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RICERCARE A 6

Hace diez años, para conmemorar el bicentenario de la muerte de Mozart, la televisión holandesa y la BBC coprodujeron una serie de seis homenajes al compositor. Cada uno fue encargado a una pareja distinta, conformada por un compositor y un director de cine. A partir del próximo 1º de noviembre se podrá ver por primera vez en Argentina No Mozart, las tres horas que abarcan desde un juicio por plagio hasta una calavera chillona pasando por los sueños de un oficinista llamado Scipio y un triste Mozart cargando eternamente una gigantesca bola de Mozart.

Por Diego Fischerman

El ricercare es una de las primeras formas musicales que se escribieron especialmente para ser tocadas por instrumentos y que no resultaba de una simple transcripción de piezas vocales. La palabra viene de “ricerca” (búsqueda) y tiene que ver con el principio constructivo de la imitación entre partes musicales; con que los temas se buscan entre las distintas voces. En su Ofrenda Musical, Bach llamó Ricercare a algunas de las elaboraciones hechas sobre una melodía que le había propuesto el rey Federico el Grande de Prusia. El título era, además un acróstico. Cada una de las letras era la inicial de una fórmula que rezaba “Regis Iussu Cantio Et Reliqua Canonica Arte Resoluta” (“El rey propuso el tema y el resto fue resuelto de acuerdo con el arte del canon”). El Ricercare a 6 incluido allí (e instrumentado mucho después por Anton Webern, otorgándole el valor simbólico de música pura entre las músicas puras) tiene una complejidad y una perfección asombrosas y funciona como culminación de la obra.
En otro homenaje, otras búsquedas de un tema elusivo y otras voces (seis, también) trazan un recorrido. Bach, como buen Dios de la música occidental está, por supuesto, en el origen de todo y en todas partes. Su imagen, a veces explícita, a veces sugerida en alguna cita, aparecerá una y otra vez. Pero en este caso el homenajeado es ese autor que jamás se llamó Amadeus y al que Milos Forman enseñó a reconocer por sus carcajadas de imbécil. No Mozart es una serie de seis variaciones alrededor de un autor que no está, de una música que cuando aparece lo hace transformada y enmascarada y de una leyenda que ha desaparecido hace tiempo. El pretexto fue el bicentenario de la muerte de Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart. La televisión holandesa y la BBC de Londres coprodujeron seis episodios de media hora de duración planteados como homenajes elípticos. La idea fue de Annette Morreau, productora del ciclo junto a Elizabeth Queenan. Y cada uno de los homenajes en los que no estaría Mozart (o nunca de forma directa, en todo caso) fue encargado a una dupla distinta, conformada por un compositor y un director de cine. Diez años después, la serie llega por primera vez a la Argentina. Durante seis jueves consecutivos, a partir del 1º de noviembre a las 20, Films & Arts emitirá las variaciones sobre un tema dado del compositor holandés Louis Andriessen y Peter Greenaway (M for Man, Music, Mozart), de Michael Nyman y Jeremy Newson (Letters, Riddles and Writs), Heinz Karl Gruber y Barrie Gavin (Bring the Head of Amadeus), Mischa Mengelberg y Anthony Garner (WAM Ltd.), Judith Weir (que adaptó la ópera Il Sogno di Scipione, escrita por Mozart a los 14 años) y Margaret Williams (Scipio’s Dream) y de Mattias Ruegg y la Vienna Art Orchestra (uno de los principales grupos europeos de jazz en la actualidad) filmados por Ernst Grandits (A Jazz Fantasy on Mozart Themes).

