Galería
presenta
Te digo más... y otros cuentos
Fontanarrosa
Vuelven
los cuentos de Roberto Fontanarrosa. ¿Hace falta presentarlo?
Si la respuesta fuera sí, bueno, entonces es
el creador de Inodoro Pereyra, de Boogie el aceitoso,
de montones de los mejores chistes, personajes y cuentos que el
humor gráfico argentino no supo conseguir. Es el que dijo
que en la división internacional de trabajo, a la Argentina
le tocó la tarea de hacer reír, y es quien el
sábado presentará (acompañado por Quino, Caloi,
Maitena y Rep, todos coordinados por Daniel Divinsky) a las 21,
en la Feria del Libro, Sala José Hernández, este nuevo
volumen, publicado por Ediciones de la Flor del que publicamos un
cuento.
También serán presentados en la oportunidad Inodoro
Pereyra 25 y Clemente 2, y será anunciada
una maxiantología de trabajos de Quino.
Historias contadas por los mandinga
La historia
la cuenta Nyo Omoro, brujo de los mandinga. Y vale la pena escucharla,
aunque los bambara, tribu vecina de los mandinga, digan que no se
puede creer nada de lo que cuentan los mandinga. Posiblemente hay
algo de envidia en el comentario de los bambara, porque sus vecinos
han sido siempre más adelantados.
Nyo Omoro, por ejemplo, nunca hubiese podido llegar a brujo de haber
nacido en el valle del río Songay, donde habitan los bambara,
porque entre los bambara aquel que nace para guerrero será
guerrero y aquel que nace para cazador será cazador. En cambio,
entre los mandinga, alguien hijo de cazadores, como Nyo Omoro, con
el tiempo puede llegar a ser brujo, si se lo propone y tiene condiciones.
La sociedad mandinga es mucho más flexible, en una palabra.
Y Nyo Omoro cuenta que él fue acompañante y porteador
del célebre explorador británico Paul Doubleday, el
descubridor de las cataratas de Futa Djalon y amigo personal de
un hijo de David Livingstone, aquel que se perdiera en la selva.
La historia tiene algo de fantástico, pero no hay que olvidarse
de que es narrada por un brujo mandinga.
Al parecer, un día del año 1932, Paul Doubleday llegó
hasta la tribu mandinga de las orillas del gran río Congo
a visitar a su amigo el cacique GleGlé. Doubleday tenía
toda la intención de alcanzar las estribaciones de las montañas
Sarakollé, que se veían en el horizonte, muy verdes,
con sus picos cubiertos de nieve. Alguien le había comentado
que allí podían contemplarse, y oírse, unas
imponentes cataratas a las cuales los indios llamaban Aguas
que hablan.
Recordemos que Doubleday era experto en descubrir cataratas. El
cacique GleGlé alentó a Doubleday contándole
que, en la aldea mandinga, por las noches, cuando todo era silencio,
cuando los leones no rugían, solía escucharse el murmullo
de aquellos saltos formidables llegando desde allá lejos.
Doubleday invitó a GleGlé a acompañarlo,
pero GleGlé se negó, ya que poco le importaba
todo lo que ocurriera fuera de su aldea.
Sin embargo, GleGlé puso a disposición del explorador
inglés al pequeño Nyo Omoro, un aborigen despierto,
hijo de cazadores, que podría servirle de guía y compañero.
Doubleday había descartado para esa nueva expedición
a los hombres que lo acompañaran hasta la aldea de los mandinga,
pues todos ellos estaban muy cansados y, algunos, ebrios de tanto
beber un aguardiente hecho con leche de cabra que elaboran clandestinamente
los mandinga.
Se sabía, por otra parte, que pocos nativos podían
soportar el ritmo de caminata de Doubleday a quien, dada su inagotable
curiosidad, llamaban Paul, el Inquieto.
Doubleday explicaba su enjundia y dinamismo con estas simples palabras:
Soy un explorador.
Por otra parte, Doubleday, amaba las planicies de Tanganica en esa
época del año. Recién terminaba el período
de sequía y los cadáveres de cientosde animales cubrían
la tierra que comenzaba a reverdecer. Había en el aire un
olor intenso a putrefacción, ennegrecían el cielo
los buitres y caribúes, bramaban las fieras salvajes y todo
esto, sostenía Doubleday, le hacía recordar mucho
a su casa natal en el lejano condado de Chisholms, en Escocia.
Lo cierto es que Doubleday partió una mañana rumbo
a las cataratas de las Aguas que hablan, sólo
acompañado por el joven Nyo Omoro, que por ese entonces era
un adolescente que ni soñaba en llegar a ser con el tiempo
brujo de la tribu.
Apenas tres jornadas les demandó llegar a las grandes cascadas.
Allí, con algo de sorpresa, los recibieron los fieros guerreros
de la tribu tutsi, quienes, no obstante, fueron cordiales con ellos
y se mostraron cautivados por los ojos celestes del explorador y
por sus retorcidos bigotes amarillos.
Doubleday contempló por un rato las cataratas, pero no le
impresionaron demasiado. Hablan, sí, por cierto anotó
en su diario, pero su conversación es pobre. Dicen
sentirse abatidas, decaídas, como precipitándose en
un abismo. Afirman estar cansadas de dar tanto y no recibir nada
a cambio. Son quejosas, en suma. A ningún viajero le gusta
llegar desde tan lejos y que le arrojen encima semejante carga negativa
y pesimista. Tan grande fue el fastidio de Doubleday que al
día siguiente ya emprendía el camino de regreso hacia
la tribu mandinga.
Cuenta Nyo Omoro que, tras una corta marcha por la sabana, comenzaron
a escuchar el ronco bramido de un león.
