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Por una miserable batería

POR KENZABURO OÉ

A principios del verano de 1949, cuatro años después de la derrota japonesa en la guerra, mi profesor y yo atravesamos temerosamente el portón de la base norteamericana en nuestra isla de Shikoku. Yo tenía catorce años y acababa de ganar un concurso intercolegial de ensayo auspiciado por la Ocupación Americana y unos burócratas del Ministerio de Cultura japonés. Era un día de debuts para mí: en la cantina G.I. comí una hamburguesa servida entre dos tapas redondas de pan; un norteamericano que debía ser oficial elogió mi ensayo; y recibí como premio dos baterías en desuso del ejército americano.
Durante los años posteriores a la guerra, nuestros maestros insistían en preguntarnos por qué creíamos que Japón había sido derrotado. Por supuesto, había una sola respuesta correcta a esa pregunta: porque no éramos lo suficientemente científicos. Estos eran los mismos maestros cuya pregunta, hasta hacía poco, había sido: “¿Qué deberíamos hacer si su majestad el Emperador nos ordena morir?”. La respuesta correcta para ésa era: moriríamos. Cometeríamos hara-kiri y moriríamos.
Yo despreciaba esta invariable letanía, y cuando se nos pidió, para el intercolegial de ensayo, escribir sobre el tema “¿Cómo podría sernos útil la ciencia?”, me rebelé. “La ciencia nos permitirá ganar la próxima guerra”, contesté. Me mandaron a llamar de sala de profesores. Los ensayos escritos por los alumnos debían ser presentados ante un jurado de la Prefectura, me dijeron. ¿Qué pasaría si los norteamericanos en la comisión hubiesen visto mi ensayo? Eran indecibles los castigos que recaerían sobre todos, empezando por el director. Me ordenaron que reescribiera el trabajo. En la nueva versión, la ciencia serviría para construir juguetes, no armas, y contribuiría así a la felicidad de todos los chicos del mundo.
Las baterías que gané fueron dispuestas en el laboratorio del colegio, y ahí quedaron sin que nadie las tocara. Hasta el apagón. El 16 de agosto, un día después del aniversario de la derrota, un atleta japonés se destacó en una competencia de natación en Los Angeles. Era la primera vez desde la guerra que un japonés competía contra los norteamericanos y les ganaba. Las carreras del segundo día también iban a ser transmitidas por televisión, pero había estado lloviendo desde la noche anterior y la luz se cortó en todo el valle. El director le preguntó al profesor de ciencia si podía hacer andar esas dos baterías militares. Bajo la mirada de todo el colegio, el profesor las conectó y la radio explotó.
Pero esta experiencia sirvió de inspiración a uno de mis compañeros, un verdadero apasionado de la ciencia. Respaldado por sus secuaces, conectó las baterías a cuanto enchufe y aparato encontró. Y continuó sus investigaciones hasta entrada la noche, cuando finalmente se las ingenió para prender fuego el laboratorio.
Castigado por el director, mi amigo huyó de la casa y murió ahogado en las aguas del río que corre valle abajo. Cuando las autoridades del colegio aparecieron en su funeral, su madre los enfrentó. “¡Por una miserable batería!”, les gritó. ¿Merecía su hijo morir por jugar con una batería? Su amargura me atravesó. Había sido yo, después de todo, quien había llevado las baterías al colegio.
La madre de mi amigo parecía haber enloquecido. Durante un tiempo, se paró en la calle principal del pueblo contando a los gritos sus planes para desenterrar las armas de caza que los hombres habían enterrado en el bosque al final de la guerra para repartirlas en el colegio y la estación de policía. Hasta que un día no apareció, y nunca más la volvimos a ver.
Si este incidente revela algo, es la extraña intransigencia de nuestra cultura en su encuentro con otra (la americana, encarnada en dos baterías militares). Ese grito entre tierno y cómico (“¡Por una miserable batería!”) ha sonado en el fondo de mi mente más de una vez desde que fue pronunciado. He oído su eco durante el rápido ascenso de Japón hacia la opulencia, y lo escucho ahora, en los duros tiempos económicos que caen sobre nosotros.

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