La naturaleza de las cosas
Un homenaje dice siempre tanto del homenajeado como del homenajeante. Podría decirse que ésta es la palabra con la que el posmodernismo denomina el plagio, o, sencillamente, que el homenaje a alguna clase de pasado es el último recurso del marketing para intentar vender el arte del presente. Pero, más allá de estas consideraciones, lo que es seguro es que quien elige el homenaje como forma elige, en realidad, su propia lectura de ese objeto ausente. Y, lo que es mejor, la forma en que siente que ese objeto, de alguna manera, lo homenajea a él, legitimándolo como parte de una determinada tradición. Las operaciones de Borges, en ese sentido, fueron siempre cristalinas. Para él, recordar a Stevenson o a Lovecraft no era otra cosa que señalar hasta dónde Stevenson y Lovecraft lo señalaban a él.
Los últimos tiempos han visto recrudecer los homenajes. Cada vez que un músico popular no sabe bien qué hacer para cumplir con su disco anual fijado por contrato, homenajea a alguien. Entre quienes recibieron estos honores ha habido, por supuesto, destinatarios inverosímiles. Y, también, muchas de las honras fueron absolutamente inútiles. Es decir: los homenajes no agregaron nada a lo ya sabido. ¿Para qué escuchar a un músico mediocre tocando canciones de Jobim –uno de los que más homenajes sufrió antes y después de su muerte– si el disco permite escuchar una y otra vez al propio Jobim? Entre las pilas de recordatorios superfluos, los aniversarios redondos ocuparon (lo siguen haciendo) un lugar preferencial. Y los doscientos años de la muerte de Mozart eran un número cantado. En 1991 hubo de todo, empezando por la primera edición discográfica con toda la obra compuesta por un solo autor con la que se atrevió el mercado. La única ventaja fue que este autor ya tenía toda una red de merchandising montada alrededor. Incluso, una ciudad entera que vive de mostrar el café donde Mozart jugaba al billar y de vender esas empalagosas esferas de mazapán y chocolate hechas según la misma receta que a fines del siglo XVIII volvía loco al compositor y a las que, sin la menor sutileza, se llama “Bolas de Mozart”. Una ciudad llamada Salzburgo, en la que también nacieron Herbert von Karajan (que la amó) y Thomas Bernhardt (que la odió) y en la que la influencia cultural de la cercana Italia fue decisiva para el joven Mozart.

El malentendido
La música de alguien a quien se conoce por un nombre que nunca le perteneció y que jamás usó nunca puede ser lineal. La apariencia cristalina, de divertimento fluido y accesible, suele ser, en el caso de la obra de Mozart, una trampa para incautos. Nada es como podría esperarse que fuera. La frase llena de lirismo de una campesina enamorada frecuentemente desemboca en disonancias sorpresivas. Un minuet de aérea elegancia se quiebra en acentos rústicos. Una serenata nocturna deriva con facilidad desde la serenata hacia lo nocturno. Entre los personajes de sus óperas, los buenos nunca son buenos y los malos jamás lo son del todo.
Bautizado con largos nombres de pretendida latinidad (lograda por su padre a costa de colocar “us” al final de tres de ellos) Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus pasó a la historia, sin que se sepa por qué, como Amadeus. Apenas hay testimonio de que solía burlarse de la idea del padre (“debería también haberme puesto Mozartus”, cuentan que decía) y de que una vez, en chiste, firmó una carta como “Amadé”, creyendo que así afrancesaba su nombre. Cuándo empezó lo de “Amadeus” es un misterio. Se conoce, en cambio, el origen de la mayoría de las falsedades acerca de Mozart que actualmente circulan como ciertas. En el principio hubo una obra de teatro pero, como a Peter Shaffer lo conocen pocos y lo recuerdan menos, mejor empezar por Milos Forman y su escatológico hombrecito con peluca, entre otras cosas porque el folklore acuñado por su versión de la vida de Mozart figura como sustrato de los seis ensayos incluidos en No Mozart.
Mozart no escribía sin corregir ni, mucho menos, gritaba enloquecido nombrando notas e instrumentos musicales. Mozart no fue rival de Salieri. Mozart, hay que suponer, no se reía como Tom Hulce. Mozart admiraba a Bach, sufría bastante por lo que él consideraba la estupidez ajena (es decir que no valoraran suficientemente sus obras), tuvo problemas con casi todos sus contratantes y, además, una ópera le costó el odio de uno de los públicos más importantes de la época, el de Viena. La capital del antiguo imperio austrohúngaro gusta de considerar a Mozart uno de los suyos (ya desde el mote de “clasicismo vienés” que se enrostra a su estilo y el de Franz-Joseph Haydn) pero lo cierto es que después de Las Bodas de Fígaro, en donde el plebeyo tiene el mal gusto de dejar en ridículo al noble, nunca pudo volver a estrenar nada en esa ciudad. El paralelo entre el sirviente del conde Walsegg, que es quien en realidad encarga el Requiem (que terminó Franz Xavier Süssmayr, uno de sus discípulos) y el convidadode piedra de Don Giovanni, es, obviamente, falso. Tanto, por lo menos, como las corridas alrededor de la mesa.