Pero no era el bramido bravo del león en el momento de la
cacería, o al marcar su territorio, o al elevar su reclamo
en la época de celo. No. Era un opaco y lastimero bramido
del más puro dolor. Pese al lógico miedo que cualquier
explorador experimenta hacia los leones, Doubleday sintió
el aguijón de la curiosidad. Y pese a la oposición
de Nyo Omoro, quien le rogó continuar la marcha hacia la
aldea de GleGlé, decidió averiguar el origen
y motivo de ese bramido.
Tras zigzagueante caminata, en menos de una hora, semioculto entre
unos pastizales, hallaron al león. Estaba tirado cuan largo
era, exhausto por el calor y una de sus patas delanteras se veía
atravesada por una espina de casi 20 centímetros de largo.
El león sabía, con la certeza del instinto, que, impedido
de caminar, su fin estaba cerca.
Doubleday no dudó. Con decisión y valentía,
tomó la garra del animal y de un enérgico tirón
le quitó la espina; fue entonces cuando el león, incorporándose
a medias, dijo: Has salvado mi vida y deseo complacerte. Dime
en qué puede servirte.
Al parecer, Doubleday se mostró sorprendido por la propuesta.
Había viajado realmente mucho por el mundo, había
visto las sirenas negras en el nacimiento del Orinoco, había
conocido las extrañas costumbres de los ornitorrincos en
las tabernas de Sydney, había cultivado la amistad de un
narval en la Costa de Marfil, pero nunca un león le había
hablado de esa forma. El animal percibió su vacilación.
Soy el Rey de la Selva insistió. Y, de
no mediar tu noble intervención, esa espina, en poco tiempo
más, hubiese infectado mi pata y todo mi cuerpo. Hubiese
muerto en mi plenitud. ¿Qué puedo hacer por ti?
Doubleday se retorció el bigote, pensativo.
No es mi costumbre pedir favores sonrió, arrogante.
No lo tomes como un favor, sino como una retribución
dijo el león. Me ofendería si no puedo
complacerte.
Muy bien aceptó Doubleday, animado. Con
mi amigo Nyo Omoro tenemos una larga jornada de marcha hasta su
aldea... ¿Conoces la aldea mandinga?
Por cierto sacudió su melena afirmativamente
el león. He comido a varios de sus habitantes.
De acuerdo. No es un camino muy largo, pero bien tú
sabes que está plagado de peligros. Hay cocodrilos en el
cruce del Zambeze. Búfalos pastando en sus riberas. Chacales
también, hienas. El león bufó y meneó
la cabeza, al parecer ofuscado de sólo escuchar la mención
de aquellas alimañas miserables y carroñeras.
Si no te es demasiada molestia continuó Doubleday,
quisiera que nos acompañaras hasta la aldea del cacique GleGlé.
El león se encogió de hombros.
Ningún problema. Lo haré gustoso.
Si es que tu pata no te impide caminar se apresuró
a aclarar, Doubleday.
Soy un león, recuerda dijo el león, casi
amoscado. En marcha.
Pensaba... pensaba... lo contuvo Doubleday ...
que también podrías llevarme sobre tu lomo, como si
fuese una cebra. No soy un hombre joven como Nyo Omoro, que puede
caminar sin dificultad. Soy ya mayor y en estas épocas de
humedad me duelen mucho los huesos. Las rodillas.
El león hizo un momento de silencio, en el que se escuchó
el canto lejano de las urracas.
Perfecto aprobó. Te debo la vida. Puedo
jurarte que pensé, cuando estaba allí tirado, entre
las zarzas, que no vería más a mis cachorros...
Otra cosa se entusiasmó Doubleday. Habrás
visto la cantidad de moscas que nos rodean. Son incontables. De
más está decir cuánto me molestan y cómo
se reúnen sobre mi cara sorbiendo mi sudor. Tú tal
vez no las notes...
Las noto, las noto...
...porque tienes el cuero grueso y el pelaje espeso. Pero
para mí son insoportables. Quisiera que mientras me lleves
en el lomo vayas agitando tu cola para espantarlas...
El león fijó la vista de sus enormes y bellos ojos
color caramelo en algún punto de la planicie.
Está bien. Está bien asintió.
De cualquier forma, lo hago siempre. Lleve a alguien sobre mi lomo
o no. A mí también me molestan... En marcha.
Doubleday elevó su dedo índice en el aire.
Y una última petición dijo, casi avergonzado.
No llegaremos a la aldea mandinga hasta mañana por la mañana,
cuando el soy ya esté alto. Deberemos, entonces, dormir esta
noche a la intemperie. Y confieso que ya no soy el mismo. Cuando
duermo sobre el suelo duro, por más que me haga un camastro
de hojas y ramas, me levanto con un dolor insoportable de cintura.
Creo que tengo un pinzamiento cervical... Por lo tanto, sería
muy gentil de tu parte si permites que mi ayudante, Nyo Omoro, corte
parte de tu melena. Con ella, yo rellenaré mi saco de dormir
para procurarme un cojín suave y muelle que facilite mi sueño...
Cuenta Nyo Omoro y aún hoy, cuando lo cuenta, se estremece
que el león se lanzó sobre Doubleday y de una sola
dentellada en la nuca le quebró el espinazo.
Luego empezó a lamerlo, como hacen los leones cuando se disponen
a devorar a sus presas.
Fue el momento en que el joven aprendiz de brujo aprovechó
para huir despavorido. Antes de alejarse, sin embargo, escuchó
decir al león: Seré mal agradecido. Mas nunca
buen servidor.
Y luego, cuando ya el muchacho mandinga corría como un demonio
entre las matas, oyó un chasquido como de ramas al quebrarse,
cuando el hambriento león comenzó a comer una de las
piernas del famoso explorador.
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