraseo perfectamente coordinado. Pero muy
pronto, a los 25 años, descubrió su verdadero don: comunicar
con extraordinaria simplicidad la lógica interna y la transición
natural de los movimientos que había aprendido de sus mentores,
Vladimir Ponomarev y Agrippina Vaganova (cuyo sistema forma la base del
ballet ruso). Era una gran tradición donde el conocimiento
se transmitía en forma directa de maestro en maestro, explica
Baryshnikov en el libro, pero Alexander no se limitó a repetir
a sus predecesores sino que destiló en sus enseñanzas el
viraje decisivo que iba a producirse en el ballet.
Para sus discípulos más cercanos, las enseñanzas
de Pushkin continuaban fuera del estudio, en el mínimo departamento
cerca de la Escuela Vaganova que ocupaba junto a su esposa Xenia, con
baño y cocina compartida según las normas soviéticas.
La extrovertida y despampanante Xenia era el opuesto de su marido y juntos
conformaban una envidiable escuela de savoir vivre. Los discípulos
de Pushkin eran como hijos para la pareja: allí se los alimentaba,
se les cosían las medias agujereadas y continuaba su educación.
Además de provenir de la intelligentzia de Petersburgo, Xenia era
una cocinera y costurera excelente. Su buen gusto y estilo nos impresionaba
tanto como el trabajo que se tomaba en alimentarnos, vestirnos y educarnos,
escribe Gennady Albert en su libro. Pushkin se enamoró de ella
en 1937, cuando ya había empezado a enseñar aunque aún
bailaba en el Kirov. Xenia tenía diez años menos que él
y asistía a una de sus clases. Como las relaciones entre maestros
y alumnos estaban terminantemente prohibidas se encontraban en secreto
y recién pudieron casarse cuando ella se graduó. Pushkin
logró que Xenia mejorara su técnica e ingresara en el Kirov
pero su altura inusual le impidió progresar como solista. En el
hogar, los roles se revertían: Ella estaba a cargo, era un
motor. Él, en cambio, era la modestia hecha persona, recuerda
Dmitri Filatov. La inalterable parsimonia de su marido exasperaba a veces
a Xenia: solía quejarse de que todos los demás profesores
del Kirov tenían mejores departamentos que el suyo. Y si bien compartía
con su marido la devoción por el ballet, se negaba a que ése
fuera el único tema de conversación en la casa, especialmente
a partir de 1959, cuando se vio forzada a retirarse del cuerpo de baile
según las estrictas normas del Kirov para las bailarinas de su
rango. Pushkin se pasaba el día en la escuela y recién volvía
a casa luego de la función nocturna del teatro y Xenia sentía
un aislamiento letárgico en el minúsculo departamento. Hasta
que un día su marido llevó a casa a uno de sus estudiantes,
que se había lastimado un ligamento bailando y recién salía
del hospital. Pushkin lo había visto tan desolado que le propuso
mudarse con ellos mientras durara su recuperación y Xenia aprobó
con entusiasmo la decisión.
El joven Rudolf Nureyev se convirtió en su proyecto excluyente
a partir de entonces. Mientras Pushkin se encargaba de moldear al bailarín,
Xenia hizo lo propio con el hombre, guiando sus lecturas, llevándolo
al teatro y a conciertos, presentándolo a su círculo de
amigos. El estricto programa que diseñó fue recibido con
beneplácito por el discípulo, quien adoró desde un
principio el don de gentes de su tutora y se depositó en sus manos.
Según Slava Santto, otra de las discípulas que frecuentaba
la casa, Xenia se inventó un cuento de hadas primero y después
se dejó convencer por él. No sólo se enamoró
sino que se obsesionó, completamente y hasta el fin de su vida,
con Rudi. A partir de entonces no tuvo otros intereses. Al borde
de los cuarenta, Xenia conservaba intactas su vivacidad y su belleza.
Acostumbrada como toda bailarina a tener admiradores, siempre había
coqueteado filialmente con los alumnos de su marido que frecuentaban la
casa, razón por la cual la locura romántica que la embargaba
no despertó la menor sospecha de parte de Pushkin. Alexander
siempre volvía agotado del teatro pero se hacía de un poco
de tiempo para charlar con Rudi. En una de esas veladas le confesó
que ya no le hacía el amor a Xenia, cuenta Menia Martínez,
una bailarina cubana becada en el Kirov que también se enamoró
de Nureyev. Rudi estaba en una terrible encrucijada. Adoraba a su
maestro y estaba más que agradecido por haberle dado cobijo, pero
al mismo tiempo era consciente de la pasión que despertaba en Xenia
y le resultaban irresistibles la sofisticación y la seguridad de
su flirteo, ya que a los veinte años seguía siendo virgen.