Escrito en el cuerpo
En su versión del mito Mozart, Geenaway lo convierte en Prometeo. Letras sobre la pantalla, letras en el cuerpo, la firma del compositor y el propio logo de la serie No Mozart se superponen al listado de las letras del alfabeto y de algunas palabras de las que son iniciales. La imagen es la de una cocina donde distintas personas desnudas (¿los dioses?) se afanan con un cuerpo, lo empolvan con harina, lo manipulan. Cuando se arriba a la “M”, un texto asegura que “habiendo llegado a la letra central del alfabeto, Dios creyó conveniente crear al hombre (“man”, en el original)”. La música de Andriessen –el compositor de la ópera Rosa, en donde se contaba la muerte de un compositor uruguayo llamado Juan Manuel de Rosa– navega por su típico repetitivismo con ritmo de boogiewoogie, un estilo sumamente afín con el barroquismo de diseñador gráfico de Greenaway. Un rectángulo dentro de otro rectángulo en la pantalla. Letras y más letras y un bailarín y coreógrafo, Ben Craft, que da cuerpo al nuevo hombre. Cofundador de la compañía Small Axe, Craft fue ganador de la Competencia Coreográfica de Groningen, Holanda, con un trabajo en colaboración con el diseñador de efectos lumínicos Michael Hulls y el cellista Tony Hinnigan. Aquí, sus evoluciones acompañan un desarrollo cuyas estaciones son las que marcan las frases “M de hombre (man), de movimiento. Habiendo creado al hombre, Dios creyó conveniente crear la música” y “Habiendo creado la música, Dios creyó conveniente crear a Mozart”. Los sonidos ambientes (golpes de manos en los cuerpos, los trabajos sobre la mesa en que se construye al hombre) ocasionalmente invaden la música de Andriessen. También, al revés, esa orquesta heterogénea, más parecida a una banda de jazz (clarinete, flauta, trompeta, algunas cuerdas) que a un grupo de cámara clásico, en ocasiones deja entrar a la narración y se aproxima, con los instrumentos de viento, al vagido de un recién nacido. Greenaway, como en otras de sus obras, se fascina con el cuerpo pero en su fascinación hay más azoramiento y distancia que calidez. El cuerpo de Mozart –el del hombre– no es reconocido, en todo caso, como propio.

El nombre de los padres
En un jardín de ruinas vagamente griegas dos bustos hablan. ¿En qué año estamos?, pregunta uno. El otro contesta: “1991”. Se ven los nombres: Ludwig van Beethoven, Franz-Joseph Haydn. “¿No es un aniversario?”, inquiere el primero. “Siempre es un aniversario”, se burla el otro. “Digo un aniversario importante”, le contesta Beethoven.
Las dos figuras, como un coro, organizan el relato. Conversan sobre la supuesta pobreza de Mozart (“Ganó mucho dinero, pero se lo gastó todo”) mientras Mozart canta con el texto de una de sus cartas, en las que se limita a enumerar sus gastos. Mozart es Ute Lemper. Y su padre, que discute con él (con ella), se aparece con la imagen de Sarastro y escucha impertérrito la frase “quiero casarme pero estás horrorizado con la idea”, es el notable bajo David Thomas (que cantó varios papeles mozartianos con la dirección de Christopher Hogwood). La música de Nyman, lejos del minimalismo un tanto anodino que cultivaba en sus años con Greenaway (sobre todo en Prospero’s Book) propone una auténtica reescritura del estilo mozartiano, tomando sus gestos (una interválica amplia y florida en lo melódico, abundantes síncopas, escritura de escenas concertantes, donde distintos personajes cantan simultáneamente cosas distintas) e integrándolos a un vocabulario totalmente ajeno a la cita textual. Precisamente alrededor de esta cuestión se articula la desopilante conclusión del episodio. Haydn acusa a Nyman de plagio, aprovechándose, dice, de que en la época de Mozart no había derechos de autor. El defensor es Beethoven quien recurre en su alegato a un texto en el que se habla delas ventajas de la paráfrasis en la composición. “¿Y quién es, señores, el autor de este texto que demuestra que la música de Nyman es una auténtica creación y no un plagio?”, pregunta Beethoven parafraseando, él también, a Charles Laughton en Testigo de cargo. “El autor de este texto es”, revela, concluyente, “el propio señor Haydn”.

Una calavera llamada Amadeus
El compositor, director y contrabajista Heinz Karl Gruber cantó, de pequeño, con los ilustres Niños Cantores de Viena. Tal vez sea de ahí de donde provenga su gusto por el terror bizarro. Su obra más famosa, elogiada entre otros por Sir Simon Rattle (director en ese entonces de la Sinfónica de Birmingham y actualmente designado titular de la Filarmónica de Berlín) es Frankenstein. Y aquí, rondando los acordes iniciales de la Obertura de Don Giovanni y de la Kleine Nachtmusik, construye una especie de música de circo, con bastante de cabaret à la Weimar y de opereta de Kurt Weill para acompañar las andanzas de una calavera a la que se le encienden dos farolitos en los ojos cuando se ríe, por supuesto, con la famosa risa de Amadeus. La calavera es secuestrada, devuelta y finalmente homenajeada por la ciudad de Viena. Una larga caravana la lleva en una carroza sobre un cojín de terciopelo rojo. Parece, más bien, un funeral de Nueva Orleans, con su marcha de trompetistas, saxofonistas y trombonistas bailoteando mientras tocan. Que lo que suene sea una suerte de música klezmer desarmada y cayéndose en pedazos es apenas un detalle. La calavera ríe una vez más. “Los burgueses de Viena se cagaron en mí”, dice con su intolerable vocecita marca Forman, “y ahora yo me cago en ellos”. Y se va. La calavera, saltando sobre el asfalto, se pierde nuevamente.

Un magnate llamado Mozart
El señor que se despierta junto a una prostituta a la que le roba la mozartiana peluca rubia (“devuélvemela, que sin ella me siento desnuda”, dirá ella, efectivamente desnuda) es un millonario (“no me he casado, soy magnate”, explicará en algún momento) que suele aportar dinero para grupos musicales, creadores y galerías de arte. Él también compone, o más bien, imagina sonidos, pero como reflexiona frente al profesor Arnold Schumann, tío de su asistente, Clara, “quién podría prestarle atención a un compositor llamado Wolfgang Amadeus Mozart”. “Es cierto, es un nombre extraño”, dice, casi para sí, el enigmático profesor Schumann que, curiosamente, se parece de manera notable a Schönberg. Unos gansos, un niño con una armónica que remite al Variété que Mauricio Kagel compuso en 1976, una mujer de negro en una bicicleta, el sonido de vidrios rompiéndose y la excelente música de Mischa Mengelberg (en el grupo tocan varias primeras figuras, como Han Bennink, el clarinetista Michael Moore y el cellista Ernst Rejseger –los dos últimos integran el genial Clusone Trio–) bordean lo onírico. Mozart se enamora de Clara, le pide que participe en una exposición montada por un amigo acerca de la mierda. “La mierda hermana a los hombres, ¿no cree?”. Ella responde con otra pregunta: “¿Usted es un perverso?”. “No, bueno... sí”, dice él y ella sonríe. En el final, el niño pregunta la fecha y deja su armónica sobre la almohada que está junto a la cabeza de Mozart.