Si hasta entonces Xenia había sido ecuánime en sus atenciones
a los jóvenes que visitaban su casa, todo aquel que se acercaba
demasiado a Rudi despertaba sus celos, como si fuera de su exclusiva propiedad.
Tenía que saberlo todo y controlarlo todo, no sólo en la
rutina de aprendizaje sino en los más ínfimos detalles de
la vida privada de Nureyev. Mucho más ducha que su marido en las
intrigas internas del Kirov, estimuló a Nureyev a no prestar atención
a los burócratas y ganar confianza en sí mismo. Hasta
entonces Rudi lidiaba con la gente de una manera altamente heterodoxa
para la época: decía todo lo que pensaba. Xenia era mucho
más racional; se encargaba de todos sus conflictos y le enseñó
a serenarse, dice Martínez.
Aunque el romance no era un secreto en el Kirov, nadie lo mencionaba por
respeto a Pushkin, cuya silenciosa dignidad lo había mantenido
siempreajeno a todo escándalo. Todo indicaba que ignoraba el affaire
que tenía lugar en su propia casa. Seguía tratando a Nureyev
como a un hijo y permitiéndole en sus clases que realizara los
ejercicios a su manera. No soy fuerte como ustedes, solía
decir Nureyev como excusa de sus debilidades técnicas. Pushkin
jamás lo corregía; con él empezó a enseñar
a los demás a explorar sus limitaciones y desarrollar sus propias
decisiones, creando lo que Baryshnikov llama bailarines pensantes.
Si bien en ningún momento dio a entender que la carrera de Nureyev
sólo podría florecer en Occidente (Alexander Ivanovich
era muy, muy soviético en su corazón, confirma Santto),
fue indirectamente responsable de la defección de su pupilo. Al
estimularlo a forjar un estilo propio, que complementara el clasicismo
del Kirov con innovaciones occidentales (y así revolucionar el
ballet clásico), Pushkin puso al alcance de la mano de Nureyev
la independencia y la libertad que éste había anhelado siempre.
Tal
como supuso Nureyev, el primer acusado de su defección fue Pushkin.
Según el bailarín Nicolai Kovmir, la KGB se propuso quebrarlo
desde el primer interrogatorio: Fue como si envejeciese diez años
en una semana. El escándalo cambió drásticamente
su vida. La mayoría de sus amigos lo evitaban hasta en la calle
y los padres de sus alumnos les prohibieron pisar de nuevo el departamento.
Durante meses debió trasladarse al Ministerio de Cultura en Moscú
y terminó salvándose de la humillación que más
temía (la prohibición de enseñar) por la influencia
del director de la Escuela Vaganova, que también había sido
pupilo suyo. Pero a cambio se le exigió que condenara públicamente
a Nureyev como traidor a la patria. Según Baryshnikov, antes se
le ordenó que viajara a París a convencer al hijo descarriado
que volviera al redil, pero el frágil corazón de Pushkin
le ahorró el mal trago. Aun así, comentó a las pocas
personas de su confianza que, de haber sabido en el comienzo de aquella
gira lo que iba a ocurrir (cuando, según informes de la KGB, Nureyev
ignoraba las férreas reglas de la compañía en el
exterior, y pasaba todo su tiempo libre con exponentes de la bohemia
parisina), habría estado dispuesto a viajar y convencerlo
de portarse bien. Los miembros del Kirov de esa época
recuerdan que, cada vez que Nureyev daba muestras de volatilidad, Pushkin
lo llevaba a un rincón de la sala de ensayo y le hacía ensayar
un paso especialmente osado para calmarlo: siempre surtía efecto.
Pushkin mostró enorme reticencia, incluso con las pocas personas
que siguieron a su lado, a hablar de Nureyev o de los interrogatorios
a que lo sometió la KGB. Y en las escasas oportunidades en que
el bailarín les hizo saber que llamaría se negó a
atender el teléfono. Xenia, en cambio, no se dejó intimidar,
ni por la KGB ni por la falta de respuesta a los sucesivos telegramas
que le envió a Rudi hasta que supo su paradero, un año después
de la defección. Entonces comenzó a enviarle larguísimas
cartas con noticias domésticas sobre el Kirov y Pushkin (en inglés,
evitando toda mención de nombres propios y enviándolas a:
Mrs. Margot Fonteyn c/o Rudi, Royal Ballet, Covent Garden, London) y hasta
laboriosas transcripciones de coreografías de Petipa para que Rudi
no perdiera sus raíces. Cuando la Fonteyn y otras amigas
de Nureyev bailaban en Leningrado, Xenia se encontraba con ellas clandestinamente,
pero si bien Rudi le enviaba siempre regalos y nunca dejó pasar
las fechas de cumpleaños sin telefonear desde donde estuviera,
jamás contestó a las innumerables cartas de Xenia. Ella
esperó y esperó, pero fue en vano, recuerda Alla Bor.
En
1962, un año después de la partida de Nureyev, Pushkin sufrió
el primero de sus ataques cardíacos. Su convalecencia fue larga
pero sus alumnos se negaron a buscar un reemplazante. Cuando volvió
era casi el mismo, pero quienes lo conocían mejor aseguraban que
mantenía una nueva distancia con todos. Hasta que una compañía
de danza de Latvia llegó aLeningrado de gira y el Kirov solicitó
a Pushkin que audicionara a uno de sus miembros, de quince años.
Cuando volvió a su departamento esa noche, aún perplejo,
le anunció a Xenia que había aceptado un nuevo pupilo personal.
¿Vas a decirme que has encontrado alguien mejor que Rudi?,
preguntó ella con desdén. Completamente distinto,
pero con más talento quizá, murmuró él.
Mijail Baryshnikov era ya por entonces una maquinaria de asombrosas dotes
en la que Pushkin vio la corporización de ese ideal clásico
por el que tanto había luchado. Cada uno de sus movimientos, incluso
en los raptos de más flagrante virtuosismo, era realizado con tal
sublime simpleza que el crítico Clive Barnes, de visita en la escuela
del Kirov poco tiempo después, lo describió como el
bailarín más perfecto que he visto en mi vida. Nureyev
no había tenido el mismo entrenamiento temprano ni el tiempo para
absorber la pureza del Kirov y, por comparación, parecía
tosco. Era fascinante verlo actuar en un escenario, pero el ojo
entendido podía notarle muchos pequeños defectos. Rudolf
nunca fue un genio del movimiento como Misha, siempre debió batallar
con el físico. Misha, en cambio, parecía no tener un cuerpo
sino un Bentley, confiesa la ballerina francesa Ghislaine Thesmar.
La integrante del Kirov Alla Osipenko coincide: Todo lo que hizo
Pushkin con Misha fue ajustar detalles; a Rudi, en cambio, debió
someterlo a un curso intensivo y contra reloj del estilo de Petersburgo.
Logró darle una base asombrosa, pero por entonces Nureyev era casi
un niño, no estaba del todo desarrollado siquiera. Todo aquello
en que se convirtió tuvo lugar en Occidente.
Si bien ambos bailarines fueron hijos adoptivos de Pushkin, Baryshnikov
es su heredero genuino. No su creación, como bien señala
Gennady Albert en su libro, sino su mayor contribución a la evolución
del ballet. Huérfano de madre desde los doce años, y alejado
de su padre cuando éste volvió a casarse al año siguiente
del suicidio de su mujer, Baryshnikov abrazó a los Pushkin tal
como había hecho Nureyev, pero a diferencia de Rudi, que odiaba
la idea de vivir solo, defendía su independencia a brazo partido:
sólo muy de tanto en tanto aceptó pasar alguna semana en
casa de los Pushkin, aunque cenaba con ellos todas las noches. Aterrorizado
de que le rompieran el corazón por segunda vez, Pushkin dedicó
tantos esfuerzos a perfeccionar a su discípulo como a mantenerlo
alejado de influencias perniciosas. Cada vez que aparecía
un extranjero por la escuela, Pushkin enviaba a Baryshnikov a ensayar
en una sala a solas. Acostumbrado desde niño a cuidarse solo, Misha
se rebeló al control de su vida que intentó ejercer Xenia
(si bien también él se dejó educar por ella). A veces
podía pasarse semanas enteras sin dirigirle la palabra, lo que
implicaba abstenerse de ir a cenar al departamento. Eran los peores
momentos, recuerda Alla Bor. Y siempre se resolvían
igual: con una carta de disculpas a Xenia, en general escrita por el propio
Pushkin haciéndose pasar por Misha.