Cuentos de la oficina
Scipione, el guerrero, es asediado por la Constancia y por la Fortuna. Con un recurso heredado de las viejas pastorales renacentistas, ambas semidiosas tratan de convencer al mortal sobre las ventajas de cada una. El texto primario es el de esa ópera compuesta por Mozart a los 14 años. Pero la adaptación musical de la escocesa Judith Weir (una discípula de John Tavener) y la puesta de Margaret Williams transita otra cuerda. En el primer acorde arpegiado del primer recitativo lo que se escucha es un clave que se convierte en un teclado eléctrico. Lo que se ve es la mano sobre el teclado de una computadora. La imagen,mientras suena la obertura (dirigida por Andrew Parrott, uno de los máximos especialistas en la música clásica y preclásica interpretada de acuerdo con parámetros historicistas) es la de una oficina en los segundos previos al comienzo de la jornada laboral. Muñecas que ponen, al unísono, los relojes frente a los ojos, una lima de uñas, los dedos recorriendo las resmas de papel para airearlas, una mujer que se pinta los labios. Scipione, aquí el oficinista Scipio, es literalmente tomado por dos de sus compañeras de trabajo, convertidas en la hedonista Fortuna y en la previsora Constancia. Una le muestra Londres desde el cielo, lo lleva, como Superman, volando y fantaseando con placeres y, claro, riquezas. La otra lo lleva en taxi (aunque se trate de un taxi volador) a conocer a los dioses (unos fisicoculturistas que le aseguran que su nombre ya era conocido allí y que no hacían otra cosa que esperarlo). Scipio no resistirá la tensión y se arrojará al cielo, para despertar en el sillón de su cubículo, dentro de la oficina. Sus compañeras, dirigiéndose a cámara, cantarán que “esta historia no habla de Scipio, queridos espectadores, sino de ustedes, que más de una vez han tenido que tomar decisiones difíciles y que, seguramente teniendo cosas mucho mejores que hacer, han usado veinte minutos en escucharnos a nosotros”. Telón.

La variación final
Las tomas de la magnífica Vienna Art Orchestra, mientras improvisa sobre temas de Mozart suficientemente ocultos, se alternan con escenas en que una niña japonesa, un jugador de golf fracasado, un billarista y una mezcla entre Mozart y Sísifo deben vérselas con las célebres “bolas de Mozart”. Las golosinas tienen, en su envoltorio, un retrato circular del compositor. En la película, esta imagen cambia. A veces es la de Mozart. Y a veces es Béla Bartók, Charlie Parker, Antonio Salieri (la bola negra del billar, por supuesto), Madonna, Richard Clayderman, Cher, Von Karajan, la silueta de la cara de Mozart atravesada por el signo $, Arnold Schönberg, Alban Berg y Anton Webern. Un camioncito de juguete, con la leyenda “Mozart Inc.”, atraviesa la pantalla. La big band juega en contrapunto con la armónica de cristal (las copas con distintas cantidades de agua frotadas en el borde) que fascinó al compositor. Corin Curschellas hace un scat deslumbrante sobre la batería de Sylvia Cuenca y el saxo alto de Co Streiff. Sobre el final, luego de un solo de flauta acompañado por la banda en pleno golpeando sus cuerpos y chocando sus palmas, Mozart sube una bola de Mozart gigante por el camino que va hasta la fortaleza (los nativos de Salzburgo se jactan de que no fue nunca tomada pero se olvidan de decir que siempre se rendían antes). La vista de las infinitas cúpulas de estilo otomano, y de los techos de la ciudad abajo del camino, es perfecta. La bola es cada vez más pesada. Mozart retrocede. Trata de sostenerla, ya abandonado todo intento de subirla. La bola rueda sobre él y lo aplasta. Viene, gigantesca, hacia la cámara.

 

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