En
marzo de 1970, Baryshnikov se dirigía muy temprano por la mañana
al departamento para desayunar con Pushkin antes de comenzar la jornada
cuando fue interceptado por otro de los profesores del Kirov. La noche
anterior, a pesar de la fuerte lluvia, Pushkin había vuelto del
teatro haciendo su paseo habitual por el puente Fontanka cuando sufrió
un ataque cardíaco que lo desplomó. Filatov sostiene que
murió en ese momento, pero su cuerpo quedó durante horas
bajo la lluvia hasta que alguien reparó en él. Al oír
la noticia, Baryshnikov arremetió con sus puños contra la
puerta de vidrio del departamento y debió asistir al velorio y
al entierro con las manos vendadas. La muerte del maestro trastornó
por completo la existencia del discípulo. Aunque carecía
de toda experiencia, por pedido de Xenia aceptó hacerse cargo de
los pupilos de Pushkin que debían graduarse en unas semanas y dejó
de lado su afán de autonomía instalándose con Alla
Bor en el departamento para que Xenia no estuviera sola. En 1971, durante
una gira del Kirov, Baryshnikov fue a Londres por primera vez y, a pesar
de la vigilancia de los agentes de la KGB que viajaban con la compañía,
logró encontrarse con Nureyev, a quien le confesó la fascinación
que le producía esa oportunidad inédita de medir su estatura
como bailarín con los mejores. Pero aun así le dije
que mi hogar seguía siendo el Kirov y que Xenia esperaba desolada
mi retorno. Nureyev le confesó a su vez que la culpa que
le producía el romance con Xenia había sido uno de los móviles
decisivos que lo llevaron a exiliarse. Para Baryshnikov la situación
era muy diferente: la muerte de Pushkin había limado las asperezas
y él se sentía responsable de Xenia.
En marzo de 1973, Xenia murió de cáncer. Furioso con Alla
Bor y Filatov por haberle ocultado la enfermedad (Xenia los había
hecho jurar que no le dirían una palabra), Baryshnikov se encargó
personalmente de los trámites para enterrarla junto a Pushkin.
La muerte del maestro había sido el comienzo de la decadencia de
la escuela del Kirov y para entonces, Baryshnikov estaba frustrado por
un repertorio repetitivo y sin desafíos. Cada una de las iniciativas
que Pushkin había estimulado en vida ahora eran descartadas por
las autoridades de la compañía y por primera vez empezó
a comtemplar la opción de seguir los pasos de Nureyev. Hacerlo
en vida de Alexander Ivanovich era inconcebible, por la sencilla razón
de que le hubiera destrozado el corazón. Lo sabía yo y lo
sabían todos los que asistieron al calvario que fue para él
la ida de Rudi. En junio de 1974, Baryshnikov dejó su cachorro
Foma al cuidado de Alla Bor y sorprendió a todos aceptando integrar
una troupe de solistas del Bolshoi que harían un programa mediocre
de variedades en Canadá. La noche del 29 de junio, al término
de la función en Toronto, se escabulló por la puerta de
artistas del teatro y solicitó asilo a las autoridades canadienses.
Durante las décadas siguientes, los alumnos de Pushkin que permanecían
en Leningrado conmemoraban la fecha de su muerte con una clase especial
en la cual decoraban el piano de la sala como un altar con flores y fotografías.
Para entonces las exigencias de la escuela para bailarines masculinos
del Kirov habían caído tan bajo que la mayoría de
los alumnos recibió con alivio la noticia de que cerraba la escuela.
Es muy triste, pero lo cierto es que ninguno de ellos era capaz
soportar una disciplina tan ardua, reconoce Serguei Vikulov, un
entrenador del Kirov que tomó clases durante quince años
con Pushkin. Con él hacíamos diez, doce pirouettes
(que Misha solía terminar con un impecable demipointe); hoy, ninguno
es capaz de más de cinco. El orgullo actual del Kirov son
sus ballerinas: ninguno de los integrantes masculinos es capaz de ser
otra cosa que un digno partenaire para la sublime técnica y glamour
de Svetlana Zakharova, Uliana Lopatkina, Diana Vishneva o Veronika Part.
El libro de Gennady Albert es el último legado de esa escuela de
danza que entregó al mundo sus dos bailarines más excelsos
y que Alexander Ivanovich Pushkin encarnó y preservó hasta
el último día de su vida.
arriba
|